Anabella no registró fechas. No las recuerda. Parte de esa memoria anclada en días con nombre y apellido fue barrida como por una escobita de sauce que difuminó las pisadas en la arena. Quizás fue el golpe brutal de las ausencias: un piedrazo en la imagen tan habitual del espejo. Su papá murió antes de que ella pudiera conocerlo. Su mamá a los 42 años. No recuerda fechas, sí el ruido. Anabella nació en Diamante, se crió en el barrio de Palermo en Buenos Aires y vino a vivir a Paraná a los 18 años.
“Si te cuento parece un tango, pero siempre encontramos gente buena, que nos quiso. Yo creo que hay dos caminos: o vivís con el dolor encima o lo procesas de otra manera, yo no me quejo y corro con ventaja porque conozco lo que es el dolor, eso te ayuda a ser más comprensiva con el otro”, dice ahora, en el segundo piso de un café del centro. Es media mañana y la ciudad tiene el trajín ligero de los viernes. Ella desayuna un café con leche con dos medias lunas dulces.
Anabella Albornoz tiene 36 años, hace 16 que trabaja en Telecom y es la fundadora de una ONG que se llama Suma de Voluntades. Tiene un hijito de 4 años: Indio.
Cada sábado, con Suma de Voluntades le dan de comer a 300 chicos de los barrios San Martín y Antártida Argentina. Todos los días le sirven la merienda a esos gurises y de lunes a lunes realizan recorridas por la ciudad para ofrecer abrigo y un plato de comida caliente a las personas que viven y duermen en la calle. En algún momento, construyeron siete casas de pallets en el Volcadero y es habitual las campañas para conseguir regalos a los chicos del barrio en Navidad.
Ella dice que lo que vale, de todos modos, es otra cosa. “Tenemos nuestros propio significado de la solidaridad: mirar a la cara, tender una mano, un abrazo. Con el correr del tiempo empecé a descubrir qué es ser solidario”.
Ella es una cara y un nombre frecuente en los medios de comunicación. La ONG tiene su imagen como emblema. Anabella va a los medios, cuenta lo que están haciendo y recibe voluntarios, incorpora gente que quiere hacer algo por causas claras, como la de Suma. Así nombra ella la ONG: Suma.
El origen fue una tristeza honda. Pero también hay un legado de por medio. Victoria Albornoz, la mamá de Anabella, era dirigente social y militante radical. Trabajó para el gobierno de Raúl Alfonsín y pasó mucho de su tiempo en las zonas más pobres del gran Buenos Aires. Ella recuerda que perdía a su mamá por muchas horas, que se la “robaban”, ahora entiende que “encontrarte con el otro te cambia la vida”.
Cuando vino a Paraná se inscribió en comunicación social aunque en realidad quería estudiar filosofía. De la facultad se llevó una marca de Pablo Yulita. “Tuve lindas experiencias con él, en un examen, como pregunta final, me pidió que le dijese como se preparaba una milanesa. Y yo le dije, pero me decía que no, que le faltaba un condimento. Y yo que no, que así la preparaban en casa. No me aprobó. Lo que me faltaba decir era amor. Las milanesas se preparan con amor”.
El cáncer fue detectado una semana antes de la muerte de Victoria Albornoz. Anabella ya había comenzado a trabajar. Estaban, junto a su hermana, solas y lejos de cualquier parte. Paraná no había resultado un lugar sencillo.
“Tenía una vida perfecta y un día me levanté y tuve que empezar de vuelta”, resume.
Anabella volvió a empezar, con el trabajo, las rutinas. La vida que hacemos todos los días. Formó pareja, quiso ser madre y entonces, otra vez, asomó una dificultad. No conseguía quedar embarazada. Asediada por la tristeza se le dio por visitar el Hogar Rivadavia. Buscaba una ventana.
“Conocí unas nenas y me enamoré, vi tanto dolor, tanta desesperación en ese lugar. Les propuse a los compañeros de laburo juntar plata y festejarles los cumpleaños, estar con ellos. No busqué que se formara todo esto. Realmente no lo hacía por el otro, lo hacía por mí. A veces, hasta de sentimientos malos, salen cosas buenas”, piensa y dice ahora.
La historia de la llegada de Indio, en sí misma, es un capítulo potente de esta historia, que tiene al padre Ignacio Peries entre los protagonistas. Ella cree en el cura, en su carisma y su poder de sanación. Y el cura le anticipó que lo que parecía imposible, iba a suceder. Y no solo eso, cuando ella fue a agradecer el milagro, el cura la vio y le dijo “viste que te dije”. No tenía panza Anabella, no tenía el cura modo de saber que Indio venía en camino.
Entre las primeras actividades organizadas con los compañeros de trabajo, conoció el Volcadero, habían ido a llevar donaciones al barrio San Martín. Las cosas volvieron a cambiar. “Conocí mi lugar en el mundo, gente que lo da todo en su aparente miseria”.
A los tres años del inicio, la ONG se diluía por falta de voluntarios. Anabella andaba sola, apenas acompañada por la abogada Alejandra Barón. Entre las dos, de a poco, lograron resurgir el proyecto. Hoy son más de 70 los voluntarios. Con el trabajo de la gente que se incorpora -muchos adolescentes- y el aporte de empresas, negocios y lo que la ONG puede recaudar solicitando ayudas, le dan merienda a 300 gurises y el almuerzo de los sábados. También siguen con las recorridas nocturnas, más allá de que haya aflojado el frío. Anabella ve esa cara de la ciudad que la mayoría desconoce o prefiere no ver. En las noches más hostiles de invierno, dice, llegaron a contar 25 personas durmiendo en la puerta del Hospital San Martín.
“Ves gente herida y hasta que esas heridas no se cierren no vas a lograr que salgan de ese lugar”, dice y ese lugar, en rigor, es la intemperie. Desde Suma de Voluntades insisten y reclaman por un refugio, pero con asistencia terapéutica y un apoyo sostenido para la gente en situación de calle.
Más allá de lo que pueda hacer o no el Estado, dice Anabella, se trata de “levantar la mirada”. Eso. “Si cada uno desde su lugar empieza a levantar la mirada, puede hacer algo, desde el lugar que sea, puede hacer algo”.
Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora