A través de un mensaje de texto que llegó a un grupo de colegas, este jueves nos enteramos que falleció Adolfo Argentino Golz. Ante el asombro de la noticia, fue imposible no evocarlo con una sonrisa, de anécdotas y recuerdos compartidos, porque aunque nos separaba una gran diferencia de edad, para muchos formaba parte de esta rara fauna que todos los días lidia con esto del periodismo.

Probablemente nunca tomamos dimensión que don Adolfo era tal vez el último exponente de su clase, de esos que hicieron sus primeras armas en el oficio a la par que nacían muchos diarios y revistas en los que colaboró y que incluso luego vio languidecer. Por eso, en vida don Adolfo ya formaba parte de la historia de la prensa entrerriana. Los de generaciones más cercanas, que lo vimos en su rondín por muchas redacciones que han desaparecido, lo tuteábamos de una forma irrespetuosa tal vez, porque así es la forma que en confianza los pares se dispensan trato.

Sin saber todo esto que ahora repasamos, sobre su trayectoria en innumerables medios forjados en tinta y plomo, de su profusa producción como escritor sobre el costumbrismo rural entrerriano, me tocó editarlo en un suplemento agropecuario de la revista Análisis que apareció en el año 1998. El director, Daniel Enz, me había enviado un material de Golz que iba a ser incluido en una sección bastante abierta que incluía humor, relatos gauchescos y de todo un poco. El texto no me convencía para nada, no lo conocía personalmente, entonces le planteé la cuestión a Enz, que me dijo que hablara con él. Ahí no más lo llamé por teléfono, ese teléfono que siempre atendía, y con una irreverencia total de veinteañero le dije que me parecía que no daba lo que había escrito. A los días, nos encontramos en la redacción que funcionaba en el edificio Bergoglio y charlamos un rato largo. Y con una humildad total, de la que se aprende mucho más que una discusión a los gritos, entregó sus correcciones mecanografiada, ante lo cual no tuve nada más que decir. Luego, el trato fue más asiduo. Cada tanto recibía esquelas con comentarios a lo que uno escribía; también recortes de periódicos sobre temas que podían ser de interés o incluso dejaba un mensaje con una llamada telefónica. Y ahí me percaté de esa misma atención con otros compañeros de trabajo; con Claudio Cañete se enfrascaba en cuestiones históricas de la ciudad, a Julián Stoppello le daba su parecer sobre el último partido de básquet, a Fernando Arredondo le preguntaba cómo era eso de la página en internet y a Eliezer Budasoff le decía que había leído su contratapa, y que le había gustado. Si se lo veía caminar por las calles céntricas, de saco y boina, con dos bolsas en la mano, en una de ellas llevaba seguramente alguna fotocopia, la hoja de un periódico marchito o una foto ajada por el tiempo que tenía como destino alguna mesa de trabajo.

Mucho tiempo después lo pude ver, al menos una vez a la -semana, subir trabajosamente las escaleras que conducían a la redacción de El Diario, cuando existía eso que se podía llamar así. Sigiloso, para no molestar a nadie, saludaba uno a uno, a los y las periodistas en sus “islas”, y en cada escritorio dejaba una acotación, una remembranza sobre el muñeco de turno que había aparecido en la tapa, o un pequeño obsequio que dejaba con el mismo ademán con el que los magos sacan de la galera a los conejos.

Los jóvenes –quienes hoy no lo somos–, muchas veces crueles con nuestros mayores, no valoran el aporte de esas experiencias que se ofrecen así, sin nada a cambio. Algunos lo tomaban para bien, otros con indiferencia, pero don Adolfo siempre estaba dispuesto a la charla, a sumar un comentario o un dato que tal vez se pudo pasar por alto en una nota redactada sobre el cierre de edición. Y no se quedaba sólo en eso, porque estaba con su mano tendida, a abrir su importante biblioteca-hemeroteca en la calle Italia para buscar esa información que no se encontraba en ningún lado o a conversar para hurgar en su memoria y encontrar la punta de un ovillo que llevara quién sabe a dónde. Porque al estar activo todos estos años, con una curiosidad que nunca abandonó, podía dar cuenta de nombres, relaciones y episodios lejanos que sólo sus ojos podían atestiguar.

Cuenta la leyenda –él mismo alguna vez la relató– que era un niño cuando pasó una temporada con sus padres a Europa, y estando en Viena donde su familia estaba afincada, en marzo de 1938 vio al mismo Adolf Hitler en el desfile triunfante de las tropas nazis celebrando la anexión de Austria a la Alemania nacionalsocialista. Podía detenerse a contar esta historia así como la de sus primeros pasos como cronista deportivo; o el encuentro con alguna personalidad, algún gobernador o funcionario de cuarta línea de los tantos que vio pasar en los actos protocolares en donde tenía asistencia casi perfecta, con nombre y apellido todos ellos, y con alguna comidilla si lo ameritaba. Se detenía a contar de tal modo que con su relato pudiera atrapar a su interlocutor hasta el remate con alguna broma al final. Hoy todo esto ya es historia.

Silvio Méndez

De la Redacción de Entre Ríos Ahora