Por Julián Stoppello
La calle se parece. Si me detengo en el extremo sur y miro el túnel de plátanos que oculta el cielo, puedo hasta recuperar el olfato, atrofiado a través de los años por el sabor áspero de la nicotina. Tengo que mirar hacia arriba o de modo recto y general, porque si observo en dirección al suelo, a media altura o me detengo en detalles, la calle de los plátanos disiente con aquella que existe en la jaula rota de mi memoria.
Así, de un pantallazo, se parece, los árboles son los mismos, se tocan en lo alto, como un pasillo de almas que se enlazan por los dedos, esperando una pareja que atraviese el túnel, para volver a empezar. Como en una fiesta, común y corriente.
El sol ingresa de todos modos, a pesar de la espesura de las copas integradas, se mete con unos brazos de luz intensos, porosos, más visibles que en cualquier otra parte. Se ven por el contraste, apoyados con vigor en la calle de los plátanos, evitando que se derrumbe el día.
En la esquina sur yo huelo, en ráfagas tenues y discretas, las fragancias de esa vida que dejé, concurrida por días de mil horas o quizás por ese solo día lento que es la infancia y lo que vino después, siempre antes de la conciencia perforada por el final cantado que no percibía entonces.
Noto el cambio en las fachadas sin pena, me conmueve un poco más la ausencia de las baldosas viejas, grises, amarillas, rojas, azules, rotas, degastadas. Crecí mirando el piso, mientras intentaba llegar caminando al club con la pelota dominada, picando una y otra vez, entre mis pasos.
A mitad de cuadra, allá enfrente, del lado oeste salían a puertear las tres Marías: de polleras grises o negras, de blusas bordó, marrón, o sepia en días de calor. Las bocas pintadas de rojo intenso, los ojos claros, los tres pares de ojos claros, verdes como de arroyo, con sombras de un rímel violáceo y un saludo a los saltos en orden de ubicación: adiós, adiós, adiós.
Parecían una pintura de gitanas renegadas. La calle de los plátanos tiene una razón pictórica que nadie ha advertido.
En los atardeceres de verano bajaban las golondrinas, luego de recorrer el cielo en rutas precipitadas, de curvas y caídas, de vuelo detenido y cruces de bandadas. Antes de que anochezca, los pájaros ya se alojaban por cientos en los plátanos y en poco rato dejaban la cuadra con aspecto de gallinero y mucho olor a mierda. Se empecinaban en cagar con más fruición en determinados lugares, como eligiendo las veredas. Los amables vecinos probaban con cohetes, con veneno, con piedras, con pedidos de auxilio a la municipalidad, pero año tras otro las golondrinas llegaban a fines de septiembre para dar su espectáculo aéreo y después cagar fieramente la calle durante unos cinco meses. No había mucho qué hacer.
Mi casa estaba a mitad de cuadra, tenía una escalera al frente, un balcón con baranda de madera de un lado y una ventana con persianas casi siempre entornadas del otro. Mi padre se escapaba de la luz del día con la urgencia de un albino y mi madre ya no podía evitar la penumbra permanente en aquella casa: había muerto a los 39 años.
Tengo pocos recuerdos de entonces, como cualquiera a esa edad. Quién puede contar siete imágenes de su vida a los 5 años. Lo que insiste en quedarse y a veces escucho de noche son los ahogos de mi hermano. El llanto y la tos de Pablo, durante noches enteras, sin parar, como si quisiera soltar todo, hasta el último aliento entre los espasmos.
Yo lo miraba desde mi cama, que estaba en el otro extremo de la habitación. No sabía qué hacer. Mi padre, al principio, venía a nuestra pieza y se quedaba con él unos minutos, intentaba calmarlo, hasta que no podía más y le ganaba la rabia.
Finalmente, después de algunas noches imposibles, pidió ayuda a Isabel y Pablo se fue a dormir con ella, en su cama.
Isabel era una chica rubia, delgada, de nariz filosa, ojos turquesa y gestos duros, que por entonces habrá tenido 25 años. Venía de una aldea alemana y estudiaba un profesorado a pocas cuadras de casa. Vivía con nosotros, limpiaba, cocinaba, hacía las compras, se enojaba en alemán y a la noche recibía a Pablo en su cama. Parecía más fría que las sábanas Isabel, pero no se, a veces se sonrojaba.
Me quedé sólo en la habitación de los dos. No me salía llorar, pero sentía frío y cuando Pablo, finalmente, superó los ahogos, me perdía en el vacío. Era como si en el silencio absoluto de la casa me dejara helado y lejos, como un puntito en negro en una hoja en blanco. En una hoja en blanco perdida en el viento.
Lo que me salió entonces fue contarme los cuentos que me contaba mi madre, contarlos con mi voz, para mí, exactamente como me los acordaba. Así me dormía en algún momento de la noche. Entonces, a veces, mi voz era reemplazada por su voz. Ella me contaba el cuento de un pez que salía del río en el pico de una gaviota amiga que lo remontaba entre nubes para mirar el mundo desde arriba. Yo también miraba el mundo desde arriba, algo de mi casa, más arriba, mi cuadra, la calle de los plátanos, verdes, cerrados, como un colchón de hojas hermoso.
Después empezaba a caer y ella me decía que cantara: “La Virgen María es nuestra protectora nuestra redentora, nada hay que temer”. Y yo cantaba mientras caía, movía apenas los brazos y perdía el miedo.