Por Paola Robles Duarte (*)
Hoy anduve todo el día masticando la idea de que en la próxima marcha al Puente Internacional General San Martín, no volveré a estrecharme en un abrazo con Delia. Y es triste, muy triste.
Pero creo que es necesario transformar la tristeza, tomándonos un rato para pensar en Delia y en todas las dimensiones que constituyeron a la mujer valiente, de la voz tranquila y las palabras vehementes. Aunque tal vez aquella dimensión a la que le debamos mucho más de lo que el pueblo de Gualeguaychú le haya reconocido, es a la mujer docente.
Allá por el 2007, Delia presentaba en Uruguay su libro “Haciendo Caminos”. En una entrevista con una radio de Maldonado disparaba contra el monocultivo con la claridad que solo puede proporcionar -a veces- una metáfora: “Se han desaparecido los pájaros y las mariposas y se han reproducido las víboras y las alimañas. Eso ya es un mensaje. Hemos dejado la belleza de un lado para que aparezca lo terrible, lo temeroso, lo inconveniente. Y hemos creado un desequilibrio ya preocupante. Porque la naturaleza es sabia, fue creada justamente con un equilibrio donde había lo bueno y lo malo, pero en equilibrio. Actualmente no. Cualquiera dirá: Ay! ahora esta vieja se ha puesto de romántica… pero el hecho de saber que en mí país han desaparecido las mariposas, sabés que me da un dolor, un dolor tan grande. Porque además no desaparecieron porque sí, desaparecieron por justamente la afectación que les ha causado el uso indiscriminado de los agrotóxicos. Hay que decir la verdad, no han desaparecido las mariposas, las matamos, las corrimos”.
Eso era Delia. El mensaje que, en apariencia pequeño, buscaba alumbrar causas grandes.
“Nuestra responsabilidad nos exigía que Gualeguaychú se enterara del problema en puerta. A partir de ahí la población vecina y hermana era libre de resolver su futuro” y fue así que junto a Julia Cócaro cruzaron el charco y se reunieron con quienes comenzarían una lucha que logró trascender a las personas y a los intereses políticos de ambas márgenes del río. En aquel momento la amenaza que aparecía como punta del iceberg era Ence, la fábrica pastera que no pudo funcionar en el lugar que había elegido para establecerse, después vino Botnia que luego se convirtió en UPM y el derrotero de reclamos ya conocido, pero para el cuál primero se necesitó un comienzo. En esa línea de largada estuvo Delia agitando la bandera, haciendo con la comunidad de Gualeguaychú docencia, brindando las primeras herramientas y desnudando el plan de las multinacionales para nuestra región. Nos invitó a pensar sin fronteras, a mirarnos como vecinos, reivindicó a los amigos y a lo que ella denominaba “el coraje del pueblo de Gualeguaychú” aún en los momentos álgidos del conflicto, en plena soledad en su Fray Bentos, criticada y golpeada por quienes antes decían admirar su lucha por los derechos humanos (fue además integrante de la CONADEHU) y el medio ambiente (fundadora de MOVITDES y militante ambiental en diversas causas de su país), por quienes la hicieron a un lado cuando se animó a señalar la traición del Frente Amplio -espacio político que ella integraba activamente- ante la ruptura del compromiso electoral de Tabaré Vázquez sobre su política ambiental y la relación con las multinacionales propietarias de las pasteras, y de parte del territorio uruguayo. Entonces, charlábamos largo y tendido sobre los gobiernos “progresistas”, llenos de gente de “izquierda”, que hace la del tero gritando en un lado y poniendo el huevo en otra parte, algo que por aquella época nos ocurría a argentinos y uruguayos discurso más, discurso menos.
Vale decir también, que esa expresión fresca y necesaria que se ha convertido a lo largo de los años en el Grito Blanco, -aunque no lo digamos- tiene mucho que ver con ella. Con su manera, con el trabajo artesanal de recorrer las escuelas, de brindar charlas, de pelear el espacio curricular, la entrevista en la radio -por más pequeña que sea- la pelea por la verdad, por los intereses nativos, por la defensa irreductible del medio ambiente y de la gente.
Delia era una mujer profundamente incómoda, lo fue para el gobierno de Río Negro, lo fue para el gobierno de Uruguay, lo fue también para los gobiernos argentinos. Era la prueba material de que si vencíamos el mensaje de profunda, aunque velada, xenofobia que esgrimieron los poderosos para separar a los pueblos, podíamos ganar. Llegó a Arroyo Verde cuantas veces pudo, debatió las diferencias pero no las puso por delante de la inmensa pelea por la erradicación de las pasteras, fue muchas veces más cálida y solidaria que algunos integrantes de la Asamblea Ciudadana Ambiental que mutaron en legisladores, funcionarios del gobierno nacional, alcahuetes de la gestiones de turno, sostenedores de carguitos. Fue inmensa al lado de gente muy pero muy pequeña.
