Por Gabriela Carpineti (*)
La deserción electoral que se precipitó en el calendario de elecciones encendió alarmas. Causó asombro, pánico en muchos. Confirmación de signos evidentes y alertados. Pero también en paralelo, y conectado, vivimos otra deserción: la deserción del militante orgánico. Corre más bajito, no es estridente pero aturde, retumba. Una suerte de “abandono de tareas” de quienes se sintieron hace años impelidos en el hacer algo. En organizarse. Todos somos muchas cosas y somos también el borrador de una generación histórica. Acá van mis apuntes y mi indagación sobre esta otra deserción.
Cuando la luz incandescente de la militancia en los últimos años del siglo XX y los primeros años del siglo XXI entró en mi pasillo, creía que aquello que me habían nombrado como neoliberalismo era una circunstancia que iba a pasar bastante rápido. Que era sólo una cuestión de actitud en la lucha. Una transición traumática entre la crisis del petróleo y las fallas corregibles de los 60/70, la caída del muro de Berlín, guerras en medio oriente y Europa del este, y no mucho más. Que el fin de la historia era para los conversos y que las personas convencidas de sus pueblos íbamos a andar bien. Y además una forma de salvarme -intentando a veces consciente, otras no, nobles y generosas, egocéntricas otras- de salvar a la generación de nuestros viejos de ellos mismos en el país que nos estaban dejando.
Recuerdo una camada militante tallada en una conducta y una repetición pedante: criticar el sentido común como el peor de los sentidos. E ir en busca, a través de la militancia social, de organizar el buen sentido que se esparcía por la sociedad, bajo lupa y por doquier.
Tiempo después, en el colapso social del 2001, en la búsqueda también de los rotos y desahuciados, como aquellos últimos que debíamos poner primeros para encontrar una salida a la Argentina partida. Más o menos así se formó buena parte de mi generación política, urbana, progresista de Perón y Evita o progresista del Che. Porque en el progreso creímos todos los militantes. Con los 70 y la solidaridad en los barrios pobres como bandera. Con la rosca de los centros de estudiantes como bast(i)ón de mariscales.
Pasó un cuarto de siglo, y hoy guardo una meditación impensada entonces sobre el neoliberalismo: ya es una civilización. Como nosotros, madura. Y que puede pudrirse o no. Que logra sostenerse articulando avances materiales y tecnológicos, precariedad laboral, crisis, pluriconsumos, verdades, fake news, desigualdad extrema, migraciones, diversidad sexual, conquistas de equidad en temáticas puntuales, y un sinfín de costumbres -algunas contradictorias y dispares, otras coherentes y complementarias- que logran persistir como cónyuges hace más de medio siglo. Logrando horadar la esperanza en la política como oficio práctico para mejorar la calidad de la vida y la convivencia.
Este sentimiento ya no es privativo del peor de los sentidos “despolitizado” o “antipolítico”, ahora también, como esa luz del comienzo que nos desvelaba, se inocula en trayectorias militantes y antiguos convencidos de un mundo mejor. Muchos ya no somos portavoces de la fe y la esperanza en el voto cada dos años en Argentina. La organización política y social, y las dirigencias alternativas en todas sus variantes así como están, y ahora intuimos que la rebelión civilizatoria y un nuevo -y justo- orden, al menos local y nacional, pasan por otro lado. Si asumimos que es desconocido, que no podemos alumbrarlo tan militantemente como creímos, tal vez ayudemos al destino.
El día siguiente al cierre de listas de cara a las elecciones de Octubre, en mi red social IG hice un experimento casero pero ilustrativo, que lo continué unos días, con disparadores sobre el malestar. A través de una pequeña encuesta me propuse indagar entre politizados y militantes sobre la pérdida de deseo electoral. Lo formulé de forma simple y abierta:
Cada vez conozco más gente que fue militante y creyó en la política, que dedicó sus mejores horas de juventud para que vivamos mejor todos, que no quiere ir a votar. También los que sentimos culpa por sentir despecho y no querer ni oír hablar de política. ¿Qué hacer?
Sufrir, meterselos en el orto y votar igual
Temer, sentir culpa, fracaso, chuchos de frío
Drenarlos juntos, ver qué surje sin vigilantes
Más de 1000 personas que considero en ese rango de politizados y militantes de alguna causa, contestaron qué hacer con este sentimiento que ya es público.
