Faltan horas. Este viernes, a las 12, el Tribunal de Juicio y Apelaciones de Concepción del Uruguay, conformado por los jueces María Evangelina Bruzzo, Melisa Ríos y Fabián López Mora, dará a conocer el adelanto de sentencia en la causa por abusos y corrupción de menores que se siguió al cura Marcelino Ricardo Moya. La causa se abrió tras una denuncia que hicieron el 29 de junio de 2015, en los Tribunales de Paraná, el médico Pablo Huck y el estudiante de Derecho Ernesto Frutos, y que derivó en el tercer proceso contra un miembro del clero de Entre Ríos, llevado al banquillo por corromper menores que estaban a su cuidado.

«Trato de estar tranquilo. Pero me cuesta trabajar y no tener la cabeza en Concepción del Uruguay», dice Pablo Huck, desde la Guardia del Sanatorio Morra, de Córdoba Capital, donde realiza su residencia en Psiquiatría. Sabe por qué lo dice. De sobra conoce el proceso que atravesó, que atraviesa. Haber denunciado a Moya en la Justicia le abrió las puertas a un proceso duro, doloroso, pero necesario, dirá. «Cada paso que se consigue en este proceso es una suerte de victoria», analiza entonces.  «Haberlo sentado a Moya en el banquillo de los acusados es haber dado un orden a este desorden. Antes, si uno denunciaba a un cura por abusos, el camino que seguía era la negación del hecho y todo quedaba ahí. Eso ya no pasa. El solo hecho de ponerlo en el banquillo ya es una batalla ganada», cuenta.

Dice que el juicio a Moya -que se desarrolló los días 21 y 22 de marzo, y que se cerró con los alegatos el jueves 28, con el pedido de una condena altísima, 22 años de cárcel para el cura por parte de los fiscales Mauro Quirolo y Juan Manuel Pereyra, petición a la que se sumaron los querellantes Florencio Montiel y Juan Pablo Cosso- «expuso la verdad. Quedó al descubierto que todo Villaguay sufrió esto. Una comunidad fue víctima de Moya, y en todo esto, toda la iglesia se puso al servicio del ocultamiento. Por eso, si hay coherencia, Moya tendría que ser condenado».

El cura Moya estuvo como vicario de la parroquia Santa Rosa de Lima y profesor en el Instituto La Inmaculada, de Villaguay, entre 1992 y 1997. En ese período se sitúan los hechos que se juzgan.

La condena al cura Moya, la condena a 22 años de cárcel por abuso y corrupción de menores, vislumbra Pablo Huck, «sería algo grandioso. En lo personal, sin duda. Para mí sería una batalla ganada, y la superación de  una etapa de dolor y oscuridad, de lucha, de incertidumbre, de dudas, de ansiedad, de desorden, que llegaría a su fin. Le pondría un sello. Pero también sería un logro para toda una sociedad que busca justicia. Y que persigue la condena de este tipo de delitos, para que no se repitan».

Piensa luego en un desenlace distinto, un escenario en el que no haya condena. «Sería poco feliz», obsreva. «Uno busca orden y lógica, y que exista la justicia. Que no sea condenado, para mí sería volver de alguna manera a sufrir esa cuestión de falta de coherencia. Lo que deseo es que sea condenado», puntualiza.

Ernesto Frutos también espera lo mismo.

«Quiero que lo condenen, por Pablo, por mí, por el resto de los damnificados. La prueba que hay en contra de él es contundente. Lo que intentó hacer la defensa en el juicio fue bastante infantil. Trataron de desconocer lo que estaba probado. Están todas las pruebas, lo que se dijo en el juicio, las pruebas psicológicas. Para mí, hay suficiente para condenarlo  -afirma-.  Y mi expectativa es que lo condenen, y que le den los años que piden la querella y la Fiscalía. Lo que corresponde es que le den los años que pidieron».

