Por Julián Stoppello (*)
La casa te queda rara, como si estuviera mejor de persianas cerradas y en el silencio de la espera. O, quizás, en la respiración de otro tiempo, persiguiendo los olores extintos, de otras gentes, de otros habitantes que no están, que no sos.
La palabra se aleja, también, un par de pasos y tenés que andar buscando lo que en realidad querés decir, aunque en verdad no sabés muy bien de qué se trata, porque justamente la palabra se alejó, se fue unos pasos atrás, un poco cansada, un poco esquiva.
Lo que contás que te cuenta se empieza a llenar de tics, de repeticiones, de malos hábitos, de chistes fáciles, de humor negro. Lo que contás que te cuenta es una narrativa, en ese tiempo, casi fraudulenta. Y te aburre.
Y ahí sí, cuando estás perdido y escuchás, ponele, una canción en la que el tipo dice “voy a buscar un horizonte, tal vez no lo encuentre nunca”, te hace feliz, un rato, la concordancia. Porque aún cuando estás perdido, en una suerte de desdicha perniciosa, hay instancias de cierta luminosidad y no solo en el regodeo del malestar.
Y ahí sí, decía, cuando estás perdido asoma el valor de los días claros o más o menos claros, en los que tenías una fe y una serie de ideas y conjeturas y besos y algunos placeres módicos y algunos silencios expectantes y, hasta a veces, el deseo de bailar.
Cuando estás perdido aparecen novedades en el cuerpo, como palpitaciones e insomnios, y también novedades en la mente, como miedos flamantes y modos de extrañar también relucientes y desconocidos: hay recuerdos que aúllan, recuerdos que ladran, que cantan y también están los peores, los que susurran palabras que ya no podés oír o solamente un nombre, el nombre que hay que matar.
Cuando estás perdido, los círculos se abren, se desintegran. Y la escritura que puede tener muchos sentidos o ninguno, asoma como otra deuda y, en alguna oportunidad, como una soga, otra soga para sortear el abismo que se abre entre los días y las noches, mientras vas de la cama al living, de la calle sin promesas al portal de rejas negras.
De regreso a la casa, espera la gata de tres patas: ella maúlla para quejarse de la soledad que acaba de terminar. Entonces subimos a la terraza, los dos. Me siento en el banco de hormigón y maúllo con la gata de tres patas a la luna que no se ve.
La soledad ya se fue.
(*) Julián Stoppello es periodista y escritor.