• Por Fabián Reato (*)

El viaje se había alargado más de lo previsto. El arriero había calculado que demoraría unas pocas horas en ir de una estancia a la otra; pasaría allí la noche y volvería al amanecer con la tropa. Pero su caballo se torció una pata en un mal paso, lo que obligó al jinete a aminorar la marcha. Hacía ya un largo rato que se le había acabado la ración de agua, prevista para un viaje más corto. El sol le ardía en la frente y el pañuelo del cuello se le empapaba con el sudor salado que le corría por las patillas.

Desde lejos divisó el ranchito que sobresalía en la lomada. La sed que le acuchillaba la garganta y el descanso que necesitaba su flete fueron las dos razones que lo llevaron hacia ese lugar.

Un galgo flaco salió a recibirlo con ladridos garroneros. El arriero se apeó para mirar la pata del caballo: sobre el vaso, la hinchazón parecía reventar bajo el cuero caliente. El hombre pensó en agua para refrescarlo y para calmar su sed. El perro se enfurecía desde lejos, con los pelos del lomo erizados y la suficiente precaución como para no acercarse. El hombre no golpeó las manos, porque si alguien había por allí bastaba con los gritos del perro. Le quitó la montura al caballo para aliviarlo, mientras le murmuraba palabras de consuelo.

-¡Buenas! -gritó la mujer desde la puerta del rancho.

El arriero se volvió y se acercó con la montura. Le contó lo ocurrido, la necesidad de agua y la imposibilidad de seguir camino hasta tanto no mejorara su caballo.

-Pero sí, don. Saque toda el agua que quiera del pozo. Mi marido no ha de tardar en caer.

El arriero bebió del mismo balde que utilizó para subir el agua fresca. Bebió con tragos largos y con lo que sobró se empapó la cara, el pecho, las bombachas. Cargó otro balde para su caballo que resoplaba ansioso. Le mojó el lomo, el cogote y la cabeza. Se dedicó con esmero a la pata lesionada. Con su pañuelo húmedo le envolvió el tobillo y lo ató a la sombra de unos eucaliptos inmensos.

La mujer continuaba en la puerta del rancho. No había dejado de observarlo pero cuando él se acercó, desvió la vista con una sonrisa sin motivo.

-No voy a tener más remedio que pasar aquí la noche -dijo el arriero despegándose la camisa que se le adhería a la piel húmeda- A ver qué dice su esposo cuando venga.

-Ya debe estar al caer -La mujer se apretó las manos. Con el pie dibujó una rayita en la tierra suelta y eso justificó su mirada gacha. No volvieron a hablar por un rato. El hombre armó un cigarrillo y lo fumó despacio, entreteniéndose con las bocanadas de humo que se detenían en el aire calmo. Ninguno de los dos hablaba y estaban inmovilizados por el silencio del atardecer imparable.

El horizonte verde y lejano se fue pintando con las luces rosadas. El perro, que antes le había desconfiado, se acercó a olerle las alpargatas.

-¡Juera! -ordenó la mujer- No moleste -Su voz aflojó la tensión que los dominaba. Él dijo que no lo molestaba y se agachó a acariciarle las orejas. Así se entretuvo unos minutos. El animal movía la cola despacio y se estiraba en el suelo con una actitud sumisa. Ella los miraba desde arriba, raramente enternecida con el gesto del hombre. Tuvo ganas de hablar pero no encontró nada para decir.

Mientras tanto, la noche se acercaba sigilosa, con sus luciérnagas desparramadas, con algunas estrellas pálidas y una luna que se acostaba hacia el oeste. Él se paró y miró hacia el campo como si hubiera perdido la noción del tiempo.

-Ya oscureció -le dijo a la mujer que permanecía estática en el mismo lugar- Su esposo se habrá demorado -Ella entró al rancho a encender un candil y lo dejó sobre la mesa.

-Pase -lo invitó- ¡Qué va a estar abajo del sereno! -Le arrimó un taburete y le sirvió caña en un vaso. Después se dedicó a pelar unas papas dándole la espalda.

Él miraba la oscuridad a través de la puerta, que permanecía abierta para que el hecho de estar solos les resultase menos molesto. Los unía el silencio implacable; la penumbra parpadeante del candil y una sensación incómoda de no saber qué hacer.

