Por Julián Stoppello

 

 

A primeras horas de la tarde, antes de la merienda, Isabel me pedía que le hiciera unos mandados en el almacén de don Geuna que estaba a la vuelta de la calle de los plátanos. Para llegar hasta lo de Geuna, yo debía pasar por el frente de la casa de Gisel y Hugo y también por el frente de la casa de Nelly Pastor.
Digamos que el encuentro con Gisel, más allá de notar en sus ojos el reflejo de un pobre huérfano extraviado y sin destino, era la parte buena del viaje. La parte difícil era pasar debajo de la ventana de Nelly Pastor.
Ella vivía en una casona antigua y gris de humedad en la perpendicular norte de la calle de los plátanos. Era raro que no estuviera apoyada en la ventana de su casa, a unos dos metros de altura, con un vaso en la mano y un cigarrillo humeando entre los dedos.
Nelly, supe después, era bioquímica y había trabajado en el hospital. Pero las cosas no habían resultado muy bien, incluso antes de instalarse en la ventana a la altura de la horqueta del jacarandá que estaba en la puerta de su casa. Ya no iban bien, en realidad, cuando se alzó con el Gordo de Navidad que le permitió dejar de trabajar y pasar buena parte del día apoyada en la ventana, tomando vino blanco, fumando cigarrillos negros y peleándose con los vecinos. Con la plata la cosa no había repuntado.
La Nelly que yo recuerdo tenía los ojos nublados por unas lágrimas cristalizadas, se estaba empequeñeciendo, pero su voz tronaba y era una rajadura en el clima amable del barrio. Apuntaba contra las doñas que salían a la puerta a conversar o pasaban de compras: las chistaba, se levantaba el abrigo y les mostraba las tetas desde la ventana.
A veces se la oía gritar, desde lejos, acusando a los vecinos de la calle de los plátanos: “degenerado, sorete!”, aullaba Nelly Pastor cada vez que pasaba por enfrente Pereyra, el hombre de los bigotes amarillos. El hacía como si nada, se raspaba nomás, los bigotes con la yema de los dedos y miraba las baldosas del piso como adivinando alguna trampa de flojera.
“Nunca te acerques a esa vieja borracha y asquerosa”, me decía Isabel.
Yo no sabía qué daño me podía hacer, pero de muy chico se me figuraba como una bruja que con solo derramar el contenido de su vaso en mi cabeza, podía borrarme de la tierra o convertirme en un muñeco de yeso, para adornar su patio entre la maleza y los rosales enmarañados.
Isabel repetía una de las tantas historias que se decían en el barrio: al día siguiente de ganar Gordo de Navidad, Nelly había ido a trabajar con una borrachera violenta en su punto culmine, había entrado a la dirección del hospital y se había desprendido el uniforme blanco, con una sola mano, mirando al director con sus ojos de muñeca, como un par de piedritas pardas y delicadas, hundidas al fondo de las lúgubres ojeras.
Parece que Nelly se quitó el delantal, ya sobre el final, como si estuviera sucio con mierda y se quedó unos segundos de pie, con el cuello hacia delante, los hombros rectos y la barbilla levantada levemente, al modo de una modelo que se ofrece al artista en su mejor perfil. El tipo se congeló en una media acción, con las manos agarradas del asiento como en gesto de levantarse, pero sin completar el movimiento.
Ella tampoco le dio tiempo: se subió al escritorio, abrió un poco las piernas frente a él y orinó sobre los papeles desparramados mirando al director con la furia de sus ojos enrojecidos. Después se limpió con un papel que recogió ahí mismo y salió de la oficina con su delantal al hombro, moviendo el culo por el pasillo hasta la puerta.
Yo apuraba el paso y miraba directamente al suelo cuando se aproximaba el momento de atravesar la fachada de la casa gastada de Nelly Pastor. Pero ella me llamaba con su voz cascada, como si tuviera pegada en la garganta una pátina de arena y piedritas chinas: “Ey rulitos de oro, vos rulitos, ¿no vas a saludar a la tía Nelly?”
Me detenía arqueando la espalda como descubierto, de improviso, en la escondida y la saludaba con la mano. Entonces Nelly podía hacer dos cosas: o tirarme por la ventana alguna golosina o estirarse para darme dinero. Yo sabía para qué era la plata, tenía que comprar un tres cuarto blanco y un paquete de Particulares en lo de Geuna. Así casi todos los días: golosina o compras. Si era lo segundo, ella me esperaría con la puerta entornada y desde adentro me ordenaría que dejase las cosas en el pasillo oscuro. “Gracias rulitos de oro, un día de estos me tenés que regalar un rulo”, gritaba desde algún lugar de su guarida.
Por entonces yo me había hecho jugador de básquet y formaba parte de un equipo en el club, a la vuelta de la calle de los plátanos. Y no es que Nelly supiera de todo el tiempo que le dedicaba a tirar al aro y tratar de aprender un poco. Era improbable que supiera. Pero había algo en ella, algo que te hacía pensar que sí sabía, que en realidad sabía todo.
Una tarde pasé para hacer los mandados a lo de Geuna y Nelly me extendió un bollito con dinero desde la ventana para que consiguiese sus provisiones de siempre. Pero aquella vez, a la vuelta, en el zaguán de la puerta donde yo dejaba sus cosas, había una pelota detrás del umbral.
“Es un regalo mío Rulitos de Oro”, gritó con su voz de herrumbre. La agarré con cierta dubitación, todavía afectado por la visión de Nelly que flotaba en el barrio, aunque ella me tratara todos los días del mismo modo, con una calidez a distancia, como si únicamente así pudiera entrar en contacto con alguien, como si acercarse a otra persona pudiera lastimar al roce con mayor gravedad que un abrazo a las ramas de un espinillo.

De la Redacción de Entre Ríos Ahora