Por María del Huerto Huck (*)

 

Cuando Pablo pudo poner en palabras todo aquel padecimiento que había tenido que atravesar, todo el dolor y el abuso del que fue víctima, para mí la vida ya no fue la misma. Su proceso, su responsabilidad con los otros y su valentía le permitieron compartirlo, abriendo y cerrando para siempre tantas puertas difíciles de imaginar entonces.

El reencuentro no casual, y justo con una amiga de aquella época (que además cumplió y cumple un rol fundamental en la historia), sumó personas, claridad, ejecución y empoderamiento para concretar el paso impensado, y tan preciso. Fue necesario ir tejiendo lazos amorosos, ponerle rostro y cuerpo al dolor, para empezar a desatar aquel nudo de secretos. Fue sólo entonces que mi hermano realiza formalmente la denuncia contra Marcelino Moya.

El cura, párroco de la iglesia Santa Rosa de Lima de Villaguay (desde 1993 a 1996), capellán del Ejercito, profesor de catecismo en el Instituto La Inmaculada, y sobre todo, guía espiritual de muchos niñas, niños y adolescentes que frecuentábamos la Acción Católica y La Infancia Misionera, haciendo uso de su «representación de Dios» y aprovechándose de la vulnerabilidad a la que Pablo y nuestra familia toda estaba expuesta, había abusado de él durante años.

Estos abusos sucedieron mientras nuestros padres pensaban que “en el mejor lugar que pueden estar nuestros hijos es la iglesia”, enceguecidos tal vez por la confianza, llevados por el trajín del día a día y el trabajo, junto a una compleja lista de problemas a la que se enfrentaban, pero sobre todo, entregados a la fe de la Iglesia Católica que encarnaba el sacerdote.

A ese hombre, un hijo sano del patriarcado, el protegido por la estructura de la Iglesia Católica, quisiera poder preguntarle ¿qué pensabas? ¿Qué todo quedaría en el silencio para siempre? ¿Qué, de contarlo, ¿¿nadie lo creería? Acaso ¿pensabas? ¿Qué pasó cuando viste hecho pedazos ese manto de impunidad? ¿Qué pensás hoy? ¿Realmente creés en el arrepentimiento, el perdón y el cielo?

Pasó el tiempo, 22 años para ser exactos. Pasó la vida y con ella, los encuentros, las experiencias, los distintos caminos elegidos, de una forma u otra en la familia todos evolucionamos.

Fue ese recorrido y el profundo deseo de sanar lo que sacó la verdad a la luz. Mi hermano lo puso en palabras sólo cuando pudo. Lo sacó del silencio cuando logró abrazar a ese niño roto e indefenso, que calló con miedo de ser desacreditado, callado (como han hecho y siguen haciendo con tantas otras víctimas).

Lo dijo cuando la familia estaba lista para escucharlo y sostenerlo, para empoderarse. Y fue cuando además se supo abrazado por tantos amigos y personas que entendieron nuestro dolor, y que sumaron voces para seguir gritando aquello que tanto nos duele, personas que empatizaron y convirtieron aquel dolor individual en lucha colectiva.

Fue entonces cuando todo comenzó a reconstruirse, a cambiar de forma. Así llegó el equipo de abogados que, sin cobardía y sin ningún interés personal, tomó la causa y acompañó cada paso, para no ser indiferentes ante este aberrante delito que tanto daño provoca.

Hoy, a más de 3 años de haber comenzado este proceso de búsqueda de justicia y sanación, tenemos algunas certezas. El próximo jueves Marcelino Moya estará sentado en el banquillo de los acusados y aunque no sabemos si el tribunal dictará una sentencia que lo lleve a la cárcel y haga “justicia”, estamos seguros de que nada volverá a ser igual ni en su vida, ni en la nuestra.

Ya nadie podrá olvidar que fue sentado en el banquillo de los acusados otro cura y que la única herramienta que usó en su defensa fue el pedido de prescripción (rechazado en tres oportunidades). Este hombre ya no podrá caminar tranquilo por la calle, tampoco podrá pararse frente a una congregación sintiéndose inocente, sin que nadie lo mire como a un perverso.

Hoy sabemos que la única respuesta para poder cuidar a nuestras infancias es creer en su palabra, habilitar espacios de contención, respeto y confianza; escuchar lo que nuestros niños y niñas tienen para decir, darles herramientas para defenderse, empoderemos a nuestros gurises.

Debemos ser conscientes de que un perverso como este y tantos otros que han abusado de los niñxs que fuimos, viven entre nosotros y los cruzamos a diario. Puede ser cualquiera, no importa la investidura ni el reconocimiento que puedan tener.

No podemos permitir que nuestros niños y niñas tengan que sufrir en silencio, y esperar 22 años para poder hablar. El tiempo es hoy.

 

 

(*) María del Huerto Huck es hermana de Pablo Huck, sobreviviente de los abusos del cura Marcelino Moya. Contactó a su hermano  con el ahora exsacerdote José Dumoulin para iniciar el camino de la denuncia en la Justicia.