En mi casa, se leía «El Diario».
El canilla lo tiraba por debajo de la puerta los fines de semana y de lunes a viernes papá lo traía de la oficina. Cuando asomó «Análisis», mi viejo podía hacer un comentario sobre alguna denuncia de la revista, pero nunca la vi físicamente en casa.
No la compraba, aunque la leía. La resonancia de un nuevo diario en la ciudad, cuando surgió «Hora Cero», en mi barrio tuvo una repercusión familiar al nombre: cero. Todos seguían con «El Diario», como si nada. En mi barrio el radicalismo perdió, por primera vez en la historia, en la elección de 2003 de la mano de Leopoldo Moreau, por si sirve de algo la referencia.
Por esa misma razón, de La Madriguera del Conejo Blanco recién supe cuando conocí, en carne y hueso, a uno de sus escribas. Fue una revelación: el tipo participaba de una revista, le publicaban sus textos y los firmaba con nombre y apellido. Tenía 15 años. Quién podía hacer semejante cosa: publicar un texto en serio de un pibe de 15 años que se llamaba Lucas y era dirigente estudiantil. La Madriguera del Conejo Blanco, ellos podían.
En la faceta más luminosa y, a la vez, desbarrancada de los 90´, La Madriguera se escapaba de los éxitos para contar otra cosa en un lugar que, contra todos los augurios de fiesta, se ensombrecía. El resultado de la revista, me llegó con más nitidez cuando el hermano de un compañero de colegio me comentó una nota: una nota de Lucas. Me habló de la revista con entusiasmo, le gustaba en serio, de verdad. No era concordante con el tiempo, parecía que no, parecía un extravío La Madriguera del Conejo Blanco.
Duró poco más de un año, sin embargo dejó algo dando vueltas por ahí, además de resultar una auténtica guarida para escritores, dibujantes y periodistas. Casi una incubadora.
Daniel Enz ya había probado un suplemento joven para «Análisis», que hacían entre Marcela Pautasso, Luz Alcain y Nicolás Bachetti. Se llamaba La Tribu. Insistió cuando Fabiola Claret llegó a la revista, como la mayoría de los aspirantes, a internarse en la aventura editorial que tantas maravillosas y lúcidas promesas tenía para ofrecer.
“Empezó como un desafío del Ruso (Enz), obviamente, yo fui a pedir trabajo y me tiró con eso: hacé un suplemento para jóvenes, creo que tenía 24 años. Había que pensar de cero, nombre, idea, crearla toda”, se acuerda Fabiola Claret y piensa, todavía lo cree así, que “el nombre tenía algo de magia” y provenía, claro, del cuento de Alicia, pero lo más importante “era generar un espacio, un lugar de encuentro donde pasaran cosas diferentes, inesperadas”.
Eso sucedió.
El 4 de noviembre de 1993 salió la primera edición de la revista. Se fueron sumando plumas, autores, dibujos, interesados. La Madriguera ponía un pie en lo que pasaba en el rock local, donde en efecto pasaban cosas (Ojo Psicótico, Velada Paqueta, Sudaca, Verde Líquido, Hot Dogs) y para diferentes gustos. Pero también se instalaba en terreno de la literatura y lo hacía con autores que se plantaban como escritores: Selva Almada, Lucas Carrasco, Silvio Godoy, Claudio Cañete. También participaron Nazareth Sotera, Paula Ramat, Gabriel Farber, Alejandro Abero. Los fotógrafos Miguel Werner y Pablo Merlo.
La Madriguera del Conejo Blanco se mudó, con Enz, de «Análisis» a «Hora Cero» en el 94. Se acortó el nombre a La Madriguera, cambió formato, sumó a Maxi Sanguinetti y a Jaimo y eligió un tema por número para disparar hacia las ideas y el imaginario de cada autor.
“En el diario ya nos pusimos a laburan más profesionalmente. Elegíamos un tema y todos escribíamos de lo mismo, como nota central, pero con total libertad”, recuerda Claret.
Sida, medios, música, educación, eran algunos de los disparadores. La empresa, claro, ya tenía otros temas en mente que se resumía en sacar fotos sociales los viernes por la noche y vender la publicidad al dueño del boliche.
La Madriguera se fue extinguiendo, pero antes de eso, provocó una auténtica proclama artística: las bandas de rock se reunieron en El Consulado Bar –Güemes y Liniers- y con una escenografía revestida por todas las tapas de La Madriguera (24 en total), se hizo un recital en homenaje a la revista, en una suerte de vigila en favor de su permanencia.
“Las tapas eran hermosas, raras, surrealistas”, dice Fabiola.
La Madriguera se fue igual, quedó atrás. Pero vinieron otras, distintas, ya instaladas en la época aunque sea para despreciarla, y aquellos escribas que dejaban de soñar con el toro y se le plantaban en frente, supieron ahí, tal vez por primera vez, que valía la pena hacerlo.
Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora