Qué lugar desangelado, pienso.

Es domingo a la noche y no hay nadie: ni gente, ni autos, ni motos, ni el ulular histérico de las ambulancias. Todo está quieto, silencioso, esa serenidad que se impone cuando se vela a un finado.

Qué puerta tocar. Necesito borrar esta angustia, encontrar un punto de certeza mínima. Atravieso un momento espantosamente previsible: un domingo a la noche no logro hacer pie. “Mandame una foto, así veo los valores”, me había pedido la médica. Le mando un whatsapp y me contesta con urgencia: tengo que internarme.

Confundo la puerta para ingresar: no sé por dónde ingresar. Siempre he pasado caminando por la vereda de calle Carbó, el patio de atrás de esa cuadra que ocupa el Hospital San Martín y nunca pensé de qué modo se ingresa, qué pasillo hay que seguir, qué puerta tocar. Le pregunto a un hombre que está al pie de un auto de emergencia. Me mira con extrañeza y me responde con algo de fastidio:

-No soy de acá.

Cruzo una puerta vidriada, enfrento una oficina de recepción vacía, veo a un grupo de enfermeros y pregunto.

-¿Es Covid? –me dice alguien.

Tengo las respuestas mínimas, la tensión en guardia, la fiebre que me agobia, una sensación de flojera atroz.

La luz blanca de la Guardia me da una extraña serenidad.

Un enfermero me acerca un oxímetro al dedo. ¿Qué dedo? ¿Este dedo?

Me llevan a la “sala blanca”, bien al fondo de un pasillo ajetreado. “La sala blanca”, así nombran el lugar. No logré entender por qué.

 

El enfermero hace todo rápido:  consigue la llave de la sala blanca, abre la puerta, enciende las luces, me dice que me instale. Me instalo.

Es una construcción vieja: los azulejos azules en la pared, una grieta allá arriba, cerca del techo, un lavabo, una camilla. Un cesto rojo con bolsa ídem, el piso gastado.

Me siento en la camilla.

Otra vez el oxímetro, y el tensiómetro, y la medición de azúcar en sangre.  Los valores se desbocaron y yo siento que todo me estalla. Quedo sentado en la camilla.

Una enfermera me extrae sangre y me deja la muñeca envuelta en un pedazo de algodón exagerado. Después, suero, y a esperar.

En algún momento, tengo que desandar el largo pasillo e ir al sector de RX: es una sala en penumbras. Alguien –una voz, no logro distinguir el rostro, estoy pegado contra el aparato de rayos- me pregunta los datos personales. El trámite es breve. Vuelvo a la sala blanca: llevo entre brazos la bolsa de suero.

-Llevalo como un bebé –me dice una médica con un leve tono amoroso en medio de este vendaval de situaciones turbadoras. Empiezo a sentir que todo mi cuerpo vuelve a su cauce.

-No  te preocupes, mi amor, todo va a andar bien –me dice después, y me toca la pierna, en un gesto maternal infinito y necesario.

La sala blanca tiene una ventana amplísima con las persianas apenas cerradas, y yo escucho el ajetreo de Carbó: hacia el otro lado veo ir y venir enfermeros y enfermeras, médicos y médicas, la angustia, el escozor, la tensión, ¿y entonces, doctor?

Puse a cargar el celular en una maniobra audaz: en el brazo derecho tengo el suero, y el suero cuelga de un pie que, en la base, tiene un círculo de hormigón –o algo así-: lo muevo, lo acerco al enchufe, me conecto al mundo exterior.

Hago fotos de mis conexiones y mis vendajes y mando whatsapp tranquilizadores.

-Esperamos los resultados de laboratorio y vemos si te quedas o te vas a tu casa –me había dicho la médica del gesto amoroso.

Estuve cinco horas sentado en esa camilla de la sala blanca. Cinco horas en la sala blanca de un Servicio de Guardia un domingo a la noche: rotó el personal, llegaron otros enfermeros, la médica amorosa seguía en su puesto.

Cerca de las 11 de la noche tenía la certeza de quedar internado. ¿En una sala, con oxígeno, cerca de Terapia, en la Guardia, me voy al otro día?

-Salió todo bien. Te vas a tu casa –siento que me indica la médica. No llego a establecer desde donde me lo dice. Sigo aturdido. Me desconectan del suero, me visto, agarro la mochila y no sé qué hacer.

Salgo por donde no había entrado: la puerta de la Guardia en la que todos esperan.

Es domingo, cerca de medianoche, y el hospital es este lugar desangelado. Oigo bisbiseos, gente quieta, que espera. Leo carteles con demandas sindicales en el amplio salón de ingreso y el ronquido de un señor que duerme estirado en uno de los bancos.

Afuera la noche se abre con su bocaza oscura.

No hay nadie.

 

 

 

 

Ricardo Leguizamón

De la Redacción de Entre Ríos Ahora