 

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Pasaron casi cuatro años de la primera vez que los dos hablaron, entonces bajo reserva de su identidad. Pablo Huck y Ernesto Frutos atravesaron un proceso larguísimo de sanación hasta llegar a esta etapa, tenerlo al cura Moya, su abusador, sentado en el banquillo de los acusados.

Acá, la entrevista que dieron el 29 de junio de 2015, después de haberse presentado en la Justicia:

 

Cuatro horas después de testimoniar en la Justicia, P.H., 36 años, médico, salió con gesto resuelto del edificio del Ministerio Público Fiscal, donde estuvo cara a cara con el fisal Juan Francisco Ramírez Montrull, y dijo, enfático, sin ambages: “Yo ya estoy jugado”.

Eran cerca de las 3 de la tarde de un lunes gris y húmedo, ni de sol glorioso, ni de cielo diáfano: un día incómodo. Media hora después de salir del edificio de Tribunales, P.H. se sentó a hablar, y dijo, sin rasguños: “A los ojos de hoy, me es difícil entender las cosas. En ese momento, yo era un pibe, y a mí me hablaban de dogmas y de pecado, y el referente espiritual que yo tenía, que tenía mi familia, me practicaba sexo oral, me masturbaba. Era muy fuerte”.

Había amanecido a la vida con la certeza de que sería un chico bueno, esos chicos buenos que se sacan buenas notas en la escuela, que llevan al hombro la bandera, y todo eso fue la niñez para él. Sacó buenas notas, fue abanderado en el Colegio La Inmaculada, de Villaguay, y alguna vez le contó a sus padres su intención de ingresar al Seminario, ser cura.

No fue sacerdote, pero fue un perseverante de la vida religiosa en la parroquia Santa Rosa de Lima, donde en los primeros 90 recaló como vicario un joven cura, Marcelino Ricardo Moya. El cura fue, desde que llegó, un hombre expansivo y seductor: ganó el afecto de las familias y de los jóvenes, y cada día, la casa parroquial acogía a chicos que iban a estar con el cura como si fueran a la casa de un amigo.

P.H. habló de todo eso, su niñez, su adolescencia, el cura, sus miedos, sus angustias, sus pesares y sus sufrimientos, y habló durante casi cuatro horas en la Justicia.

“Cuando declaré ante el fiscal, intenté recordar cada detalle, pero no pude definir muy bien los tiempos. Sí soy conciente de haber formado parte de la Acción Católica antes de que llegue Moya, y estar vinculado a la Iglesia. Y cuando llega, lo conozco de la iglesia, y como profesor del Instituto La Inmaculada, donde yo era alumno. De estar en el grupo de Acción Católica a formar parte de su grupo más cercano, no tengo la secuencia, cuándo pasó, como pasó. En realidad, intenté metabolizarlo para sacármelo de la cabeza. Era un tipo con una personalidad súper seductora. Creo que a muchos les va a llamar la atención en Villaguay cuando conozcan la denuncia”, dijo.

La denuncia es por abusos contra el cura Marcelino Ricardo Moya, hoy párroco de Nuestra Señora de la Merced, de Seguí: haber abusado de adolescentes cuando fue vicario en Villaguay, adonde estuvo destinado entre 1992 y 1997.

P.H. fue una de sus víctimas, y ayer lo contó en la Justicia.

Después. P.H. terminó la secundaria en La Inmaculada, y en 1997 se instaló en Rosario, y en Rosario se recibió de médico. Entre 1999 y 2014 tuvo tres terapeutas con las que trató la situación de abuso por la que atravesó de chico, y solamente a finales del año pasado pudo contárselo a sus padres. Cuando se lo contó a su hermana María del Huerto, ésta se conectó con el actual párroco de Santa Rosa de Lima, José Dumoulin, y éste lo impulsó a hacer la denuncia judicial.

Eso hizo ayer.

–¿A qué edad ocurrieron los abusos?

–No puedo definirlo con precisión. Ocurrieron entre los 14 y los 16 años. Pero en el relato que hice en la Justicia no pude precisar bien en qué año ocurrieron. Sé que dormía en la parroquia, sé que el cura me masturbaba, sé que me practicaba sexo oral. Eso no me olvidé, y no lo olvidé incluso a pesar del trabajo que hice por no recordar. Yo pensé incluso que iba a poder olvidar todo. Pero no pude. Siento como si me pasó una aplanadora espiritual. Incluso, tuve que alejarme de mi profesión, porque caí en el desinterés, en no poder ver al otro como alguien que necesitaba ayuda, sino que sentía desprecio por todo. Estoy como en una pausa.

–Pudiste superar la situación, hacer la denuncia, ¿y ahora?

–Hoy siento que me subí a una moto de 600 centímetros cúbicos y no me quiero bajar. Estoy jugado, quiero seguir con esto en la Justicia, y que no le pase a otro pibe lo mismo que me pasó a mí. Lo que me pasó a mí fue un robo de la inocencia, me quebraron la metáfora de la vida. Sentí que, de golpe, me dijeron en la cara que los reyes magos no existían. Yo siempre hice todo lo que debía hacer, como el chico bueno que era. Pero me pasó esto, y sentí que el mundo no tenía escrúpulos.

–Debió ser un proceso duro llegar a la denuncia en la Justicia.

–A mí me mueve un principio simbólico: primero, asumirme como víctima y después poder dejar de serlo. No quiero quedar atrapado en el lugar de víctima. Para dejar de ser víctima, tengo que llamar al orden a mi psiquis. Para dejar de ser ese chico abusado, tengo que pasar a ser un adulto denunciante, sin ser hipócrita.

E.F. estaba una tarde en la casa parroquial y en un momento se quedó a solas con el cura Marcelino Moya, y no sabe cómo, ni por qué razón, ocurrió aquel zarpazo: empezó a tocarle la entrepierna.

No lo pensó demasiado ni tuvo reparo alguno: se lo sacó de encima, salió corriendo, y lo primero que hizo fue contárselo a sus amigos –que no le creyeron–, y lo segundo, ponerlo al corriente a su padre –que no quiso hacer la denuncia– de modo que ese mismo día tomó una decisión sin apelaciones: no pisaría jamás nunca una iglesia, ni estaría cerca de ningún cura, ni se sumaría a ningún grupo católico.

Ahora E.F. tiene 33 años, es estudiante avanzado de Derecho y el segundo denunciante del cura Moya.

“Yo estaba siempre en la iglesia, y de un día para el otro desaparecí”, recordó ahora. “Mi viejo decidió no denunciar nada porque el cura era muy querido, y entonces eso iba a sonar muy loco. De hecho, ninguno de mis amigos me creyó. Les dije: “El padre me manoseó”. No me creyeron. Hice dos años de terapia, y todo esto me costó mucho. No me permitió ser feliz. Lo mejor que podía hacer ahora era hablar, cortar con el silencio, y que no le vuelva a pasar esto a alguien más. Quiero advertir que estas cosas pasan, y que le ha pasado a mucha gente. Lo mejor es hablar, que se sepa”, cuenta.

–Lo pudiste hablar, pero no te creyeron.

–Hubiese sido mejor que me creyeran, porque con este silencio que hubo por tantos años no sé si no se ocultan más cosas. No sé si alguno de mis amigos no sufrió algo similar a lo que me pasó a mí.

–¿Qué recordás que te pasó después de ese abuso?

–Me perseguí mucho. A mis amigos los seguí tratando en otros ámbitos, pero nunca más volví a la Iglesia. Yo andaba por la calle, veía cierta gente, y me alejaba. No quería cruzarme al padre en ningún lugar. Vivir así era muy complicado, y eso te pasa factura. Te volvés desconfiado y eso te va en contra, y te erosiona las relaciones con los demás. En la facultad, prácticamente me volví un solitario. Ahora me estoy abriendo un poco. Pero esto me traumó.

 

 

De la Redacción de Entre Ríos Ahora.