¿Cómo se llama tu mamá? Me preguntó la maestra de tercer grado, una gorda que daba miedo, despeinada y con voz ronca. Después del primer día de clases yo había vuelto a casa con la firme voluntad de que me cambiasen de grado, de escuela o de ciudad. No quería encontrarme todas las mañanas de mi vida con esa mujer. Yo sentía que era capaz de arrancarme un brazo para que me quedase quieto. Era brutal la gorda.

Por primera vez, creo, mi vieja no concedió ni una promesa, pero esa misma semana le mandó de regalo a la maestra un manual escolar para docentes que la habían obsequiado a ella. Se ve que la pobre mujer no estaba habituada a relaciones obsequiosas porque desde entonces fue un dulce de leche conmigo. Un ogro bueno. No tengo casi otro recuerdo de ese año, más que la gorda pidiéndome el nombre de mi madre.

Bounty le dije. “No, no, ese es el apodo querido, cuál es su nombre”.

No pude decir nada más, yo a los 7 años no sabía que había otro nombre por decir más que Bounty. Y Bounty era maestra jardinera y usaba unos guardapolvos caudrillé, rojos y blancos, que me avergonzaban o que me empezaron a avergonzar cuando ella iba a mi escuela secundaria por algún trámite. Bounty lucía feliz con su guardapolvo y yo me escondía.

Ahora a veces escucho historias sobre jardineras odiosas y a veces veo algunas que estarían encantadas de ofrecerles gentilmente a los chicos un somnífero masticable. Mi experiencia es mayormente positiva. Las maestras de mis hijos han sido cariñosas y pacientes.

De mis maestras jardineras, en cambio, yo tengo un recuerdo: la mujer de salita de cinco gritando mi nombre y señalándome un rincón alejado del aula donde debía quedarme estático a mirar la pared. Una mujer coqueta y de mal carácter que lucía muy simpática ante los padres. Es mi primera referencia de la simulación y la falsedad.

Bounty se llama Bounty por una banda de música de los 50´que le habrá gustado a mi madre. A su vez la banda de música había tomado el nombre de un buque inglés del siglo XVIII. En fin. Bounty se recibió de maestra en las Adoratrices de Córdoba, fue maestra de grado y mientras tanto intentó un año de odontología, pero la cosa no prosperó.

En Paraná, ya con una hija, estudió para maestra jardinera. Pero esa es historia que conozco de mentas. Lo que yo ví es a mi madre trabajando en su sala, siempre con uno o dos chicos a upa y trabajando en casa, inventando materiales, regalos y juegos para los gurises.

Nunca la escuché a mi vieja hablar de cansancio. A mi me gusta lo que hago y sin embargo, más de una vez por día, me quejo. “No hay que llorar”, decía hace un tiempo en una entrevista el escritor Fabián Casas y refería, justamente, a la queja. Mi vieja solo lloraba el último día de clases, porque los 30 y pico de chicos que había tenido como alumnos ya serían de otra. Y la ví llorar el día que las maestras de la escuela primaria vinculada a su jardín no aceptaron en el aula a un gurisito con síndrome de down que ella había integrado en la sala. Fue de las primeras en realizar integración. Hacerla, sin mucho manual, porque así sentía que debía ser, por lógica amorosa.

Bounty extrañaba el aula cuando pasó a cargos más administrativos. Extrañaba tanto que empezó a sentir, ahora sí, el cansancio.

Yo no llevo tantas cosas de ella encima. No se, pero si en alguna parte ví nítidamente de qué se trata la vocación, la alegría de hacer algo que sentimos relevante, sincero y propio, fue en la sala de mi madre.

Y ella dejó alguna huella se ve. Mi hermana podría haber sido ingeniera atómica si quería. Buscar una profesión que le asegurara guita, posibilidades. Es de una inteligencia notable y es perseverante además. Tiene todo. Pero ella eligió, como su madre, ser maestra jardinera.

Mariela ahora es vice directora, pero estuvo casi 20 años al frente de una salita. Mucho tiempo trabajó en un jardín en el puerto, donde los gurisitos eran hijos de pescadores, de desocupados, de familias rotas, de padres presos. Y Mariela sabía del destino difícil que les había tocado en suerte a muchos de esos gurisitos, pero se aseguraba de que en el jardín, en su sala, esos pibes supieran, claramente, que cosa es la ternura. Una mañana de esas, un chiquito se le cayó de las manos a una auxiliar, un nenito de ella. Por suerte el gurí no sufrió más que el golpe, pero Mariela se la pasó llorando dos días. Contaba la caída que no había visto y lloraba.

Eso que se escucha sobre el compromiso y que se escucha en función de la obediencia a una línea que baja o a un grupo de tipos que manejan guita y poder, no sé, me parece que el compromiso en serio es otra cosa: yo aprendí algo de eso de dos maestras jardineras.

 

Julián Stoppello de la redacción de Entre Ríos Ahora