El escritor paranaense -y ex basquetbolista- Ricardo Romero postea hoy en su perfil de facebook un texto que refleja lo que le pasa a miles de argentinos minutos después del final de una etapa increíble. El autor de La habitación del presidente, dice que la fiesta no termina “se transforma”. Lo que sigue es el texto completo de Romero: de íntima celebración, emotiva y entrañable, como todo lo que genera la generación dorada.
El básquet es nuestro deporte familiar. Lo jugó mi viejo, lo jugó mi hermano, lo jugué yo. Incluso fui entrenador de inferiores. Ver básquet me tranquiliza, me ampara.
En septiembre de 2002 recién había llegado a Buenos Aires, no tenía trabajo y no conocía nadie todavía. Me temblaban las patas, literalmente. Vivía en una pensión de San Telmo y vi todo el mundial de ese año con desconocidos que me miraban entre divertidos, extrañados e incluso temerosos. Corría, saltaba, me agarraba la cabeza, hacía contorsiones. El sentimiento era de incredulidad. El recuerdo perfecto es este: yo afónico, saltando, con el teléfono en la mano, después de que Argentina le ganara por primera vez a una selección estadounidense de la NBA. Del otro lado del tubo mi viejo y mi hermano, a 600 kilómetros de distancia, tan incrédulos, afónicos, agotados y felices como yo. No lo podíamos creer. En esas semanas, vimos el mejor básquet de nuestra vida.
A partir de ahí, seguirlos fue una fiesta. La bronca en la final ante los yugoslavos, con ese foul no cobrado. El placer de la revancha en Grecia 2004, otra vez ganarles a los yanquis y la medalla dorada. Y después el baile a Lituania en 2008 por la de bronce, con todos lesionados y furiosos. Una fiesta, una fiesta como debe ser, con dolores y todo: el triple que no fue en el mundial 2006, la derrota con Rusia por la de bronce en 2012. Y entre todas estas cosas, el Preolímpico en Mar del Plata. Mi hermano, mi viejo y yo fuimos a verlos. Tres hermosos días en Mar del Plata compartiendo ese fervor. Mate en la playa, vinos varios entre mariscos, y esa cancha que era una caldera como la de anoche, cuando el Manu y el Chapu dijeron basta.
Y en el medio de todo esto, ver cómo estos tipos crecían. Acertaban, se equivocaban, se lastimaban, triunfaban. Todo con orgullo y honestidad.
Que lo tiró, qué lindo.
Anoche perdimos por goleada, pero eso es lo de menos. Los yanquis en el banco de suplentes miraban las tribunas y no entendían nada. ¿Qué festeja esta gente? ¿Por qué sonríen? Desde mi casa, al igual que mi hermano, que mi viejo y que miles de argentinos, cantábamos, saltábamos y sonreíamos también. ¿Por qué? Porque eso se hace en una fiesta, caramba. Hasta que los ojos se te llenen de lágrimas.
Gracias, muchachos. Verlos jugar ha sido un amparo y lo seguirá siendo. La fiesta no termina. Se transforma.