Por Julián Stoppello

En su vida habitual, hasta lo que yo conocía en cierta distancia, mi hermano era un chico como cualquiera, si se quiere con un gesto más grave, subrayado por dos marcas: una tonalidad añosa que le envejecía la mirada y una mancha de vitiligo que le teñía de blanco una franja del cabello oscuro, casi como un zorrino de dibujo animado. En el club, le decían el Abuelo.
Pablo parecía casi siempre reconcentrado en sus planes, pero cuando actuaba era implacable. Así se había granjeado el respeto en el barrio. Tenía fama de loco a raíz de ciertos episodios, especialmente por la pelea con el Triste, en la perpendicular norte de la calle de los plátanos.
El Triste se llamaba Marcos Cabañas y era quizá el más poronga en la bandita del Crudo. Tenía un hermano mellizo de nombre Rafael y vivía detrás de la tintorería que sostenía su madre enlutada desde la guerra de Malvinas por un marido que regresó sin alma. Así decía ella cuando charlaba con alguien en lo de Geuna y agradecía a Dios que tenía a los mellizos que la ayudaban tanto en el negocio. Pero los mellizos eran unos rufianes, especialmente el Triste, apodado así por un gesto de congoja que reflejaba su rostro, como si estuviera siempre a punto de llorar. Cuando el Triste reía, el contraste de sus ojos congestionados con la sonrisa recta de dientes torcidos, provocaban una mueca cruel que daba miedo.
Sucedía que en Pablo el miedo activaba una furia animal desbordada y astuta. Era como la metáfora Hulk, pero en vez de crecer se empequeñecía y se deslizaba, como un demonio inalcanzable y dañino.
Fue así cuando el Triste se desprendió de su bandita para correr detrás de Isabel que caminaba junto a mi hermano por la vereda y le aplastó una bombucha en el culo con el único objeto de tocarla, de hundir su mano en ese trasero y violar la intimidad de ella sintiendo su redondez y un poco más también.
Isabel se dio vuelta y lo insultó, mientras el Triste se replegaba riéndose y escupiendo frases del tipo “¿querés otra?”. Pero ni Isabel ni el Triste repararon en Pablo, que salió corriendo en dirección al otro como si en realidad huyera de la policía o de un incendio.
Mi hermano saltó sobre él con agilidad felina y aunque el Triste era más grande y probablemente más fuerte, por más que forcejeó no pudo sacárselo de encima. Sus compañeros miraban de lejos, divertidos por la escena, seguros de que le escaramuza era fugaz y de que el Triste se quitaría a ese pobre pibe con dos piñas al vuelo.
Creían que estaba jugando con él, tirado en el piso y aullando como un perro herido. Pero la verdad era que mi hermano había hincado los dientes en una de las tetillas de su rival y lo sostenía con ferocidad, apretando cada vez más fuerte, inmovilizándolo por el dolor.
Cuando los demás comprendieron que el Triste no jugaba, corrieron hasta ahí y vieron como Pablo se desprendía de él y escupía a un lado el pedazo que había arrancado de su enemigo que ahora lloraba con el rostro desfigurado por el dolor y pedía auxilio a los gritos.
Desde entonces el Abuelo fue ese chico de la calle de los plátanos capaz de cualquier cosa al que mejor no hacer enojar, ni tener de enemigo.
Por lo demás era un alumno correcto en la escuela y un jugador de básquet sin gran talento pero con mucha energía y decisión. Lucía un aspecto taciturno y reflexivo, que nimbado por sus explosiones de violencia desproporcionada, lo habían ungido como un referente sombrío pero benévolo y amigable en el club.
El Abuelo era respetado por sus pares y la banda del Crudo lo miraba a distancia, con cuidado, pero calculando la oportunidad para vengar la cicatriz marcada en el pecho del Triste para siempre.