Tener que ir a una maestra particular no es muy distinto a hacer terapia. El ánimo es parecido. En general uno va al psicólogo con angustias que cabalgan sobre una serie de carencias chillonas. A la maestra particular se va con aflicciones parecidas: te falta algo que no aprendiste o no entendiste y en tu casa nadie cree poder ayudarte en el asunto. Estás perdido, al borde de desastre y tenés miedo. A no ser que no te importe la escuela y desde los 8 años hayas resuelto ser un autodidacta.
A la vuelta de mi casa, una señora de cabello corto y polleras largas, daba clase en un garaje a unos siete u ocho chicos del barrio. Te ayudaba a hacer la tarea y te explicaba las partes que te habías perdido en la escuela por estar pensando en otra cosa. Lo hacía con cierta distancia, sin exagerar las felicitaciones por la consigna cumplida. Seca y rigurosa, los alumnos la identificaban por el apellido. Nunca la vi sonreír: parecía bañada por una fina capa de escarcha.
Más adelante tuve otra maestra. Uno contra uno. Eso ya es más extremo. Era una mujer gorda, de simpatía natural y unas manos amorosas que disimulaba errores, encontraba virtudes invisibles y te hacía mejor casi al mismo tiempo que entrabas a su casa. Fui tres veces y aprendí lo que la docente de mi escuela no me había transmitido en un año. La enseñanza y el aprendizaje es un asunto caprichoso: funciona en el amor o no funciona.
Hay, claro, distintos modo de querer lo que uno hace. Y de transmitirlo.
Chalito, por ejemplo, era una maestra áspera. De un carácter bastante podrido. Soy Aguirre y Turria, decía y golpeaba la mesa con los nudillos para avisarte cuando se le ponía algo en la cabeza… Te atormentaba. Un ejercicio tras otro. En la casa de Chalito había alumnos de matemática, física y química, todos bastante complicados. En general era una maestra de casos graves, una especialista en emergencias y negaciones severas.
Ella enseñaba en parte de su comedor y de su living, atravesada ambas habitaciones con dos mesas largas donde podían estar ubicados entre 8 y 12 estudiantes. A veces más.
Ya se había jubilado, pero se dedicaba todo el día a lo mismo. Y tenía una hija que iba y venía. Y un hijo en el Sur. Cuando recibía noticias de su hijo, se enjugaba las lágrimas y suspiraba, sentada sobre un banquito minúsculo donde se derramaba todo su cuerpo.
Si se arrimaba a tu lugar, contenías la respiración y tragabas saliva. Si todo salía bien Chalito levantaba la voz para festejar con la premiación de su “very good chancleta”. Pero si no te salía, venía un susurro que te erizaba los pelos de cuello. Ella confiaba en su modo de explicar: si no funcionaba era que no prestabas atención suficiente, no repasabas en tu casa o no te entraba en el balero. Nada de eso era bueno, claro.
En general la cosa funcionaba, incluso entre sus alumnos crónicos. Había una chica que le decía “mami”. Mami, no me sale. Mami, estoy cansada. Me parecía terrible que le dijera mami a la maestra particular y a una maestra particular como Chalito. Pero las dos estaban de acuerdo y Chalito la retaba como una madre severa y de carácter torrencial.
Si te habías llevado materias a diciembre o marzo, te lo hacía pagar. Clases a las 7 de la mañana, también sábado y domingo o, especialmente, sábado y domingo. No todos llegaban en buen estado. Una mañana compartí la mesa con una chica que no había dormido y además de no haber dormido había devuelto el resultado de sus bebidas en el baño de Chalito y llevaba el aroma encima como un aura rancio y descompuesto. Los dos la pasamos mal. Chalito, a mi juicio, tenía el sentido olfativo atrofiado.
A veces comenzaban relaciones en la mesa de operaciones, miradas, toqueteos debajo de la mesa y a veces alguien pretendía meterse con la hija de Chalito. Pero esa es otra historia.
Ella, en su banquito invencible, escribiendo los ejercicios con la hoja al revés y celebrando con un very good chancleta, te enseñaba matemática, física o química. Y, sobre todo, te permitía saldar deudas.
Después de Chalito podías volver a la escuela y a casa más tranquilo y seguro, te habías salvado del escarnio y la repitencia. Tenías, además, una experiencia para contar y una certeza: si lograbas crecer, si habías crecido en esos días de rigor, probablemente, no volverías a verla.

Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora