
- Por César Pibernus (*)
De pronto escuchamos a hermanas y hermanos definirse como “anticuarentena” y con ello, negar una pandemia, lo mortal que es un virus como el Covid y lo necesario que es para nuestras vidas el sistema sanitario.
Ojo, no es que discuten sobre la salud pública, sobre cómo debería ser la cuarentena, sobre cómo el Estado debería proteger a los sectores más vulnerables económica y/o sanitariamente durante estos momentos.
Los oímos afirmar directamente que todos los trabajadores de la salud argentinos están complotados para enfermarnos y para matarnos, que ninguna de sus recomendaciones son válidas, que conviene hacer todo lo contrario. Entre los complotados, estarían incluidos también enfermeras, enfermeros, médicas, médicos y docentes que nos han curado desde que nacimos, que nos han salvado la vida, la salud o la de nuestra gente en más de una oportunidad.
Hablo de hermanas y hermanos nuestros, gente que amamos, no hablo de poderosos como Trump o Bolsonaro, que sostienen y militan exactamente lo mismo mientras gobiernan dos Estados colosales.
Eso ya es preocupante, pero debemos señalar que estas negaciones circulan en un marco mayor, en una corriente general expresada en infinidad de opiniones negacionistas, sobre temas tan o más sensibles aún que la salud pública.
Vemos militantes “anticuarentena” que marchan usando barbijo, como también quienes pueden negar los beneficios de las vacunas gracias a que fueron vacunados cuando eran niños. También vemos denunciantes de Bill Gates usando -compulsivamente- productos Microsoft, o los que afirman que la Tierra es plana sin aportar más pruebas que videos de Youtube. Parecería que nada se salva de este ejercicio negador, hasta hay fervorosos militantes de la Real Academia Española que, a su vez, desconocen sistemáticamente las reglas que sugiere esa remota institución y con el mismo desparpajo usan a espaldas de su adorada majestad expresiones proscriptas por ella como “chabón”, “zarpado”, “tumbero”, “coso”, “telo”, “googlear”, “concheto”, para no hablar de plebeyas indisciplinas mucho más groseras.
Esta actitud deja de ser pintoresca (aunque, para mí, nunca lo es) cuando todos empezamos a padecer sus consecuencias prácticas, cuando estos delirios pasan de ser un deporte individual a ser una corriente de opinión que desinforma, enferma o, directamente, mata. Como ocurrió, lamentablemente, con quienes han muerto por Covid al negar la pandemia y/o por intoxicarse con dióxido de cloro.
Es una reedición de experiencias que ya hemos vivido, que ya hemos padecido. Así las cosas, estos negacionismos no se diferencian mucho de aquellos que en los años 80 afirmaban que los desaparecidos por la última Dictadura vivían ocultos en España. Sí, los mismos desaparecidos que seguimos buscando más de cuarenta años después y aquellos cuyos restos han sido trabajosa y dolorosamente encontrados por la arqueología forense. Y no lo afirmaban aportando supuestas pruebas de nada, sólo relativizaban las denuncias de los familiares, objetaban los métodos, pedían cínicamente que “muestren” los cuerpos. Algo similar ocurre hoy respecto ante el Covid mientras la peste avanza sobre nosotros.
Tampoco se diferencian mucho de gente como David Irving, aquel fanático de Hitler que negaba el Holocausto y llevó a un juicio -el episodio está narrado en la película “La negación”, disponible en Netflix, recomiendo verla- a la historiadora Deborah Lipstadt por haberlo caracterizado como lo que era, un negacionista. Sí, señores, fue así, el propagandista nazi denunció a Lipstadt y no al revés. Así son ellos.
Estas posiciones no sólo niegan la ciencia (aunque no sea monolítica también niegan todas las líneas dentro de ella y todos los debates internos, la niegan como saber directamente), atacan banderas que ha costado siglos conseguir como la Salud o la Educación Pública.
