
- Por Franciso Albarenque (*)
Es difícil escribir sobre un tema tan complejo como el aborto con lo vertiginosamente rápido que uno va deconstruyéndose respecto a la forma que en la familia y en la sociedad nos educaron.
En lo personal -siempre me gusta escribir desde lo personal, y creo que todos lo hacemos; ni siquiera un manual de matemáticas es carente en un 100% de ciertos elementos autobiográficos-, en lo personal, entonces, esta deconstrucción me ha tocado hacerla a partir de aceptar y abrazar mi orientación sexual, en contra de los “dogmoides” morales que me fueron inculcados en mi iglesia.
Para ilustrar lo que digo, en 2010, días antes de la promulgación de la Ley de Matrimonio Igualitario, yo rezaba para que no se apruebe.
Discutí con familiares que estaban a favor. Fui a la marcha a favor de la familia tradicional que convocó la iglesia. Y la noche anterior a la aprobación de la ley, atento a un pedido que hizo el entonces cardenal Jorge Bergoglio, ayuné para que no se aprobara en el Senado esa ley.
«Clamen al Señor para que envíe su Espíritu a los senadores que han de dar su voto”, nos decía el actual Papa Francisco.
El día que se aprobó esa ley estaba angustiado, sin saber bien por qué. Hoy, 10 años después, agradezco a Dios, si es que existe, que no haya escuchado mis súplicas ni atendido mis ayunos.
Ese día fue un día de liberación, y capaz la angustia que sentía era por no saber cómo lidiar con esa libertad. Ese día se legalizaron, en cierta forma, las sexualidades disidentes.
Una parte de mí comenzó a ser legal.
En estos días se discute sobre la legalización del aborto. Y mientras por un lado estoy en contra de cualquier clase de aborto por considerarlo como la eliminación de una persona en gestación, por otro lado me pregunto cuáles serán mis convicciones en 10 años. Tengo que encontrar un catalizador para mi deconstrucción, adelantarme a los tiempos.
Quiero aclarar que me reconozco incapaz de escribir de la legalización del aborto en términos de salud o de solución legal a un brete existencial de muchos cuerpos gestantes.
No estoy capacitado para hacerlo. Ni siquiera leí el proyecto de ley. Voy a hablar del aborto y su legalización en términos filosóficos y religiosos, que son tal vez con toda razón los aspectos que menos interesan al ciudadano común.
Pero para mí, es el enfoque más importante. ¿Por qué? Porque ahí encuentro ese catalizador para deconstruirme. Ese catalizador es la conciencia, esa conciencia que a unos les dice que un embrión humano es persona humana, y que a otros les dice que es un cúmulo de células, o un fenómeno.
Si algo rescato de mi iglesia es la valoración en su doctrina de la conciencia, el lugar donde se van cristalizando nuestras convicciones, el lugar donde Dios habla.
Incluso, antes que Dios hable por boca del Papa o del magisterio, Dios habla por la conciencia (Catecismo de la Iglesia Católica 1778). Pero mientras en la teoría la iglesia valora la conciencia, en la práctica muchas veces la violenta, intentando imponer despóticamente verdades abstractas a personas o sociedades concretas.
Es así que, por ejemplo, al homosexual que vive en una pareja estable o al divorciado vuelto a casar no se le permite comulgar sin siquiera preguntarse por lo que Dios les dice a estas personas a través de sus conciencias.
¿No será la oposición a la legalización del aborto una forma de violentar la conciencia?
A veces parece que la iglesia saca a relucir su defensa de la libertad de la conciencia cuando la situación es adversa. Defiende la libertad de culto cuando la brecha entre iglesia y Estado se va haciendo cada vez más grande. Defienden la objeción de conciencia cuando la legislación es adversa, pero no cuando dentro de la iglesia se desenmascaran dogmoides para dejar al descubierto que siquiera son dogmas. Porque en la moral no existen dogmas.
Aplaudo que el nuevo proyecto de legalización del aborto, al contrario de lo que pasaba en 2018, contemple la objeción de conciencia. Tal vez es un ejemplo que la iglesia podría tomar en cuenta. Como dije antes, no me siento capacitado de analizar el actual proyecto en términos de solución legal y de salud.
Lo que sí puedo decir es que si bien no puedo ponerme un pañuelo verde, porque iría en contra de mis convicciones filosóficas y religiosas, tampoco podría ponerme un pañuelo celeste. No estoy a favor de la imposición de convicciones. Soy católico, pero también ciudadano de una sociedad democrática.
(*) Franciso Albarenque fue seminarista en el Seminario de Paraná. Actualmente es docente. Es hermano de Silvia Albarenque, la excarmelita que denunció a la priora del convento de Nogoyá, Luisa Toledo, finalmente condenada por la Justicia.