“El veredicto dado a conocer por el Tribunal viene a establecer, por parte de la justicia, la culpabilidad que le cabe a quien incumplió con su vocación y su promesa a Dios -en lo personal, atentando contra quienes eran merecedores de su cuidado y protección-, en primera instancia, y vulnerando la confianza de la institución que lo albergaba, la de sus pares y sus superiores, y también la de toda la sociedad”.

Ese fue el pronunciamiento del arzobispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari, el 21 de mayo de 2018, cuando supo de la condena a 25 años de cárcel para el cura Justo José Ilarraz por los 7 casos de abuso y corrupción de menores que llegaron a la Justicia, y que ocurrieron en el Seminario Nuestra Señora del Cenáculo, donde fue prefecto de disciplina entre 1985 y 1993. Los denunciantes, las víctimas, tenían entonces entre 12 y 15 años, y estaban al cuidado y protección de Ilarraz.

Justo José Ilarraz.

El 6 de octubre de 2017 otro sacerdote, Juan Diego Escobar Gaviria, fue condenado a 25 años de cárcel por cuatro casos de abuso y corrupción de menores que ocurrieron en Lucas González, en el departamento Nogoyá.

“Rechazamos con energía este grave delito, y nos llenamos de vergüenza y de dolor cada vez que uno de nuestros sacerdotes es acusado de perpetrarlo”, dijo entonces Puiggari en un comunicado que se difundió el mismo día que se conoció la condena.  “Pedimos humildemente perdón por el dolor que situaciones como ésta causan al Pueblo de Dios y a toda la sociedad humana”, dijo entonces la curia.  “Al mismo tiempo, y más allá del ulterior resultado de otras instancias del proceso que hoy está transcurriendo, renovamos nuestra disposición a colaborar en cuanto nos sea posible con la justicia en el esclarecimiento de los hechos y en la sanación de las heridas provocadas, así como en un cuidado siempre mayor sobre la calidad de nuestros ambientes, en bien sobre todo de las personas más vulnerables”, agregó.

Juan Diego Escobar Gaviria.

El 28 de febrero un tercer miembro del clero paranaense se sentará en el baquillo de los acusados, Marcelino Ricardo Moya, con dos cargos por abuso y corrupción de menores. Y el desfile por tribunales seguirá: los días 27 y 28 de junio será el proceso al cura Mario Gervasoni, mano derecha de Puiggari, en una causa que le abrió la Justicia por el delito de falso testimonio.  Fue por no haber contado todo lo que sabía cuando declaró como testigo en la causa Ilarraz. Y resta que avance el proceso al cura Hubeimar Rua, en Nogoyá, luego de que una víctima denunciara los abusos a los que fue sometido por ese sacerdote y también por Juan Diego Escobar Gaviria en la casa parroquial de Lucas González.

Marcelino Moya.

Mario Gervasoni, mano derecha de Puiggari.

¿Después de todos esos escándalos, qué hizo la Iglesia, además de golpearse el pecho, para evitar que los casos se repitan dentro de su rebaño?

José Francisco Dumoulin, exsacerdote, uno de los principales impulsores de la causa contra Ilarraz y Moya, es pesimista. «Hasta donde sé yo, todo sigue igual», dice.

«Cambió mucho», sostiene Fabián Schunk, denunciante del cura Ilarraz, exsacerdote. Y explica por qué: «La gente honesta espiritual e intelectual, que antes aceptaba ciertas ideas o principios como indiscutibles, hoy se los cuestiona. Aprendimos a distinguir y darnos cuenta que los sacerdotes no son infalibles, por más que se digan representantes de Dios. Aprendimos que la Iglesia es una institución de personas que son, ante todo, ciudadanos y no pueden estar exentas a la ley de una Nación. Aprendimos que no podemos confiar ciegamente lo más preciado de nuestras vidas, los hijos, a hombres o mujeres que escasamente conocemos, por más santos que parezcan. Aprendimos a ´decir´ nuestro dolor, a denunciar y a exigir justicia. Se descubrió la careta de la hipocresía, el discurso moralista, el dedo acusador cargado de culpa que filtraba un mosquito y se tragaba un camello, al decir de Jesús. Entonces, cuando se denuncia un delito, se logra justicia, y se castiga a los culpables. Indefectiblemente se construye una sociedad más justa, ése es el gran cambio. Queda, sin embargo, algo que en verdad no cambió, y es en relación a las víctimas y su vida después de la justicia. Las víctimas quedaron y quedan a la deriva, ni los culpables, ni los responsables se hacen cargo del daño continuo, no hay una aceptación real y concreta de las responsabilidades y una reparación justa del daño causado. Cuando digo reparación justa me refiero a dejar el discurso conformista para la tribuna y acompañar en el tratamiento de su sufrimiento a la víctima. Seguramente, esa es otra lucha que cada uno deberá ir dando desde su lugar, desde su palabra y no desde el silencio, porque también aprendimos que el silencio no es salud», asegura.

 

 

 

 

Foto: Arzobispado de Paraná

De la Redacción de Entre Ríos Ahora.