El resultado de la encuesta fue interesante y los comentarios que recibí por privado de quienes se sintieron interpelados por mi pregunta más aún. Entre votar sufriendo y no ir a votar y ver qué pasa quedó empardada la cosa. Este empate técnico entre politizados, nos acerca a la mayoría de la sociedad, que en las elecciones de este año, se decidió por no ir a votar. Pero lo más interesante fueron algunos mensajes privados que recibí.
Un militante de un gremio judicial de la patagonia me escribió: “Me la ponés difícil, no sé qué hacer la verdad”. Otro trabajador de seguridad privada y delegado sindical me dice que están todos así los laburantes de su sector, que “militamos hasta Scioli, y ya no más”.
Integrantes del grupo FACTOR FRANCISCO comentan que “la politicidad se retiró (salvo excepción, y quizá SIN excepción) de la política. No es la primera vez ni será la última vez que pasa. Por otro lado, lo que quizás hay que evaluar es que quizás la identificamos demasiado, de más. Lo que me parece importante es poner el desfasaje que vivimos en su justa medida. Lo que tiene de particular es que los atraviesa más personalmente que en otros casos. Por generación/trayecto/edad. Hay un punto en que creo que hay que desdramatizarlo, porque lo que sí me queda claro es que no somos la primera generación ni es el primer momento histórico donde esto pasa. Quizás habría que pensar que es lo habitual”.
Un delegado sindical docente dice: “ Me tienen los huevos llenos. No los voto ni en pedo”. Muchos militantes responden simplemente “estamos todos así”. “Urgente proceso de renovación y la quita de la lapicera al hijo y sus secuaces”, me escribe un delegado estatal de SEGEMAR.
Un delegado sindical de La Bancaria me dice: “Uff, durísimo. Y yo flasheando todos los días un podcast, porque ya no me fumo militar en una organización y ver cómo los esfuerzos colectivos siempre se reparten en la casta, del color y tipo que sean”.
Las mujeres se inclinan más por ir a votar todavía, con el último aliento: “puff me identifica. Igual no quiero no votar, de hecho me hace feliz el día de las elecciones desde la primera vez que fui, pero qué tristeza, hermana y qué decepción todo”, me comentó una militante de un movimiento social. Una dirigente sindical docente y porteña me escribió: “hay un nuevo vacío y somos nosotros. Que se voten ellos”.
“Qué bronca todo, dios”, fue el comentario predominante. Todo. No sólo el gobierno, ni solo la oposición: todos. Un muy joven abogado de la localidad bonaerense de Suipacha me dice: “Yo voto”; y da razones: “entiendo lo que decís porque también lo veo y lamentablemente se transformó en una conversación habitual porque son muchos los que sienten lo mismo. Es recontra válido. Aún así y sólo por dar un ejemplo, estos últimos días tomé conocimiento de la baja de pensiones sin motivo de muchos suipachenses… Frente a esto, nuestra herramienta democrática es ir a votar, también podemos discutir otras herramientas”.
Un ex trabajador en áreas de DDHH me responde que su antídoto ante el fracaso y el vacío existencial que le deja la desilusión política -sobre todo con los propios que siempre encuentran la lapicera que los ubique en la lista- es dedicarse a criar a su hijo. Que allí encuentra el sentido existencial que perdió en la militancia.
Pregunté también si este malestar no era más ambacéntrico que provincial o “subnacional”. Un militante de Santiago del Estero, peronista y ex “mediano” funcionario nacional, hoy fuera de cualquier tipo de contratación con el Estado, me dice que el repliegue en lo provinciano, y la vida íntima familiar le muestra otra cosa menos drástica y que mientras tanto aburre la forma que lo nacional ha tomado a Santa María de los Buenos Ayres.
Consulté a militantes distritales, y todavía el municipio sigue siendo una referencia ciudadana a la que acudir, a la hora de resolver el voto local.
Sobre el aburrimiento, también me habló un joven porteño militante de La Cámpora, el sábado a la noche, uno de los que yo -desertora- creía convencidísimo hasta ese día, y me dice: “es una mierda todo. Que tu generación deje de tomar decisiones, en las listas y en todo”. “Yo no decido nada”, le respondí. “Decidan ustedes y veamos cómo nos va”.
La única respuesta de dedito levantado y moralina que recibí fue de una militante de facción, de esas características que describí al inicio, que me mandó a resolver mis sentimientos en terapia e ir a votar.
Lo palpable se escribe solo: la elección nacional de Octubre no genera ningún tipo de apetito militante más. Menos social y ciudadano. La desesperanza en un gobierno que se puede ir con varios integrantes-criminales- tocando el pianito en las cárceles federales, compite con la que genera el kirchnerismo en su fase facciosa, nepótica y sectaria. Pero todavía algunos necesitan la ficción de esa pelea -casi pactada- porque no sabemos qué nos espera después.
