• Por Virginia Serotkin Molinas (*)

Marisol fue mi compañera de escuela desde la primaria; Débora, desde el secundario. Ambas, a la vida, la han peleado contra viento y marea. Son sostén de hogar de varios gurises hermosos y nunca, jamás, han tenido en sus manos guita que no fuera del laburo.

Mari trabaja de maestranza en una escuela para chicos no videntes, en Santa Fe. Eso apenas alcanza para sostener una casa, así que hace más que muchísimos años trabaja todas las noches (y madrugadas los findes y feriados) en el carribar de su hermano, que está en una de las esquinas más chetas del boulevard Gálvez santafesino. Todo pibe y piba que sale de los boliches alguna vez comió las hamburguesas que Marisol, Débora y varios más venden en el carri.

Cristian, el hermano de Marisol, fue sumando más carris en la ciudad, dando laburo hoy a casi cincuenta personas. En este mes no hubo un día que el celu no le sonara a Cristian, con whatsapps de alguien de esas cincuenta familias preguntando qué hacían, cuándo volvían a trabajar, cuándo habilitaban permisos para vender desde casa al menos… algo. Familias sin otro ingreso. Familias que más que al coronavirus le iban teniendo más y más miedo a la olla vacía.

La semana pasada lograron acomodarse para trabajar desde casas y vender por envíos. Compartí en este muro el flyer que armamos los compañeros del secundario para dar una mano y difundir. Mari, contenta, le metía a la cocina.

“Necesitamos trabajar, Vir, no hay otra salida para nosotros”, me respondió cuando le pregunté si había accedido al menos a la ayuda de 10 mil pesos del gobierno, luego de una obvia negativa.

El lunes, Mari logró el permiso (luego de días de tramitarlo) para ir un rato a limpiar el carri, que desde el 19 de marzo apenas habían podido vaciar de comestibles y cerrarlo. Llegó pasado el mediodía de la calurosa siesta santafesina y el estupor la dejó helada: saqueado por completo.

En Boulebard y Rivadavia. Plenísimo centro. Saqueado. Seis garrafas, todos los electrodomésticos, el plasma, todos los utensilios… saqueado. Mientras, desesperada, evaluaba los daños y llamaba a Cristian, llegó la Policía.

Al ver a Mari la atajaron con esta frase: “Te vimos por las cámaras, ¿qué pensás?, ¿ponerte a vender?, ¿con qué permiso? Desde que llegaste, cuatro vecinos ya te denunciaron”.

Posta.

Cuatro vecinos y la Policía vieron a Marisol que llegó al carri.

Cuatro denunciaron y la última actuó. Con la presencia de Mari, con la de los ladrones, no. Nada.

Cristian, Mari, Débora y 47 familias más están destrozadas. Y anoche tomaron pedidos. Y laburaron hasta quién sabe qué hora. Y así seguirán, porque no conocen otra manera. Ellos no.

 “Estoy seguro que a casi todos los que robaron les hemos regalado hamburguesas al verlos por acá sin destino”, dijo Cristian, entrevistado por una radio local. Y seguro que sí.

A mí me quedó retumbando la gorra de esos cuatro vecinos, la gorra policial también.

Esos ojos y cámaras que vieron y actuaron frente a un trabajador sin saber el peso de este mes sobre sus espaldas.

Nada, eso.

Quería narrarlo porque me quedó atragantado el dolor de Mari. Y por si alguien lee estas líneas y quiere entrarle a unas papas ricas, que los llame, que están trabajando. Que en sus manos está la comida de muchas familias que no la están pasando bien. Familias víctimas esta vez del pobres contra pobres. Familias laburantes.

Eso.

(*) Virginia Serotkin Molinas es fotógrafa y editora del blog La Lucha en la Calle.