La noche incontenible ya había desbordado el lugar y el aire fresco y verde llenó el rancho. El hombre terminó la caña y con el pretexto de ir a ver el caballo, se quedó afuera a la espera de que llegara el esposo de la mujer. Ella continuó con la comida. Al quedar sola sintió que su espalda se aflojaba. Sus manos dejaron de temblar y volvieron a ser habilidosas. Ya podía pensar con más claridad qué diría de ese esposo que nunca vendría.

-Si quiere comer, algo hay -lo invitó. Él preguntó si no sería una imprudencia al no estar el dueño de casa y ella respondió que eso no importaba. Comieron sin hablar, con las miradas fijas en los platos. Él pensaba que toda esa situación era muy rara y siempre lo ponía nervioso lo que no entendía. Ella padecía sentimientos contradictorios que luchaban en su interior para imponerse.

Ambos terminaron la cena casi al mismo tiempo. La mujer se paró a juntar los platos y se detuvo a mirarle el cabello largo que se le ondulaba con la marca del sombrero; descendió por su nariz recta hasta los labios rojos, coronados por un bigote fino. Él levantó la mirada y se encontró con la de ella. Por primera vez se miraron a los ojos.

-No tengo marido -le confesó con voz firme. Él frunció apenas las cejas con el único gesto de asombro que conocía, ya que la vida no había tenido demasiadas sorpresas para él- Le mentí porque tenía miedo. Una mujer sola… Usted sabe.

Ella siguió con sus tareas y volvió a darle la espalda.

Él armó el cigarrillo que siempre fumaba después de comer. Lo hizo con dedicación, deshilachando las hebras marrones, estirándolas en el papel blanco. La primera pitada le quemó la punta de la lengua y por un instante se le llenaron los ojos de lágrimas.

Ella tenía 36 años y todavía era bella. Su cabello grueso y lacio tenía el color indefinido del mestizaje. Su cuerpo, domado por años de soledad y sufrimiento, se curvaba bajo los pliegues abundantes de la pollera. Desde la muerte de su madre vivía sin nadie en ese rancho.

El hombre se paró en el cuadro de la puerta y mirando la infinita maraña negra le preguntó si no le molestaba que durmiera afuera, junto a su flete. Ella contestó que no y cerró con tranca apenas él salió.

El arriero se acostó apoyando la cabeza en el recado y arropándose con su poncho. Fumó otro armado mirando la cúpula negra sin asombro.

Esa era su vida. Hijo de peones, aprendió a montar y a caminar simultáneamente y desde siempre supo que sus días transcurrirían sobre un caballo. Cuando apagó su cigarrillo empezó a dormirse, sin sobresaltos, deseando que su pingo se curara para la mañana. De alguna manera, era un rezo.

Tal vez soñaba con algunas imágenes borrosas (puede ser el polvo que levanta una tropa cuando avanza) y algunos gritos, pero estaba profundamente dormido. Ella lo sacudió del hombro y el sobresalto lo puso casi de pie.

-Le traje una manta, disculpe -le dijo ella temerosa. El demoró algo en reponerse y agradecerle el gesto. Ella se volvía al rancho cuando él se dio cuenta que vestía un camisón tan blanco como una nube del mediodía y un chal negro derramado sobre los hombros. Fue una conmoción ciega, una sed que se acrecentaba en su cuerpo duro. La siguió sin pensarlo y la mujer no se sorprendió de que entrara detrás de ella, porque no había cerrado la puerta. No se dijeron nada, ni se preguntaron sus nombres.

En la madrugada fresca y misteriosa, ella reclinó la cabeza en el pecho del arriero y se durmió sin miedo, como cuando era una gurisa.

Al amanecer, él se levantó despacio y ella fingió estar dormida.

Se vistió despacio, con dedicación. La camisa dentro de la bombacha, la faja oscura y ajustada, el pañuelo al cuello y sólo después se puso el sombrero. Ella aprovechó a mirarlo, intentando grabarse su recuerdo. Tuvo ganas de pedirle que volviera, pero cerró sus ojos y continuó con su sueño simulado.

Se levantó cuando oyó el galope que se alejaba.

Él continuaba su marcha con la sed menguada. Para ella, en cambio, recién empezaba.

(*) Este cuento forma parte del libro «El baile de las vizcachas», premio Fray Mocho en el género Cuento 2018, editado por la Editorial de Entre Ríos.

La ilustración de tapa es de Lorena Cabello.