Son casi las once de la noche.
Acá, a esta hora, este día, en este tiempo, vienen los rotos. Los rotos y su circunstancia: todo eso que se lleva puesto a una urgencia de un viernes que apura su tránsito hacia la medianoche.
Es una geografía distinta, distante.
Hay un silencio incómodo: por alguna razón, en este lugar la gente bisbisea. Un murmullo sofocado por las urgencias ajenas que se rompe a cada rato por el frenesí del tránsito de allá afuera, calle Presidente Perón, que desagua en Gualeguaychú.
Siete pibes están sentados en el piso helado y esperan. Un hombre se envuelve en un banco de acero inoxidable y tuerce la espalda y se recuesta en una columna revestida por acero inoxidable.
En una puerta de madera algo estropeada hay un cartel escrito a mano alzada: una birome que escribe sobre la madera: “Asistencia Pública”. Más abajo, “Ambulancias”.
La Guardia del Hospital San Martín es un lugar contradictorio: un sitio que acoge y espanta en dosis parecidas. Acá llegan los rotos para que los cosan, los enyesen, les pongan una dosis de lidocaína para después volver algo rearmados, recompuestos. Con menos angustia.
Hay oficinas a oscuras, puertas cerradas, una ventanilla que recibe, puertas que abren, que se cierran.
Se huele un olor a desinfectante que incomoda el olfato.
En los techos, cruzan varias hileras de cables sueltos y las paredes -todas- están empapeladas con carteles sacados de una impresora con indicaciones varias. Reunión de servicio martes 31/05/22 8hs a 9hs. Mantener distancia Covid. Evite contagios. Solo se permiten dos familiares por paciente en el servicio de guardia médica. Dirección. Un familiar por paciente. Gracias. No golpear en esta puerta.
Un señor duerme recostado a una columna. Tiene un bolsito azul que custodia entre las piernas. No parece urgido por nada. La luz blanca ilumina como un escaparate de una tienda del centro. El hombre está quieto, iluminado por la luz blanca.
Se abren puertas, alguien vocea un nombre y al rato se repite la rutina como una letanía. El oficio de esperar que enseguida se aprende.
Una mujer golpea una puerta. Nadie la escucha. Nadie la atiende.
-¿Es acá donde tengo que golpear? -pregunta.
Nadie parece ponerle atención.
La mujer se queda suspendida en su angustia, en su desconcierto: da vueltas cortas.
Hay una puerta vidriada. Está descuajeringada. Tiene pegado un cartel con alguna indicación ahora ilegible: alguien lo estropeó. Atrás de esa puerta, hay gente que espera. A espaldas de esa gente que espera hay rejas y oscuridad.
La mujer vuelve a golpear una puerta que nadie abre.
Un enfermero -no tiene ambo, ni un uniforme que lo identifique: sólo un suéter y jeans- abre la puerta y atienda a la mujer que golpea y espera. Hablan, se entienden, la puerta se cierra, la mujer queda en silencio.
Un hombre lee una edición vieja de “Noticias” arrumbado en un banco de acero inoxidable. Está en un silencio extrañísimo. Es de los que no esperan nada ni a nadie.
Se acerca un policía robusto y le dice que tiene que retirarse.
-Si ya lo atendieron, se tiene que ir, no puede quedarse acá -le dice.
El hombre parece no prestarle atención.
Se acomoda, se alista, se mueve con una lentitud eterna. Pero no se va.
Tiene un bolso grande y una mochila: los sin techo siempre buscan el abrigo de la sala de guardia del Hospital San Martín para pasar la noche.
El policía lo mira y lo espera con algo de fastidio.
Enseguida se cansa y se va. El hombre sigue en lo suyo: acomoda sus cosas, revuelve el bolso: no parece tener prisa.
Demora. Ronronea.
Alrededor hay gente que espera, que sale, que entra, que urge, pregunta y se fastidia. Es un lugar frío, sin alma, con puertas cerradas que se abren lo justo.
Un ventanuco enrejado es la conexión entre los rotos que llegan y el auxilio que espera allá adentro. Un enfermero se asoma, pregunta lo justo, dice espere.
La escenografía en esa antesala es peculiar: un par de bancos de madera, dos mujeres que conversan en secreto, y unas cartulinas que ilustran la metodología del triage, verde, amarillo, rojo, la escala de las urgencias. La espera.
En un rato -¿veinte minutos, media hora, cuarenta minutos?- el trámite acaba. Anestesia, limpieza y fíjate que un oftalmólogo te vea ese ojo. Gracias, doctora.
A veces, los rotos no demandan demasiado. Se arreglan con poco. A veces, claro.
Los bares están en su propia rutina allá afuera.
La ciudad es eso que ocurre ahora. Una parejita toma helado a la intemperie en las mesas puestas en la vereda de una heladería del sur. Es sábado. No hay angustias ni urgencias, a un bulevard de distancia.
Allá todo sigue más o menos igual.
La Guardia es un espacio sin tregua.
Ricardo Leguizamón
De la Redacción de Entre Ríos Ahora