Ahí estábamos los tres, subiendo en ascensor hasta el octavo piso del Mayorazgo, mirándonos los detalles entre los espejos para ver si todo estaba en orden.
Nos dejamos estar y como la indecisión provoca una inquietud de precipicio en mi hermano, resolvió por nosotros. Él necesita programar las cosas. Y ahí estábamos: en el ascensor, con los espejos vigilantes y un orificio vertical estirándose en el vientre.
Veníamos de otra parte. De otra clase de festejos, sobre todo en Nochebuena. La de casa siempre había sido una mesa corta. A veces, creo yo, por esa razón salíamos a comer afuera, pero en un restaurante mediano, al borde del centro.
Reservábamos en El Luisito y comíamos rodeados de gente que trataba de pasar la noche como si nada. Era una convención de mesas cortas, pero nosotros la pasábamos bien en El Luisito, conversábamos fácil y mi viejo tenía un humor sereno cuando se olvidaba de todo, tomaba dos vasos de vino y te hacía reír.
Otras veces se sumaba tío Toto y estaba bueno porque tío Toto sabía contar historias. Era un hombre gordo, de casi 1,90 mts, que andaba en un falcón y tenía la voz más grave que Eduardo Aliverti pero sin exagerar. Decía la palabra verdad cada dos minutos, lo cual de alguna manera anticipaba que tío Toto era afecto a la exageración. Y la usaba para contar historias de cuando era empleado de la fábrica de Portland.
Pero esa noche no estábamos los cinco de siempre -o los seis con tío Toto- en el Luisito, esperando que sean las 12 para intercambiar regalos. Éramos tres, nosotros tres en un viaje de ascensor, silencioso y embotado, como si en vez de subir estuviéramos bajando a nado hasta tocar el suelo de la pileta con las manos.
Antes todavía, ya cuando aflojaba un poco el sol, mi vieja nos empezaba a seguir por la casa para que nos apuremos de una vez, que papá estaba nervioso, que ya se hacía tarde, que teníamos que ir: sí o sí. Había que visitar a la abuela el 24 de diciembre y escuchar de su boca que elegía no venir a nuestra mesa en Nochebuena.
Doña María estaba en un geriátrico que cambiaba de lugar, pero no de aspecto: entrabas a un pasillo donde veías algunos viejos quietos y ausentes, de camino al patio se oían quejas lánguidas que provenían de las habitaciones en penumbras y seguro te revolvía la panza el aire denso del geriátrico, que llevaba encima olor a comida, remedios y humedad. Todo revuelto entre sábanas sucias.
La abuela estaba sentada, a veces, en el patio, con un batón azul de florcitas blancas, que podría haber sido un quimono, pero no. La abuela era flaquita y filosa, sobre todo filosa y malhumorada. En realidad tenía un humor de mierda y trataba de contagiar. Lo conseguía casi siempre con su único hijo.
Papá le llevaba alfajores de maizena de Las Margaritas, mamá se encargaba del pan dulce para compartir entre todos y la sidra para los enfermeros. La abuela miraba nuestra escena de llegada con desdén o bronca. Después, sin perder mucho tiempo, anunciaba su muerte. No podía tragar, ni siquiera los alfajores de maizena. Se rascaba la garganta. “No me pasa, no me pasa por acá”, decía.
La vejez le perdonaba la mirada a la abuela y quedaba temblando en sus pupilas una rabia sostenida como pequeñas olas de un río oscuro. Luego de una hora de silencios largos en el geriátrico y de que mi madre intentara disimular la imposible comunicación entre a abuela y su hijo, de puros silencios acusatorios, volvíamos a casa.
Más o menos dos horas más tarde, tras manguerear las baldosas del patio, fumar dos o tres Jockey mirando las golondrinas que descendían como una lluvia parda e inclinada que moría en los plátanos de Palma, mi viejo remontaba el peso de su ánimo. Más allá del carácter de siempre ¿no? –podía decir mamá- Doña María está de lo más bien.
La visita a la abuela era parte del equilibrio universal: el precio que teníamos que pagar para una noche feliz en casa. Feliz y tranquila, en nuestra mesa corta.
Pero. Se murió tío Toto, se murió la abuela, se casó mi hermana, se enfermó papá.
No se cómo sucedió, yo me preguntaba eso mientras subíamos el ascensor de un hotel lujoso, con mi mamá y mi hermano. Llegamos, para peor, bastante tarde y casi todas las mesas estaban llenas.
Los cachengues de un grupo de músicos en vivo retumbaban de soledad más aún que la vista amplísima de la noche colgada atrás de los ventanales como un decorado berreta.
No sabíamos el sistema: era peor de lo que pensábamos, nosotros tres compartíamos una mesa de 12. Por primera vez doblábamos nuestro número de concurrentes habituales en Nochebuena, pero con nueve desconocidos. Nos mirábamos y no sabíamos qué decir. De modo muy sensato decidí apurar el vino. Mi hermano charlaba con una señora que le tocó de vecina y parecía de lo más entusiasmada: en menos de cinco minutos ya había hablado mal de su ex marido y muy bien de su negocio y de un barco atracado en la costa que se podría ver desde ahí mismo a la luz del día. Mamá movía las manos sobre la mesa y tarareaba los segundos antes de salir a fumar. Yo creo que se hubiese pasado la noche, si por ella fuera, fumando en la vereda para subir recién a la hora del helado.
La mesa corta se había extinguido.
Los que quedábamos, estábamos diluidos en un equipo de extraños que iban levantando el volumen a medida que se emborrachaban. No se estaba mal después de todo, con una copa de champagne en la mano, mirando las detonaciones del cielo después de las 12.
Yo no sabía qué iba a suceder. No sabíamos qué podía suceder.
Después vinieron otras mesas, pero ya había cambiado todo desde que subimos al ascensor como si no supiéramos hacer otra cosa más que huir a un lugar muy alto y obnubilado, esa primera vez que papá nos dejaba solos y sin mesa propia.
Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora