Al sepelio del obispo castrense Norberto Martina, el jueves 30 de agosto de 2001, asistieron el presidente Fernando de la Rúa, y sus ministros de Defensa, Horacio Jaunarena, y de Relaciones Exteriores, Adalberto Rodríguez Giavarini. Y toda la cúpula militar de entonces: los jefes de Estado Mayor del Ejército, teniente general Ricardo Brinzoni; de la Armada, almirante Joaquín Stella, y de la Fuerza Aérea, brigadier general Walter Barbero, y los jefes de la Gendarmería, comandante general Hugo Miranda; de la Prefectura, prefecto general naval Juan José Beltritti, y de la Policía Federal, comisario general Rubén Santos.
La misa exequial la presidió el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio. Precisamente, Bergoglio sucedió en forma temporal al finado Martina al frente del obispado castrense, hasta que, en 2002, el papa Juan Pablo II nombró a Antonio Baseotto. Tres años después, en 2005, Baseotto protagonizaría un escándalo público con el ministro de Salud de Néstor Kirchner, Ginés González García. Baseotto acusó a González García de apología del delito, por su propuesta de despenalizar el aborto, pero eligió una frase bíblica descontextualizada que lo condenó para siempre: dijo que el funcionario merecería que “le cuelguen una piedra de molino al cuello y lo tiren al mar” por repartir preservativos entre los jóvenes.

Martina, recuerdan ahora los sacerdotes argentinos exiliados en Suiza Luciano Porri y Marcelo Ingrisani, fue el responsable de llevar en 1998 a la casa de formación del clero del obispado castrense, ubicado en Campo de Mayo, al cura Marcelino Ricardo Moya, condenado en 2019 por abuso y corrupción de menores. Llegó a Buenos Aires después de cumplir funciones de vicario en la parroquia Santa Rosa de Lima, de Villaguay, entre 1992 y 1997. Allí cometió los abusos a menores por los que fue condenado, aunque en territorio castrense mostró su predilección sin ambages hacia cadetes y seminaristas. Los buscaba rubios. Pero los revolcones los tenía con quienes accedían a sus peticiones.
Instalado en Campo de Mayo, Moya se abrió paso como «rector» pero en la práctica no fue sino el responsable de los aspirantes al sacerdocio que residían en la Villa San Francisco, en un sitio que se llamaba Ñande Roga (nuestra casa, en guaraní). El seminario del obispado militar funcionó en Campo de Mayo hasta 1999. Luego, a partir de 2000, estuvo en la calle Combate de los Pozos durante dos años, hasta que fue cerrado.
En diálogo con Entre Ríos Ahora desde Biel/Bienne, en la diócesis de Basilea, Suiza, Porri e Ingrisani revelaron cómo Moya buscaba seminaristas y cadetes militares para llevárselos a la cama, de qué modo respondía frente al desaire a su hostigamiento sexual y cómo sometía al escarnio a quienes no congeniaban con su carácter expansivo y campechano.
Pero también hablaron de la forma cómo la cúpula de la Iglesia estuvo al corriente de sus tropelías en Entre Ríos -abusos sexuales y desfalcos económicos con fondos parroquiales- y aún así fue sacado de Villaguay y depositado en Campo de Mayo, bajo el ala protectora del obispado castrense que dirigía Norberto Martina.
Martina había viajado especialmente a Villaguay para hablar en persona con el entonces párroco de Santa Rosa de Lima, Silverio Cena, y conocer los antecedentes de Moya. Lo precedía una situación peculiar: el arzobispo Estanislao Karlic se había negado de forma cerrada a darle autorización para salir de Entre Ríos, y como Martina se mostró firme en llevárselo, le puso como condición que viajase a Entre Ríos. Eso hizo Martina. Fue hasta Villaguay y charló con Cena. Allí, cuenta Porri, oyó aquella frase que, sin embargo, no torció un ápice su resolución: “De cogerse a los monaguillos para arriba, ha hecho de todo”.
Eso le dijo Cena a Martina.
La frase se la reveló a Porri el entonces capellán del Colegio Militar, el sacerdote Juan Lickay, que había acompañado a Martina hasta Villaguay.
El exsacerdote José Carlos Wendler, testigo en el juicio en el que resultó condenado Moya a 17 años de prisión, confirma aquel encuentro con Martina, del que él, siendo vicario parroquial en Villaguay, participó.
