Por Julián Stoppello (*)

 

 

Estoy leyendo en el sillón. Ella viene y me dice que tiene una coreografía de una banda coreana que quiere grabar con su hermano o con su amigo Bauti. Me la muestra, es graciosa. Bueno, ella es graciosa, no de chistosa, sino de plena gracia o las dos cosas al mismo tiempo. No lo dudo un segundo, quiero ser el coprotagonista de la coreografía.

Ensayamos.  Funciona. Es decir, funciona porque soy malísimo aunque me concentre al 100%, en pleno estado presente, entre la música y la imitación de sus movimientos: el resultado de mi intervención es una caricatura. Es, en efecto, gracioso. Al menos para ella. Y para mí que se ría así, me lleva a otra dimensión de la realidad, a la variante feliz que solo puede ofrecerme el compartir con mis hijos.

En silencio agradezco que estén acá, los dos conmigo, en esta tarde sofocada. Y lo agradezco haciendo una coreografía de una banda coreana, moviendo la cadera como si fuera una jirafa coja en un ataque de epilepsia. Agradezco más que eso, porque en ese compartir siento en lo profundo lo que dice, lo que nombra la verdad. Lo cierto y el amor.

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En los días difíciles, en los días de duelo, a veces se abra un hueco. Por ese hueco se filtran las sutilezas que configuran la parte humana más interesante de la experiencia que nos toca. La posibilidad de conectar y percibir, afinar los sentidos y abandonar la urgencia de todo lo que grita el mundo, desde la calle, desde el teléfono o desde la propia mente. Lo que grita la mente, a la inversa, en su interpretación del mundo.

No hay mucho más que eso: afinar los sentidos y discurrir abriendo las capacidades sutiles. Perseguir lo real, en virtud de lo genuinamente propio. Algo así.

Pero en esos días difíciles lo que queda es la representación más tosca de las cosas, lo que uno puede hacer con lo que tiene, el manejo de los personajes internos y la ausencia y la urgencia.

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Tuve este recuerdo. Yo con 8 o 9 años, volvía del club y en mi casa no había nadie. Fui a lo de mi vecina a ver si me habían dejado una llave para entrar a mi casa, pero en lo de mi vecina tampoco había nadie. Me quedé sentado en el primer escalón de la entrada, mirando sobre todo hacia el norte, porque mi mamá seguro aparecía desde allá. Pero mi mamá no llegaba. Y no llegaba. Es un estado de angustia y desesperación que me viene con cierta nitidez. Y era por ella. Porque podía venir mi papá o mis hermanos, que tampoco aparecían, pero a mí me importaba que venga ella. Y no venía, hasta que, en algún momento, llegó.

Es hasta injusto el recuerdo, porque Bounty no me faltaba nunca y tenía una presencia tan redonda, tan mapamundi, tan entera, que su estar conseguía vencer los miedos y también, por mucho tiempo, restar importancia a esos tirones de la urgencia que mencionaba antes.

Uno a los 40 y pico, casi 50, debería transitar bla bla bla con bla bla bla. Uno padre, con hijos que te dan mucho más de lo que podías imaginar cuando pensaste la posibilidad, debería estar bla bla bla y más.

Pero la verdad es que a veces, no pocas, siento algo parecido al pibito ese de 8 o 9 años que venía del club y esperaba en el primer escalón de la entrada, mirando al norte, de vez en cuando al sur, para ver cuándo volvía de una buena vez su madre, con el mundo que podía habitar, sin miedo y sin oscuridad. No es literalmente así, refiero al hueco, a la sensación del hueco que se abrió en ese niño durante unos instantes, al hueco donde se caía todo lo seguro, lo que uno podía llamar su vida.

Ahora el hueco se abre y se cierra, aunque la ausencia es constante. Uno después la lleva de distintas formas, a veces con mucha gracia, chistosa y gracia plena, de recordarla y agradecer -como agradezco la presencia de mis hijos en esta tarde- la experiencia de haber tenido a Bounty tantos años y que ellos la hayan tenido también, gigante, en su cruzada habitual por generar espacios dichosos, de confianza y gustitos, por el helado, por los chocolates, por los placeres pequeños, por los abrazos.

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Hoy es el día del ritual. Soy todo padre, hijo de dos ausencias que están tan presentes, tan presentes en los diferentes modos de hacer del mundo algo sólido, seguro, a veces insoportable o algo ligero, a veces casi mágico, casi inaprensible.

A la mañana, me llovieron algunos pensamientos de cosas de este año. A la noche nos reunimos para liquidar lo que queda y decir en mute deseos internos para lo que vendrá.

Es un lindo ritual, después de todo.

 

(*) Julián Stoppello es escritor.