En pocos años, pasamos de discutir la necesidad al “médico de cabecera” como eje del sistema sanitario argentino, a decir que el millón de trabajadores de la salud argentinos son mentirosos o marionetas de un “poder oculto”. Pasamos de amar por su fuerza y valentía a figuras como Oscar Wilde o María Elena Walsh (entre miles) a discutir si sólo somos “hombre” y “mujer”, negando la excepcional diversidad sexual que nos caracterizó como especie desde siempre. Pasamos como sociedad de crear y usar colectivamente nuestras propias expresiones, a negar el carácter indefectiblemente vivo de nuestras lenguas y discutir si la Real Academia Española es nuestra tutora o no, más allá del uso pragmático que hagamos de sus criterios imperiales. Hasta hace algunos años nos preocupábamos y ocupábamos de inmediato cuando una persona se negaba a recibir una trasfusión de sangre aduciendo motivos religiosos y hoy está casi instalado que cada uno es su propio médico. Pasamos de exigir más fondos para el Conicet a ningunear a esos mismos científicos basándonos en links de Youtube, gritándoles en la cara “ESTUDIEN!” y asumiendo como autoridad sanitaria a Viviana Canosa.
Obvio que entre esas voces también hay quienes son “antisindicato”. En realidad, son antitrabajadores organizados. Desde un paracaídas o como francotiradores, relativizan todas las herramientas que hemos construido trabajosamente desde hace siglos, suscriben a una o varias negaciones más (los hay hasta terraplanistas) y se plantan como salvadores de luchas que no tiene el gusto de conocer.
Esta situación en general es un visible e inaceptable retroceso. Cuando queramos acordar, estas negaciones irán contra la teoría de la evolución y pretenderán exigir a los docentes que enseñemos en escuelas y universidades que venimos de un repollo o que nos trajo la cigüeña. “Todo es igual, nada es mejor”, decía Discepolo hace casi cien años.
Los negacionismos son pragmatismos extremos y, particularmente los actuales, son narcisistas. Para estas tendencias, no importa nada ni nadie. Resulta un violento atajo, un golpe de Estado sobre las cosas y los debates, una forma de asaltar las verdades que construimos -y que seguimos discutiendo- e imponer algo sin dar la discusión, sin probar nada. “No al Matrimonio homosexual. Origen del coronavirus. Esto es verdad”, dice el don de la foto y “a pelarse”, como solemos decir al margen de la RAE. Que choque todo, no importa.
Es cierto que su resurgimiento es un fenómeno mundial. En Japón la analizan en relación a los “hikikomori” -pibes que viven encerrados en sus habitaciones, al margen de cualquier contacto social y enchufados a sus juegos y redes sociales- y en Estados Unidos estudian el núcleo de las organizaciones racistas y negacionismos extremos como el “terraplanismo” -está muy bueno el documental “Tan plana como un encefalograma”. En todos lados la “subjetividad troll” va echando cuerpo en las ciencias sociales como objeto urgente de estudio, la preocupación pareciera ir esta vez va más rápido allí que fuera de los ámbitos científicos.
Justamente por ser mundial como la pobreza, la pandemia o la contaminación ambiental debemos actuar de inmediato y, sobre todo, en nuestro entorno íntimo. Antes de que esto se vaya aún más al carajo.
San Martín dijo, entre las miles de cosas citables en esta ocasión, que «La soberbia es una discapacidad que suele afectar a pobres infelices mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder». Urge que retomemos el contacto con los nuestros, que fortalezcamos esos vínculos, que alentemos discusiones y que el tan remanido “lazo social” esté entre nuestras preocupaciones más prioritarias. Es una medida muy importante para enfrentar estas pesadillas.
El negacionismo sólo puede parir, como hemos visto incontable cantidad de veces en nuestra historia, monstruos incontrolables de esos que sólo se detienen cuando rompieron absolutamente todo, todo, todo.
(*) César Pibernus es doctor en Ciencias Sociales. Secretario de organización de la Asociación Gremial del Magisterio de Entre Ríos (Agmer).