Han pasado casi tres años y un número parecido de sillones en los que María ha transcurrido su vida en la calle. Tuvo acogida en los pasillos del Hospital San Martin, como otros sin techo de la ciudad, hasta que fueron corridos de ese lugar, y entonces ocuparon las plazas, los zaguanes, las cercanías de los escaparates de los negocios.
En febrero de 2017, este sitio digital dio cuenta de la situación de una mujer que transcurría sus días –y sus noches- en un sillón playero, en la Plaza Alvear de Paraná, en la esquina norte, sobre el sector peatonal. Ahora, tras el paso de tres crudos inviernos, dos veranos tórridos con las respectivas tormentas y lluvias impiadosas, María sigue en la misma plaza, en un recoveco que deja el cerramiento instalado en el paseo, a partir de las refacciones encaradas este año.

Es temprano, todavía no son las 8 de una mañana luminosa, que presagia un día caluroso de primavera, y María ordena una serie de bolsas cargadas con sus cosas. Después mostrará que una tiene algo de ropa, otra con lavandina, alcohol en gel y un frasco de colonia; y, en una tercera, una serie de cremas para el cuerpo que una vecina le trajo hace unos días.
A todas, las acomoda sobre el enrejado de alambre que, cubierto con una lona verde, hace de pared. La Plaza Alvear, tres años después, ha cambiado: está en obras. A las bolsas, le siguen un balde y un escobillón con una pala, que recién dejó de usar después de que el piso de la vereda sobre el que acaba de desplegar el sillón nuevo, quedara libre de hojas y polvillo.

En el fondo de ese espacio, sólo con el follaje de un árbol como techo, también apoyado sobre el cerramiento, se ve un colchón enfundando todavía en la bolsa original. “Lo cuido como oro porque el otro (colchón) que tenía se me mojó con la última lluvia”, señala y explica que por las noches traslada todas sus cosas al ingreso del Museo Histórico Provincial Martiniano Leguizamón, en Buenos Aires y Laprida, donde duerme.
El lugar, cuya galería de acceso se vuelve por las noches o cuando llueve un refugio para la gente que no tiene donde ir, queda a unos pocos metros del sector de la plaza –frente al a la estación de servicio del Automóvil Club Argentino (ACA)- donde María pasa el día junto a Jorge, a quien conoció en la calle. Ambos preparan bolsas con girasol que apoyan sobre la tapa de una helatodo azul instalada sobre un carrito, que se vuelve un pequeño puesto de venta.
“Ese es mi trabajo y él (por Jorge) me ayuda. Me gusta ganarme mi plata”, dice María y recuerda enseguida la época en que era tarjetera del sistema de estacionamiento municipal. Fue hasta 2015 –asegura-, después la “empezaron a rotar” y lo perdió. Y a partir de entonces, sitúa el inicio de su derrotero en la calle.
Al principio, iba por las noches a una capilla de calle Ramírez y las vías donde le permitían quedarse. Después, durmió en la sala de espera del Hospital San Martín, y por último, en el ingreso al Museo Histórico.

Nunca más en lo de su madre, afirma tajante. Tanto María (44) como Jorge (60) mencionan, al pasar, entre sus heridas abiertas, a sus madres. Las relacionan con el alcohol, el abandono, la pobreza, la vida sin oportunidades, y resumen en pocas palabras historias de soledad, amores rotos y vínculos familiares perdidos.
Pero la tristeza de infancias maltrechas no alcanza a instalarse en sus rostros: el saludo afectuoso de un taxista que grita desde la calle; Alfredo, un conocido, que pasa por la vereda, pregunta amablemente cómo están y charla un minuto de cosas de la ciudad, dan pie a otros temas.
No consideran una opción los refugios habilitados debido a los problemas de convivencia que surgen –según hacen hincapié- entre los que asisten. Y advierten peligros –más de los habituales para quienes duermen en la calle- en la Plaza 1° de Mayo, donde se trasladó la mayoría del grupo que permanecía en la San Miguel debido al inicio de la obra y la instalación del cerco perimetral. Es que en la Plaza de Mayo habría robos frecuentes perpetrados por gente de barrios que despojan a los que pernoctan ahí, muchos con afecciones psiquiátricas.
Por todo eso, María prefiere la Plaza Alvear y sus inmediaciones y afirma que no ve la hora de que terminen los trabajos para que el espacio vuelva a quedar liberado.
Pero por ahora, en un costado del lado de afuera de la obra, dicen que están tranquilos. Usan el baño del ACA o van hasta Casa de Gobierno y tienen la ayuda en ropa, calzado, frazadas y alimentos de mucha gente: mencionan vecinos, la organización Suma de Voluntades, empleados municipales, estudiantes de la UCA y personal de la Subsecretaría de la Mujer, entre otros.
“La comida está escaseando”, dice María, en relación a las raciones que les acercan, pero –aclara- que se las arreglan.
Y con la cara iluminada, anuncia que mostrará algo: busca en el fondo de la conservadora azul una caja chiquita, que cabe en la palma de la mano, de donde saca un cuadrado de metal con partes plegadas que empieza a abrir -con parsimonia de joyero- y que pronto se transforma en una mini hornalla que funciona con gas en aerosol, en un envase similar al de un desodorante. “Aunque parezca mentira, en esta cocinita hago de todo; comida como milanesas y caliento agua”, afirma, mientras vuelve las piezas a su lugar y guarda bien en el fondo la cajita, como su bien más preciado.
Igual de importante para María, resulta ser el sillón. Ahora, es azul, antes fue verde y el primero, anaranjado. En él, pasa los días, que ya se cuentan por años. Y, junto a otras mujeres y un grupo cada vez más numeroso de varones, vive en condiciones impensadas, en la calle, en pleno centro, a la vista de todos. Entre sus deseos para el futuro, menciona la posibilidad de tener un trabajo que le permita alquilar.
Marta Marozzini
De laRedacción de Entre Ríos Ahora.