Conocí la casa de María en calle Zuviría. Tenía una pintura de Amanda Mayor que ocupaba buena parte del recibidor y una pieza en madera de casi dos metros se encargaba del resto. “Conserve la naturaleza, cómase un hombre”. El letrero te daba la bienvenida. Atrás había un fondo de inspiración selvática. Solo ella podía nombrar cada árbol y cada planta. Pero cuando María te contaba, daba ganas de aprender y recitar todo de memoria.
La empecé a llamar, por cualquier duda arbórea. “María, el arbolito que está al fondo en la plaza Leyes, ese que tiene tan lindo aroma, ¿qué caso es?”; “María ¿el pino inclinado de Plaza San Miguel nació ladeado o lo acostó una tormenta?”; “María, el lapacho blanco de Avenida de las Américas, ¿es el único que hay en la ciudad?”
Ella respondía todo. “No es Lapacho querido, es un kiri, un árbol japonés”. Y si le faltaba un dato, me invitaba, “vamos un día y me decís bien cuál es”. En el mientras tanto me enteraba de la existencia de una docena de árboles que no había escuchado en mi vida o más o menos.
Había publicado un trabajo indispensable sobre los árboles históricos de Paraná. Sabía el recorrido de memoria, entre las araucaria del Cementerio y ese Gomero gigante instalado en la casa donde había sido la primera Aduana de Paraná.

maria
María estuvo en la defensa del río cuando amenazaba el proyecto de represa del Paraná Medio, combatió las podas que descabezaban especies (“viste cómo quedó calle Brown mi´jito, qué espanto, por Dios”) y pasó algunos días de guardia, junto a sus alumnos, para que la Municipalidad no ultimara un alcanforero histórico en calle Moreno.
María era maestra. Y eso se notaba. Hay quienes te pueden convencer en dos minutos de que todo se puede aprender y medianamente rápido (porque no te vas a dar cuenta del tiempo): desde chino mandarín hasta los secretos de los átomos. Nada más necesitás el deseo o una maestra como María que te contagie.
Las personas encantadoras, las que transmiten más allá de lo que dicen, son aquellas que pueden olvidarse, por momentos, del lugar que ocupan, de cómo se ven, de cómo los miran. Pueden olvidarse de sí mismos porque en el mensaje, que va más allá de la voz, de las palabras, vibra la vida que quieren llevar y contar. Está ahí, es pura energía. Es ahora.
María está en el gesto de contarte los árboles de la ciudad que no sabes cómo se llaman y en el deseo por descubrir y aprender. En el mejor de los casos, también, en la energía que dispongas por defender sus monumentos vegetales.
María Lourde de Cura murió hace pocos días. Quién sabe qué será de su jardín desbordado y de sus árboles, sin la poeta que los conoce por nombre, aura, historia, apodo y textura.
Los vecinos la llamaban, con frecuencia, para contarle cosas o avisarle que estaban podando.
“Los acostumbré así –contaba ella- yo soy la cuida árboles”.

Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora.