Alejandra Carrizo viajó 350 kilómetros, desde Catamarca a Paraná, para formar parte del primer encuentro nacional de la Red de Sobrevivientes de Abuso Sexual Eclesiástico que empezó este sábado y que concluye este domingo.

La Red aúna distintas historias, vidas estragadas bajo el yugo feroz de los abusos de sacerdotes y monjas a niños y adolescentes puestos a su cuidado. La mayoría de los casos están siendo investigados en la Justicia, aunque la Iglesia sólo ha puesto palos en la rueda.

Alejandra Carrizo supo de los abusos a su hija en 2015 y desde entonces comenzó a batallar.

Su caso muestra de qué modo la visibilización de los casos de pederastia en la Iglesia choca siempre con el encubrimiento. Alejandra Carrizo denunció al cura de su pueblo, Belén, Juan de Dios Gutiérrez, que captaba a las jóvenes a través del grupo Jóvenes Unidos por Amor a Cristo. Sus hijas mellizas comenzaron a frecuentar los encuentros, pero sólo una, P, permaneció junto al sacerdote.

Los primeros indicios la alarmaron, pero la certeza la tendría cuando vio los chats que su hija mantenía con el cura. Juntó todo lo que tenía, y lo llevó a la Justicia. «Me llevó meses poder descubrir lo que pasaba, porque no tenía las pruebas suficientes, y sabía a lo que me enfrentaba: a la Iglesia. Nadie me iba a creer», cuenta. Efectivamente, eso pasó: nadie le creyó y fue repudiada.

Tuvo que emigrar de su pueblo, Belén, y afincarse con sus dos hijas en Catamarca capital. Pero siguió adelante con la denuncia penal por abusos contra el cura Gutiérrez. El caso ahora está en apelación, con el sacerdote batallando contra la víctima y su madre, en libertad.

Marcela Orellana no llegó a constatar si su hija MA fue abusada en el Instituto Próvolo de Luján de Cuyo, Mendoza. Supo, sí, que fue maltratada por la monja Kosaka Kumiko. Y esa certeza fue suficiente como para presentarse en la Justicia y denunciar su caso. Su hija es sorda y tiene una discapacidad profunda. En el Próvolo ocurría lo indecible.

Las vejaciones y los abusos a menores en el Próvolo son un escándalo en Mendoza. La investigación penal salpicó a seis miembros del Instituto Próvolo: la monja Kumiko, los sacerdotes Nicolás Corradi y Horacio Corbacho; el monaguillo Jorge Bordón, el exempleado José Luis Ojeda y el jardinero Armando Gómez. «El nuestro es un caso más entre muchos otros casos de abuso eclesiástico», dice Marcela Orellana.

En el encuentro de la Red de Abuso Sexual Eclesiástico en Paraná cada uno contó sus historias, y afianzaron lazos como para seguir adelante.

La reunión sirvió para acercar, acortar distancias y mutar los encuentros virtuales por uno más real: en una casa de Avenida Zanni al 1400 compartieron experiencias, intercambiaron información, delinearon cómo seguir, y escucharon las expectativas que tienen las víctimas del cura Justo José Ilarraz, cuyo juicio oral comienza el lunes de 16.

La senadora nacional Sigrid Kunath participó del encuentro. «Esto es una oportunidad absolutamente enriquecedora», dijo la legisladora, autora del texto de la ley denominada de Respeto a los Tiempos de las Víctimas, una norma que vino a cambiar el paradigma de la prescripción en los casos de abuso sexual infantil.

«Cada persona tiene sus tiempos. Cuando presentamos el proyecto de ley lo hicimos inspirados en la causa Ilarraz. Procuramos que cuando una víctima va a la Justicia a hacer su denuncia, la respuesta que encuentren no sea que no se puede investigar por el transcurso del tiempo. Las víctimas pasan por circunstancias terribles, con consecuencias difíciles de medir en cada una de las personas, en quienes dejan su secuela particularísima. Estas víctimas tienen derecho al tiempo, a pasar por distintos procesos internos, y recién cuando todos esos procesos están concluidos, poder acudir a la Justicia», relató Kunath.

Gabriel Cuesta encuentra que en casi todas las historias hay puntos en común. En su caso, pudo romper el silencio cuando, ya grande, quiso anotarse para cursar una carrera en un instituto y se encontró que ese instituto tenía el nombre del cura que lo había abusado; investigó más, y ese cura, que después fue obispo, tenía una calle con su nombre en Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco. Cuando quiso denunciar al cura Abelardo Silva cayó en la cuenta que ya estaba muerto.

No podría seguir el camino penal, pero sí el canónico.

Golpeó puertas, esperó respuestas, escribió cartas, le contó a cada secretaria que le pusieron en su camino por qué quería la entrevista, qué había pasado con él cuando niño, de qué modo un sacerdote lo había abusado. Un día se encontró con una respuesta feroz. «Bueno, sí, sabíamos que el padre Silva tenía una historia turbia». Eso, nada más. Ni siquiera me pidieron perdón. «Esa vez decidí que no iba a parar», cuenta. Y no paró. Fue donde el cardenal Mario Poli y aguardó cuatro largos meses hasta que lo recibió veinte minutos.

«Con Poli fue la entrevista más dura que tuve. De nuevo el argumento de que estaba muerto. Yo le dije que en la Iglesia, para santificar a alguien, esperan que se muera. Con lógica, le dije si podías juzgarlo santo, también podías juzgarlo un mal tipo. Me dijo que lo iba a pensar, que lo iba a consultar con Roma. Jamás tuve ninguna respuesta», dice.

 

 

 

 

De la Redacción de Entre Ríos Ahora.