Es mediodía y un sol generoso de septiembre ilumina la cuadra de calle Buenos Aires que otrora fuera el barrio del Candombe pero que ahora, en este tiempo, acoge una construcción remodelada de lo que fuera la Capilla Norte de San Miguel, monumento histórico nacional.
Pero acá nadie repara en ese detalle. La plazoleta rodeada de rejas a la que balconea el templo remozado que siempre tiene sus puertas cerradas está poblada de personas -más hombres que mujeres- que aguardan por un plato de comida. Al fondo de la plazoleta -al costado- funciona la cocina del comedor María Reina, fundado por el cura Alejandro Patterson hace más de cuatro décadas y que da alimento a personas en situación de calle.
Un grupo de voluntarios se afana en preparar la comida y distribuirla en viandas. Desde temprano, los comensales se forman en grupos que esperan. Unos, sobre el paredón de la capilla San Miguel; otros, en la vereda de enfrente. Van ingresando por tandas y reciben su vianda. Este jueves de septiembre había muchos, bastantes: calculan que más de 100. «Eran mucho más de 100. Ni pudimos calcular de tantos que eran», contó una voluntaria.
El comedor de San Miguel es prácticamente el único dispositivo que funciona a mediodía y que sirve comida a personas en situación de calle. La cena está garantizada a partir del trabajo que realizan dos ONG, Suma de Voluntades y Un Cielo Nuevo, más la Municipalidad de Paraná.
La calle suele ser un lugar hostil. Los voluntario que guisan los guisos en el Comedor María Reina suelen hallar hostilidad en los que llegan por un plato de comida. Por eso, a veces está la Policía cerca; a veces, no.
El portón de la reja que encierra la plazoleta está abierto. La plazoleta no es un espacio para que jueguen niños, para que se sienten los que van o vienen. No tiene juegos. Solo bancos de cementos. En esos bancos de cemento los comensales esperan el turno para la comida. El sol amable de septiembre cobija este lugar desamparado.
Cuando todavía no es tiempo de comer, llegan en tandas y esperan. Todos, cada día, esperan.
Se recuestan en umbrales de construcciones viejas, se adentran en zaguanes, se sientan en la vereda: esperan.
Se los ve mansos -aunque dicen que adentro, cuando reciben las viandas, suelen producirse trifulcas-y llegan como peregrinos.
Están ahí todos los días de la semana. Forman parte del paisaje urbano. «Van a comer a la parroquia», le dice un papá a su hijo que pregunta por qué hay tantas personas en la vereda.
Otros ni siquiera preguntan. No miran. Pasan rápido.
Adentro de San Miguel, una maquinaria incesante produce alimento todos los días. No se sabe cómo, no se sabe por qué, pero las viandas siempre estarán listas. En la vereda, en los bancos de la plazoleta, en la puerta de la cocina el hambre siempre espera.
De la Redacción de Entre Ríos Ahora