«Puntualmente, llegaba hasta el lugar una niña con patines. Hábilmente, rodaba de aquí para allá, con una bolsa de pochoclo. Degustaba algunos de los granos inflados y de a puñados iba tirando el resto sobre la vereda. La intención era alimentar a las palomas que en bandada caían en picada desde los árboles. Una maraña de alas y picos desesperados se disputaban los grumos azucarados, mientras la niña huía hacia la otra punta. Refugiada en un banco, las aves no tardaban en descubrirla y entonces volaban todas hacia allá en busca de más de ese maná. Previsora, la niña siempre guardaba otra bolsa. Volvía a patinar y simulaba otra fuga, todo para que sus amigas aladas la siguieran. -¡Basta! ¡Me tienen cansada! -gritaba ella. Mentía ella, porque aquel juego la fascinaba. Siempre pienso en volver a Colonia y no sé bien por qué todavía no lo he hecho. Quizás lo haga pronto, para disfrutar de la cordialidad de su gente, maravillarme con sus calles coloniales, con su faro, con su río. Sí, voy a volver. Claro está que la niña ya no es niña ni les da de comer a las palomas. Pero quién sabe.»

Esto no es Colonia del Sacramento, Uruguay. Lo que pasaba ahí, en esa plaza, con esa niña que le daba de comer a las palomas, lo escribió el escritor Fabián Reato. El relato, breve, se llama así: «Una niña le daba de comer a las palomas». 

Esta es una escena real que pasa en una plaza, claro, un día de sol inmenso, sí, una mañana de invierno.

Es la Plaza Carbó, es un sábado de invierno, hay un sol inmenso.

No hay una niño. Está Sergio, un buscavidas que recorre los contenedores de residuos con un changuito de supermercado. Adentro del changuito lleva todo lo que consigue, lo que rescata, lo que otros desechan. Calza una gorra con visera, de esas que se utilizan en verano para guarecerse del sol, un buzo que alguna vez pudo ser azul, un morral, es amable.

La Plaza Carbó está semivacía. En los bordes de Casa de Gobierno, se ve la silueta lejana de un policía, y acá, junto a la acera que da a calle Córdoba está Sergio.

Corta pedazos de pan que lleva en el changuito y se los reparte a las palomas. Lo rodean, y se quedan mansas, picoteando el piso.

Sergio es uno de los que el sistema apartó del modo más indolente. De los que exploran adentro de los contenedores de residuos, de los que recorren la ciudad con un solo objetivo: encontrar el sustento diario.

-¿Vivís en la calle?

-No, ando por los contenedores rejuntando. Pero después vuelvo a mi casa. No es gran cosa, pero es mi casa.

Los indicadores sociales en el Gran Paraná marcan que el 12,1% de los hogares y el 18,6% de las personas están por debajo de la línea de pobreza. O sea, de los 82.291 hogares, 9.937 son pobres. Y de una población de 219.214 personas que habitan en la región, 40.667 están en la pobreza.

Quienes están todavía peor son quienes viven por debajo de la línea de indigencia: el 2,5% de los hogares y el 3,7% de las personas están bajo la línea de indigencia en el Gran Paraná. En números, significa que de 82.291 hogares, 2.039 son indigentes, y sobre una población de 219.214, 8.044 viven en la indigencia.

En 2010, el último censo nacional de población, midió que en Entre Ríos, sobre un total de 375 mil hogares, 30.399 tienen necesidades básicas insatisfechas (NBI). Y que 142.249 personas estaban en esa situación.

Quizá Sergio no haya leído las estadísticas. No sepa en qué estrato social ubicarse. Sólo tiene la certeza de qué hacer cada día: recorrer los contenedores de la ciudad. Y, en ocasiones, darle de comer a las palomas.

 

 

 

De la Redacción de Entre Ríos Ahora.