Si la muerte es el nido de todos los miedos, la amenaza de una muerte temprana inspira un terror paralítico. En la cultura chaná, en cambio, no tiene importancia alguna. Así lo explica Blas Jaime, el último chaná parlante en lengua originaria. Una médica argentina, ordenada monja therovada en Tailandia, dejó de luchar con la muerte y vivió la experiencia de una comunidad de niños que agonizaban en silencio. Dos historias sobre personas que se asoman a la finitud sin el ahogo del pánico, aún si se trata de una muerte niña.
El documento nacional de identidad de Blas Jaime indica que nació hace 85 años, en El Pueblito, Departamento de Nogoyá, en Entre Ríos, pero de acuerdo la cultura de su pueblo y el conteo de 11 lunas por ciclo, tiene 101 años. Es el último chaná parlante. El guarda memoria. Su destino, en realidad, era otro: cacique y curandero.
“Yo era chiquito y me tenían que saludar con una inclinación de cabeza”, dice Jaime en una de las salas del Museo de Ciencias Naturales y Antropológicas “Antonio Serrano”, en Paraná, donde hace más de diez años, cada sábado por la mañana, enseña una parte de lo que aprendió de su madre: lengua y cultura chaná.
Son mujeres las destinadas a conservar la memoria del pueblo, pero las muertes de sus dos hermanas menores no ofrecieron alternativa. “Mi madre me pidió permiso para enseñarme y yo acepté. Por más de 13 años, todos los días, me fue contando y enseñando”. La diferencia de Blas Jaime con sus antecesores es la exposición de ese origen: la transmisión, en tiempos anteriores, se producía a escondidas y solo se hablaba del legado ancestral en casa. Hacerlo extensivo, difundirlo, era garantía de desprecio. Aumentar la lupa de la incomprensión.
Blas Jaime escribió un diccionario de cultura chaná, inspiró documentales y es invitado a ofrecer conferencias en distintos puntos del país. Vaya donde vaya, está preparado para su final, porque los chaná, antes que nada –dice- son guerreros.
“El miedo no existe para nosotros, las cosas que van a pasar, van a pasar. La muerte es indiferente”, define. Blas Jaime se levanta el abrigo, descuelga la camisa apretada en el pantalón y desnuda el mango de un cuchillo.
En 1955 se alistó como voluntario en las tropas leales al gobierno de Juan Domingo Perón, pero el transporte que salía rumbo a Buenos Aires, frente a la aceleración del desenlace, nunca partió. En 1967 se inscribió para luchar por Israel en la guerra de los 6 días y tampoco tuvo oportunidad de viajar y entrar en acción. Lo hizo, sí, al ser víctima de un asalto muy cerca de su casa, en Paraná. Se defendió a los tiros y de recuerdo tiene la cicatriz de un balazo debajo de la axila derecha.
“Es un orgullo morir, morir peleando”, dice Jaime y se detiene en las ceremonias mortuorias de su pueblo, ceremonias que nunca pudo ver, ceremonias contadas. Las cicatrices de los guerreros eran resaltadas en rojo con la tintura de la flor de ceibo y las de las mujeres guerreras, en blanco, con aceite de huevo de tortuga. Los dioses debían ver.
“La muerte para nosotros es normal, natural, nadie llora, no se llora por los muertos, no somos los dueños de la vida”.
El pueblo chaná no nombra a sus niños cuando nacen, sino recién cuando pueden expresar alguna singularidad. Algo que los distinga. “Sus cualidades”, resume Jaime. Tampoco había llantos por la muerte temprana. Los cuerpos eran dispuestos sobre una cuna de junco que se recostaba en las ramas más alta de los árboles para facilitar el viaje. Luego de cinco lunas, ya sin piel ni carne por el asedio de predadores, se enterraban los huesos en una urna de barro.
Y eso era todo.
Las almas de los niños chaná viajan, también, al caserío de estrellas. Solo necesitan un poco de ayuda.
Niños
La práctica le indicaba claramente: si en 20 minutos de ejercicio de rehabilitación cardiopulmonar no se produce reacción, ya no hay nada por hacer.
Diana Álvarez seguía masajeando el pecho del niño. Un bebé de meses, síndrome de down, con una cardiopatía compleja. Necesitaba revivirlo, lo había conseguido en otros casos. Insistiendo por más de una hora el corazón podía volver a latir, aunque solo fuera por un tiempo, algunos días. Esa vez no hubo caso. Las enfermeras preguntaban para qué seguir, pero recién cuando tiró la toalla pudo ver los efectos de su pelea contra la muerte.
“Cuando le haces masajes a un bebé por tanto tiempo, se rompen costillas. Entra aire por los resquicios de la piel. Lo vi muerto, tenía moretones en el pechito y yo era muy cuidadosa, pero luego de masajear más de una hora… le vi enfisemas en el cuello, vi cosas en la criatura y me pregunté por qué los padres se tenían que llevar el cuerpo de un chiquito con signos de sufrimiento. Ahí empecé a ver las cosas de otra manera”, recuerda.
Diana estudió medicina en la Universidad Nacional de Rosario, hizo las prácticas en el Hospital Centenario y se especializó en cardiología infantil en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid. Durante tres años se formó en los mejores nosocomios de Europa a través de una red de intercambios que le permitieron trabajar en el Hospital Necker de Paris y en Cambridge.
Tenía posibilidades de seguir su carrera junto a profesionales de prestigio y en sistemas de salud avanzados y de alta complejidad, pero desistió de emigrar definitivamente y volvió a la Argentina. En un reencuentro con compañeros de estudio, en Paraná, durante un fin de semana largo, surgió una propuesta para incorporarse al Hospital Materno Infantil San Roque de esa ciudad y la tomó. Pensaba que en una ciudad pequeña podía trabajar y tener, además, una vida tranquila.