En mayo de 2007, con Botnia creciendo en nuestras narices a pasos agigantados, algunos vecinos tomamos la decisión de cruzar a Uruguay y superar el reclamo a los gobiernos para llevar la lucha hasta las puertas de la fábrica. Nos parecía que lo conveniente era hablar con aquellos uruguayos que sostuvieron el puente del otro lado siempre, entre ellos, entre los poquísimos por aquella época, estaba Delia. Nos recibió una siesta con su sonrisa arrugada y sus ojos de agua. Nos invitó a pasar, nos contó de la situación, el miedo de los vecinos a denunciar por perder el trabajo en la empresa contratista, el crecimiento de la prostitución en Fray Bentos, la mentira de Botnia montada a través de los recursos que el propio estado le proveía. Su casa, a la que volvimos con Juan algunas veces para visitarla hasta que perdimos contacto por las cosas que nos quitan de la senda de lo importante, era una casona que podría haber sido escenario de una película de Burman. De muebles antiguos y espacios amplios, la casa se circunscribía en un Fray Bentos que me viene a la memoria como una postal calcina. Así se dibuja mi recuerdo: todo era bello, su casa, sus muebles, su rostro, sus palabras…
En aquella proclama que leyó ante las puertas de Botnia, hoy UPM, acusó a Tabaré Vázquez de haberse “arrodillado frente a las imposiciones de Botnia” y a Néstor Kirchner de permitir que la “empresa busque beneficios en Argentina para sus negocios”. Eran épocas en que desde la Asamblea pedíamos la aplicación del código aduanero, como una herramienta legal que impidiera que la empresa utilizara insumos provenientes de Argentina para funcionar.
“Los piratas finlandeses se apropian de nuestro territorio, imponiéndonos el monocultivo que inutiliza nuestras tierras, para alimentar industrias contaminantes. Por eso, exigimos la inminente relocalización de Botnia en Finlandia”, dijo con voz firme la mujer nacida en Dolores.
Esa fue la primera vez que cruzamos a manifestarnos a las puertas de la pastera; recuerdo que volver fue toda una aventura. Después llegó una multitudinaria convocatoria de aquel domingo de sol donde volvimos a reclamar en territorio uruguayo, y allí también estuvo Delia, mientras enfrentaba una enfermedad que durante años puso en jaque su energía física, pero no así sus ideas y sus convicciones.
Muchas son las anécdotas que podemos contar muchos de nosotros sobre Delia, y no haríamos justicia a su vocación como mujer ambientalista, dirigente política y militante de la democracia. Fue mamá, abuela, bisabuela, docente, edila y defensora de la alegría como la mejor trinchera desde donde pelear. Fue entrañable con quienes se acercaban a intercambiar opiniones, a compartir sus miradas del mundo. Fue “admiradora” -decía con su habitual simpatía- de los jóvenes que cuestionábamos el óxido de algunos mecanismos al momento de construir eso que nos gustaba nombrar como la horizontalidad. Nos instaba con sus ideas nuevas y se contagiaba de nuestra risa y de nuestras broncas.
Fue un orgullo conocerla, que besara la mejilla de mis hijos con esperanza, y haber aprendido de ella.
Y tengo la certeza, que si en vez de estar narrando una despedida para Delia estuviera entrevistándola en la radio y le pidiera un mensaje para la clase política dirigente que pretende derogar la Ley de la Madera en Entre Ríos, ella les hablaría de lo que pasó en Uruguay desde la década del ochenta con la instalación del monocultivo de pino y eucalipto; les diría lo que ocurrió con los productores que aún reclaman por la sequía y la contaminación en las napas subterráneas, les explicaría sobre la poca mano de obra que necesita ese aspecto de la actividad forestal para ser rentable, expulsando a la gente del campo, y cómo el resultado inexorable de ese proceso de concentración de la tierra sería la llegada de industrias contaminantes como las pasteras. Nos hablaría, con toda autoridad para hacerlo, de como Uruguay se volvió rehén del monocultivo y las industrias pasteras. Estoy segura de lo que diría -tengo la certeza- porque la escuché tantas veces decirlo y sostenerlo. La escuché decir tantas verdades sin importar lo políticamente correcto, que lamento haberme perdido esa entrevista, pero sobre todo lamento no volver a escuchar el sonido de su voz al otro lado del teléfono, preguntando como están las cosas de este lado, y argumentando por qué -a pesar de todo- hay que seguir luchando hasta lograr que vuelvan las mariposas.
(*) Paola Robles Duarte es periodista.
Fuente Imagen: Fotografía proporcionada por Norberto -Guru- Guruciaga para ilustrar el presente artículo