Martina contó ante aquel puñado de seminaristas que estaban en Campo de Mayo, entre ellos Porri, que el arzobispo de Paraná, Esetanislao Karlic, se había rehusado a que Moya saliera de Entre Ríos. Pero como el obispo castrense no quiso atender razones y llevárselo igual, Karlic puso como condición que Martina debía primero escuchar al párroco de Villaguay, Silverio Cenas -muerto en 2016. y si después de escucharlo insistía, se lo daba bajo la total responsabilidad de él.
Al obispado castrense Moya llegó con ínfulas principescas, y con el apetito de las fieras en celo. A Porri, un rosarino bien parecido, rubio, de apenas 20 años, quiso tentarlo para llevárselo a la cama. El seminarista lo rechazó y ese gesto le valió un trato humillante de parte de Moya durante el corto tiempo que se relacionaron. “Era una persona sádica. Gozaba de verte mal. Gozaba verte sufrir”, cuenta Porri que, junto a Ingrisani, se consideran exiliados por obra de Moya. Fueron obligados a abandonar sus estudios en el Seminario Castrense.
Porri e Ingrisani tuvieron un trato áspero con Moya, por distintas razones.
Moya se encargó de minar la confianza de los superiores eclesiásticos y Porri e Ingrisani recibieron informes adversos. De Porri llegó a escribir que se vestía «con ropas provocativas». Se alejaron de la casa de formación con los estudios a poco de concluir, y entraron en un período sabático hasta que un funcionario de la Nunciatura, monseseñor Nicola Girasoli, hoy nuncio en Perú, realizó los contactos necesarios y posibilitó su viaje a Italia. Fue la forma de escapar de Moya. Allá concluyeron sus estudios, se ordenaron y nunca más volvieron: el fantasma Moya los persiguió por años, y los llevó a considerarse como ahora se presentan: «sacerdotes exiliados».
Porri tiene ahora 44 años y un recuerdo negro de Moya. La primera vez que lo vio le cayó mal y no le gustó el trato confianzudo que le dispensaba. A él quiso adoptarlo como su secretario personal y llevárselo a Mendoza. Se negó. Y esa negativa fue el principio de una serie de episodios de maltrato y violencia. “Con Moya yo viví un infierno. Con mi rechazo a ser su secretario y acceder a sus pedidos, empezaron las humillaciones. Me insultaba delante del grupo de seminaristas. Me hacía callar, me prohibía hablar, y llegó a pegarme. Una vez, estando en el comedor, se acercó, puso su mano en mi cabeza, y me hizo apoyar la cara contra el plato de comida. Levanté mi cara, me limpié e hice como si no había pasado nada. Usaba una palabra para humillarte: te decía ´caracha´, un sinónimo de porquería», recuerda ahora.
Marcelo Ingrisani, nacido en Saavedra, provincia de Buenos Aires, llegó en 1998 con 30 años al seminario castrense de Campo de Mayo. Había cursado Historia en la Universidad Nacional del Sur, de Bahía Blanca. La primera vez que se topó con Moya sintió el rechazo. En la casa donde se alojaban los seminaristas y Moya, Ingrisani no encontró siquiera una cama para dormir. “Me dieron un colchón y dormía en el piso, a pesar de que el lugar tenía todas las comodidades”, recuerda ahora.
Ese fue el modo cómo Moya expresó su inquina. Cree que su formación académica fue su condena. Moya, tosco, sin tacto, caía mejor en el entorno del obispo Martina, a quien le placía mucho escuchar «chistes verdes».

La carta
Su llegada, la llegada de Ingrisani al seminario castrense, había sido en la primavera de 1998 y antes de que concluyera diciembre ya tenía la expulsión en la mano. Lo echaron y no le permitieron seguir con sus estudios para el sacerdocio. Lo echó Moya. Ahora cree que a Moya le molestó su formación, haber cursado Historia.
Ingrisani no llegó a completar 1998 en el instituto de formación del clero del obispado castrense.
Porri llegó también en 1998 pero al año siguiente ya estaba afuera también.
«En marzo del 1999, se inauguró el nuevo seminario militar en las instalaciones de Campo de Mayo. Para esa fecha, Marcelino hizo echar del obispado a dos seminaristas (Luis Maria Berthoud y Marcelo Ingrisani) porque no eran de su agrado. El resto de los seminaristas (Pablo Guzman, Osmar Rossi, Cesar Tauro, Marcelo Tahuil y yo) empezamos a convivir con Moya. Son innumerables los episodios de humillación, desprecio, maledicencia y abuso de autoridad vividos. Es la persona más soberbia y sádica que he conocido en mi vida. Disfrutaba del dolor ajeno y de hacer sentir que nuestras vidas dependían de él», contó Porri en una carta que le envió al arzobispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari.