Había elegido la medicina enamorada de un profesor médico de la secundaria y, ya en el último tramo de la carrera, se inclinó por cardiología infantil observando los desafíos que presentaba la especialidad. No había modo de aburrirse o aplicar la profesión como una receta corriente. Lo que no tuvo en cuenta en ese momento fue la batalla por delante.
“El trabajo me enfrentó bruscamente con la muerte, veía neonatos, bebés con cardiopatías de los que sobreviven un 10%. Uno se tiene que preparar para la muerte y yo no estaba preparada para eso”, dice Diana.
Todavía se recuerda con un niño, en la sala de oncología, unos minutos antes de ingresarlo a una operación. Las perspectivas no eran malas, sin embargo el chico le hizo un pedido que ella concedió porque estaba relativamente tranquila. No era nada difícil después de todo. “Acompañame afuera a ver el sol”, había dicho el niño.
“El sentía que se iba a morir. Yo lo acompañé a ver el sol y él murió después de la intervención”.
En un viaje a Barcelona, en medio de una crisis personal, de una insatisfacción sin fondo a pesar de los avances profesionales, asistió a un retiro de un lama budista. El tema del encuentro era la preparación espiritual para el momento de la muerte.
“El problema de la muerte me puso en contacto con el budismo, no soportaba que un paciente se me muriera. Me formaron así, la muerte no se trabaja en la facultad, tenés que buscar vos por tu cuenta. Se plantea como un enemigo, tenés que estar peleando y en esa pelea muchas veces sufre el paciente. Hay que aprender en qué momento no hacer nada más”.
De regreso al trabajo, resolvió hacer de otro modo. En situaciones críticas, hablaba con los padres, explicaba despacio las consecuencias de cada intervención y ofrecía acompañamiento para aceptar el desenlace.
“El ciento por ciento de los padres tuvieron la actitud de acompañar a los niños y no intervenir en situaciones que ya estaban dadas, sino hubiera hecho ese trabajo personal nunca hubiese podido. Ya no era una enemiga de la muerte”.
Se había formado en un colegio italiano bilingüe en Rosario, también aprendió inglés y francés. Antes de viajar a Asia, en 2006, dominaba bastante bien el Pali, la lengua utilizada para comprender y traducir textos budistas. No era lo que había planificado para un viaje exploratorio, pero a los pocos meses de ingresar a un monasterio, se ordenó como monja theravada, la versión más apegada al budismo tradicional.
La experiencia monástica duró un año. Incómoda por la diferencia de jerarquías entre varones y mujeres, siguió viaje a Malasia, realizó un máster en estudios budistas y se incorporó como médica occidental a Than Hasiang Temple, una fundación que promueve la educación budista, el bienestar y el cultivo basados en una convicción que se puede leer en su web oficial con esta traducción: «Los jóvenes que aprenden, los fuertes y sanos para servir, los ancianos y los enfermos a ser atendidos, los difuntos para encontrar un destino espiritual».
Viajaban por distintos países de Asia para brindar servicio con la organización. Compartía el trabajo con médicos de otras tradiciones y aprendía sobre acupuntura y medicina china. Capturaba en su mente todo lo que podía, observaba los resultados y vivía la experiencia de entrar en contacto con la muerte pero sin pena ni desesperación.
Hay un recuerdo, en particular, del que guarda registro audiovisual aunque no los necesite para repasar cada una de las escenas presenciadas en el silencio absoluto de un monasterio de Tailandia, habitado solamente por un monje y niños condenados. Eran chicos solos, nacidos con el virus del HIV adentro. Los padres habían muerto o los habían rechazado, entonces el monje los recogía en la calle y los cuidaba hasta el final. No pasaba demasiado tiempo.
“Era hermoso ver como el monje hacía que todos cuidaran al que estaba agonizando, los mismos nenes estaban alrededor. Meditaban deseando que no tenga sufrimiento y eso se hacía alrededor del chico, le acariciaban la mano, lo acompañaban y cuando el pibe se moría, ayudaban a preparar el cuerpo para la cremación”.
Cada uno de ellos, dice Diana, entendía perfectamente que podía estar ahí mismo en la próxima ceremonia, pero no había en esa certeza ninguna resistencia.
“No lloraban. No lo sentían como una perdida desesperada. Lo entendían, lo entienden, como un paso más, forma parte de la vida. Mueren en paz”.
Hubiese querido permanecer en Asia, pero en 2010 ya no había modo de renovar la visa y no tuvo otra alternativa que regresar a Argentina. El choque con la realidad local la llevó a retirarse a la quinta de un amigo por algunos meses. Más adelante empezó a dar cursos de meditación y acupuntura en Paraná.
Diana Álvarez tiene hoy 61 años. En 2012 se mudó a Santa Cruz luego de aceptar la propuesta de un excompañero de trabajo para hacerse cargo de cardiología del Hospital de Río Gallegos.
Hace un tiempo ya es médica itinerante. Viaja la provincia todas las semanas, interviene como una profesional occidental, pero con una visión budista que también incorpora la muerte, especialmente la muerte propia, el nido de todos los miedos.
“No tengo conflicto, acepto lo que se decide dentro del ámbito en el que tengo que trabajar, si puedo plantear una idea para evitar el sufrimiento lo hago, sino puedo, sigo protocolos. No tengo conflicto con la muerte. Me estoy preparando para la mía, desearía darme cuenta de que me estoy muriendo”, confiesa Diana.
Texto: Julián Stoppello (Publicado en la edición de papel de Entre Ríos Ahora.)
Ilustración: Maio Sanguinetti.