Por Maximiliano Hilarza (*)
Muchas veces, a lo largo de los años, le preguntan a uno, si pudieras regresar el tiempo atrás ¿a qué edad
volverías?
La mayoría regresaría con seguridad a aquellos momentos donde fueron más felices, recordando una
novia, hijos, lugares, etapas maravillosas en sus vidas.
Otras lo harían con melancolía, con la intención de poder volver el tiempo atrás y cambiar algo que
modificó el transcurso de su historia, por arrepentimiento, culpas o simplemente por una decisión mal
tomada.
Qué difícil pregunta ha sido para mí todos estos años en que me pregunté lo mismo.
No por el hecho de saber que volvería a los 13 años, sino de entender, ¿qué hubiera podido cambiar
siendo un niño aquel hecho tan doloroso que marcó mi vida?
Pero el tiempo pasa, y uno siempre regresa hacia al pasado y lo hacemos mediante los recuerdos, nos
alegramos en lo buenos momentos y nuestro cuerpo lo expresa en una sonrisa de alegría, o con una
mueca de tristeza cuando se nos viene a la cabeza un triste recuerdo.
Pero no se puede cambiar nada, lo que hicimos, o lo que nos hicieron.
Ese niño de trece años aún me sigue acompañando hoy a los 40, a lo largo de todos estos años, los
recuerdos buenos y malos, una máquina del tiempo.
Es cierto que quizás mi vida pudo haber sido diferente. Cuando era chico, soñaba con ser bombero,
después futbolista, estrella de rock, y un día desperté queriendo ser sacerdote.
No entendía el porqué, sólo sentí el llamado a la vocación.
No fui bombero, pero sí un gran jugador de fútbol; no llegué a ser estrella de rock, pero sí de grande fui
bajista en un grupo de punk rock; no fui sacerdote, pero llegué a ser abusado por uno.
A los trece, un día, el llamado se cortó.
Para entonces, no tenía más sueños, sólo pesadillas.
Mientras crecía me llevaba el mundo por delante, ya no quería una profesión, sólo la máquina del
tiempo: volver a ese momento en que comenzó a destruir aquellos sueños.
Fui creciendo, se me cayó el pelo. Se los llevaron los nervios.
Apareció el silencio, había mucho oxígeno en el planeta, pero no podía respirarlo, la desesperación se
convirtió en asma.
Aparecieron los miedos, los fantasmas, las sombras negras que en las noches me hacían despertar a los
gritos y que en mi inconsciente disfrazaban una sotana.
Solía escuchar sus pasos haciendo sus rondas a la medianoche.
Entonces me di cuenta que seguía trayendo al presente a aquel niño de trece años y no supe cómo lidiar
con él, pues, quien corrompió mi infancia, merodeaba por mi casa.
Conviví, lo llevé conmigo a todos lados, me hice amigo de él, en las buenas y en las malas.
Lloramos juntos, reímos, y nos desangramos juntos, tuvimos éxitos, también demasiados fracasos.
Una vez, me dijeron de niño, «quien ama no daña»; pero también me dijeron, «eres mi mejor amigo, que
quede en secreto».
Desde entonces lo llevo conmigo, lo escondí por muchos años sumido al silencio, quizás demasiado, tal
vez unos 20.
Tan antisocial como yo, tan callado como yo, tan solitario y apesadumbrado como yo, por eso siempre
nos llevamos bien y nuestra amistad, duro muchísimo tiempo.
Hasta que un día nos peleamos, empezamos a tener opiniones diferentes, y yo estaba grande para eso.
Discutimos, nos gritamos, nos dijimos cosas de las que ya no había vuelta atrás, la amistad se había
acabado.
Me sentí libre, y me di cuenta que no estaba solo, que el dolor y la tristeza, por lo perdido, siempre iba
estar conmigo, pero era necesario luchar contra esa pérdida.
Empecé a hablar de mi amigo con otros que me dieron aliento, me di cuenta tarde que pagué un precio
muy caro por tanto silencio.
No dejo de pensar en él, ni en todo lo que vivimos juntos. No hay día que no lo recuerde, pero ya desde
otra perspectiva.
En ese entonces no tenía culpa de lo que me hicieron, de grande, lo que nos hicieron.
Hoy nos juntamos a hablar de nuevo, y me despedí de él, pero de él tengo los mejores y peores
recuerdos.
Las heridas del cuerpo sanan, las del alma quedan para toda la vida.
(*) Sobreviviente y denunciante del cura Justo José Ilarraz.