Esto sucedía también en la parroquia del barrio Sargento Cabral, donde él era párroco. «Allí vivían tres religiosas (Suor Otillia, Suor Alejandra y la superiora Suor Lourdes de la congregación Franciscanas Hijas de la Misericordia), un día me cuenta Suor Lourdes que este sacerdote tenía algo extraño, maltrataba las mujeres y las despreciaba; en cambio si un hombre le pedía de confesarse saltaba los bancos de la iglesia. Tenía también una relación con algunos cadetes del colegio para sub oficiales General Lemos, estos chicos en su gran mayoría de bajos recursos y del norte del país, tenían necesidades de todo tipo y él se aprovechaba de esta situación», detalla la carta que recibió Puiggari.
En el exilio
Porri e Ingrisani se ordenaron sacerdotes en el exilio, así dicen, el 24 de agosto de 2002. Desde Italia, adonde llegaron primero, le enviaron una tarjeta de invitación a Moya con la certeza de que la recibiría después de que estuvieran ordenados. Sentían un temor inmanejable: pensaban que Moya extendería sus tentáculos para impedir que se convirtieran en sacerdotes. “A pesar de tu maldad, no pudiste con nosotros”, decía la nota que le enviaron. Hasta hoy no saben si Moya finalmente recibió esa invitación.
En 2019, los dos curas, que realizan trabajo pastoral en la ciudad de Biel/Bienne, en la diócesis de Basilea (Suiza), se enteraron de la condena que recibió Moya.
La condena
El viernes 5 de abril de 2019, la Justicia dio a conocer el adelanto de sentencia en la causa por corrupción de menores y abuso sexual que se le siguió al cura Marcelino Ricardo Moya, y anunció una fortísima condena: 17 años de cárcel.
Dos datos clave contiene la sentencia: se apoyó fuertemente en el testimonio de las víctimas, cuyos relatos dieron por cierto los jueces, y reprochó el grosero encubrimiento que llevaron adelante los sucesivos jefes de la Iglesia de Paraná en los últimos años: Estanislao Karlic -de 1983 a 2003-, Mario Maulión -que ejerció 2003 a 2010– y Juan Alberto Puiggari -que sucedió a Maulión y sigue actualmente-, que aún sabiendo de los hechos no los denunciaron en la Justicia.
No fue a prisión de inmediato Moya: sigue libre hasta que ese pronunciamiento judicial quede firme. Claro que esa situación no se ha podido dar por cuanto desde el 10 de mayo de 2019 el caso duerme el sueño de los justos en la Cámara de Casación Penal de Concordia, que más de un año después no se ha podido pronunciar respecto de la apelación que planteó la defensa de Moya.
Luciano Porri se enteró hace poco de la condena a Moya. Se lo contó su mamá, y entonces empezó a googlear, y atando cabos, contactó a uno de los denunciantes del cura, Pablo Huck. Entonces, se dispararon los recuerdos que lo devolvieron al horror de sus años de seminaristas cuando Moya era el responsable de esos muchachos que aspiraban al sacerdocio, y los sometía: a unos, a sus apetitos sexuales; a otros, a su autoridad déspota; a todos, a la humillación.
«Cuando nosotros ya estábamos en Roma, más precisamente en los inicios del 2001; Moya se fue de maniobras (era también jefe del servicio militar de los capellanes de Campo de Mayo). Las maniobras como se llama en el ambiente militar, son las salidas a campo abierto para ejercitarse en el arte militar. Esta vez era en Mendoza y Moya fue y busco a ´su cadete´. Los encontraron teniendo sexo, fue por tal motivo que al cadete lo echaron y el ejército prohibió la entrada de Moya en todas las instalaciones militares. Fue así como Mons. Martina reenvió a Moya a Paraná», dice la carta que recibió Puiggari estos días.
El texto contiene una frase lapidaria, reveladora: «Todos los obispos de ese momento sabían y miraron para otro lado».
Entre ellos, claro, Karlic.
Ricardo Leguizamón
De la Redacción de Entre Ríos Ahora