Buena parte del electorado que no acompaña a este gobierno ya duda demasiado si votar a la oposición y volver a votar al kirchnerismo y aliados significa resolver los problemas de salario, jubilaciones, alquileres, prestaciones sociales y de salud que viven millones de argentinos. Esto, inclusive y a pesar de los esfuerzos y deberes que la oposición parlamentaria está haciendo para frenar al Ejecutivo en los temas y vetos impresentables que impulsa, en particular cuestiones de discapacidad y de salud. La sensación de que votar es perder tiempo personal y plata pública que debería usarse para otra cosa distinta a la de sostener la trayectoria personal de políticos profesionales, militantes y sus equipos, en general, poco duchos para encontrar al menos changas complementarias en el sector privado. El dilema es si esa incertidumbre alcanza para llenar el tanque de las ganas de ir a votar.
Muchos que hoy integran las listas de FUERZA PATRIA, sin duda entre los que habrá personas honestas y dignas, fueron funcionarios del último gobierno peronista, renovaron o comenzaron sus mandatos legislativos con la victoria electoral del 2019, pero sin embargo persisten en negar esa trayectoria y la canallada de seguir utilizando el chivo expiatorio del ex presidente como la explicación de todos nuestros males internos. No hay críticas ni autocríticas de cómo la militancia gestiona el Estado cuando le toca, de cómo legisla, de la vida interna y los maltratos predominantes en las organizaciones, de los descuidos de las personas. Reincidimos en el error, también expiatorio, de creer que el problema es una organización, o determinados dirigentes o candidatos, entonces cambiando de organización o conducción se resuelve. El sistema político reproduce modos vinculares, conductas interpersonales que adapta dirigentes y militantes a los moldes de un engranaje funcional que padecemos. Que exige determinadas características personales y ritos entre pares, ofrendas y méritos hacia los líderes. Ahogar al compañero, para salir a flote en su lugar. Prestarse como carne al desamparo. Voracidad y violencia interpersonal con amigos, adversarios y enemigos como rutina de esgrima en la tele, en las redes, en las negociaciones y en la chica. El aire siempre espeso. Los rostros siempre tensos, en vigilia. Amenazar, denigrar y esperar el resultado. Decir una, hacer otra. Asfixiar al elegido, desgastar instituciones, distinguir a los mediocres. Obediencia y cinismo, la anestesia envenenada que se metió hasta el tallo. Como en una jungla de oportunistas, de viejos reptiles cuya única hoja vital es nuestro recuerdo del hambre, nos habíamos acostumbrado a seguir así.
Levante la mano quién deserta por problemas macropolíticos. Nadie deja de militar por un mal acuerdo con el fondo. Es la micro que se achica, que angustia, que se vuelve más repulsiva, la que nos hace abandonar. Es la lejanía de la persona corriente, más preocupada por criar hijos que por destronar gobiernos y civilizaciones en abstracto La crianza de la prole como única cosecha posible,propia.
Sobre esto las dirigencias actuales que pretenden enfrentar a La Libertad Avanza ni mu. Se reparten los restos, y nos dejan las migajas de un sistema democrático electoral en declive total, que nos deja apáticos y comentando entre nosotros sentimientos con los que tenemos que seguir viviendo y ver qué hacer. Sobre esto tenemos toda nuestra responsabilidad. “Tiene tantas raíces el árbol de la rabia que a veces las ramas se quiebran antes de dar frutos”, escribe la poeta Audre Lorde.
Si logramos sacarnos de encima los yunques de la culpa militante, la vergüenza de expresar lo que nos pasa, el abismo que genera para muchos de nosotros no ir a votar, de sabernos resentidos y despechados por confiar y sentirnos usados usualmente, de los males de la sobrepolitización que colonizó a nuestra generación a cambio de este vacío actual, podemos hacernos de alguna raíz una vuelta más. Pedir perdón, y perdonar. Raíces, que sean sostén de alguna campaña que nos vuelva a entusiasmar: qué país queremos dejarle a nuestros hijos para no hacerlos caer en nuestro auxilio futuro. Por ahora, algunos cuantos dejaremos de votar como siempre cada dos años, de mearnos encima de nuestra incontinencia de no saber qué viene, de robarnos a nosotros mismos. De creernos los parias de esta historia. Aleccionemosnos de sentido esta vez, común.
(*) Publicado en Panamá Revista