El 13 de marzo de 2013, cuando fue elegido Papa, Jorge Bergoglio dijo que los cardenales que lo votaron lo habían buscado del confín del mundo.

Al confín llegó, unos años antes, S.: en 2005. Y desde ese confín volverá este 9 de mayo para sentarse frente al tribunal que juzga al cura Justo José Ilarraz por los abusos en el Seminario Arquidiocesano Nuestra Señora del Cenáculo.

Hasta allá se fue, al Sur, al confín, después de haber conocido el infierno: fue abusado por Ilarraz.

«Mi despertar sexual estuvo marcado por este hijo de puta», dice.

S. es docente, vive en el Sur del país, es papá de dos hijos, tiene 41 años y arrastra una angustia honda que no le permite llorar.

«Nunca lloro. Mi mamá me dijo que tengo que aprender a llorar».

Estuvo en el Seminario: fue seminarista. Quiso ser sacerdote: fue sacerdote.

Pero su  vida estaba marcada por el horror.

Uno de sus primeros destinos, como diácono, fue, en 2003, la ciudad de San José de Feliciano.

Después estuvo en Hasenkamp, y al final, decidió irse, literalmente.

Duró apenas ocho meses como sacerdote.

Se fue del sacerdocio. Se fue de Paraná. Se fue al Sur, escapando del espanto y una tragedia, huyendo del dolor más negro.

Un día dijo que se iba: nadie lo contuvo.

Acá encontró la indiferencia más brutal: cuando le comunicó al arzobispo Mario Maulión que elegía otro camino, le cerraron amablemente todas las puertas. Que mejor marcharse, que arme las valijas, que aquí no encontraría el modo de vivir, que no encontraría trabajo. Que para un excura nunca nada es fácil.

Efectivamente: nada era fácil, nada fue fácil.

Había sido abusado por Ilarraz, pero ese era un asunto que no tenía relevancia para sus superiores en la Iglesia.

Antes, durante el período de formación en el Seminario, se lo había comentado al rector, Juan Alberto Puiggari. «No le pareció tan grave lo que le conté, y lo suavizó al tema. No me creyó», recuerda.

«Me fui en 2005 y conté todo lo que me había sucedido. Se los conté a los superiores del Seminario y se lo conté a Puiggari y a Maulión. Me sacaron toda la información que pudieron, pero los veía más interesados en Ilarraz que en lo que me había pasado a mí. Esas son cosas que duelen. Pero, bueno, la tuve que pucherear solo. Hasta mi director espiritual me dijo: ´Andate, porque acá te van a cerrar todas las puertas´».

Eso hizo: se fue, solo.

Se fue como se fueron Fabián Schunk a Córdoba, o Maximiliano Hilarza a Chile. Dos sobrevivientes de los abusos de Justo José Ilarraz en el Seminario.

Se fueron pero no pudieron huir del espanto. «De noche, siento los pasos de Ilarraz», dice Maximiliano Hilarza, y lo dice como quien cuenta que escucha chirriar el viento en la ventana, o como quien contempla el golpe seco de las gotas de lluvia contra el techo.

S. también fue abusado por Ilarraz. Pero quiso ser cura, vivir como hombre de la Iglesia. No pudo. Se fue.

«Tan pelotudo fui que nunca reconocí que fui víctima de un enfermo de mierda», cuenta.

Nadie lo protegió, nadie lo contuvo: le dijeron que se fuera.

«En definitiva, me banqué que el forro me abuse, y yo tenía que huir porque estaba enfermo», dispara ahora, a la distancia. «El enfermo era yo, porque quería dejar el sacerdocio. Dejé y me fui. Yo vine con dos pilchas al Sur; dos pilchas y mi equipo de mate».

¿Qué hizo, entonces, cuando dejó el sacerdocio?

-Yo quería laburar. Cuando dejé de cura quería seguir mi vida, y buscar trabajo, pero a ellos lo único que les interesó es que diga lo que sabía de Ilarraz.

Tiene un tono amargo. Y una cuenta pendiente: iniciar la sanación después del espanto.

Ahora está armando una valija ligera. Un viaje breve, pero necesario.

Viene del Sur a Paraná.

Declarará como testigo en el juicio a Ilarraz.

Tiene mucha expectativa, bastantes nervios.

-Ojalá sirva lo que tengo para contar. Lo que pasa es que tengo recuerdos muy buenos y se produce un choque de emociones, rabia, angustia, tristeza, me cuesta llorar y me duele el alma. Hoy estoy por cumplir 41 años, hace 27 años está causa hubiera facilitado tanto mis 41 años. Ser ex cura y vivir lo que viví en tanta soledad me hace llorar de bronca. Espero que después sea de alegría. Yo,  cada vez que pienso en esto, la garganta se me anuda y no quiero hacerlo adelante de lo que más amo y cuido, que es mi familia. Ahora no quiero llorar.

Su mujer lo alienta a hablar, salir, llorar, sacar ese fantasma que carga desde hace tiempo.

-Me alienta a ir sí o sí. Tengo que ir para entender por qué quiero llorar, después de 27 años. ¿Tan pelotudo fui que nunca reconocí que fui víctima de un enfermo de mierda? Tengo dos hijos, una familia, y nunca maduré para reconocer que un pedófilo me manoseada. .

Está empezando a sanar, a exorcizar ese demonio que le metió Ilarraz adentro del cuerpo, en la cabeza, en la respiración, que lo sigue cuando camina, cuando duerme, cuando está en vela y piensa.

-Esto tiene que tener un fin -dice-. Por favor, ese monstruo tiene que irse, porque asusta, no te deja avanzar, tiene que irse por Dios, tiene que irse. Creo que ahora voy a aprender a llorar. Quiero que se haga justicia.

 

 

 

Ricardo Leguizamón

De la Redacción de Entre Ríos Ahora.