Por José Amado y Ramiro García (*)

Iván se sienta en una silla con un micrófono que le apunta a la cara. Tiene enfrente a un hombre y dos mujeres, sentados en un estrado un poco más elevado; a la izquierda, una fiscal de pelo crespo que necesita una ayuda, la acusación se le escurre entre tantas mentiras; a la derecha, el abogado estrella que siempre sale en la televisión, confiado en que sacará por la puerta de los Tribunales al hombre que está acusado de matar a Pachita González. Sentado al lado de su defensor, el sospechado esfuerza un gesto inocente.

Lo que cuenta no sirve para alcanzar la verdad judicial sobre el crimen del pibe de 14 años. Lo que oculta conduce a la impunidad. Dice una cosa y después otra; da vueltas, se contradice, se desdice, tergiversa lo que ya había declarado.

En una hora, Iván estará preso en el calabozo de Tribunales por falso testimonio.

En siete días, estará muerto de un balazo en un basural del barrio Gaucho Rivero, por robarle el celular a su amigo.

Pero ahora, fiscal, defensor y jueces, intentan sacarle sus recuerdos. No hay preguntas que puedan romper el pacto de impunidad. El interrogatorio empieza y vuelve a la escena del 15 de septiembre de 2011 en la plaza del barrio Anacleto Medina.

***

El 15 de septiembre de 2011, en la plaza del barrio Anacleto Medina, se juntan los de siempre: Maxi Magallanes, Leo Becan, Iván Troncoso (Pato), Lucas Paniagua y Pachita González, aunque faltan varios. La madrugada recién comienza, el frío se soporta y dos se separan: dicen que necesitan un destornillador para robar una moto o lo que sea.

Pachita y Lucas tienen 14 y 17 años. Suben por calle Luis Palma, en esta madrugada desierta, desde la plaza hasta el barrio Gaucho Rivero, que en esta parte de la ciudad es lo que llaman “arriba”. Tal vez doblaron en Selva de Montiel y una cuadra después tomaron por Patrono San Miguel, una calle de solo dos cuadras con el nombre del santo oficial de Paraná, para estar ya en territorio del barrio Padre Kolbe. O quizá dieron varias vueltas por las calles breves y empinadas del oeste, hasta llegar al Ford Taunus parado frente a la casa de la familia Villanueva, bajo la sombra que los árboles proyectan al tapar la luminaria. El auto de la década del 80 no tiene nada de valor, ni siquiera funciona.

Entre las 2 y las 3, un estruendo rebota en las ventanas y se pierde por un descampado. La perdigonada del escopetazo alcanza a Pachita por la espalda y le destroza corazón y pulmones. A 15 metros del Taunus, cae con el rostro contra el pasto de un terreno baldío y un destornillador apretado en la mano izquierda. Un gorro de visera plana y ancha le protege la cabeza del rocío hasta que llega la Policía.

Lucas corre y dobla en la esquina. Aunque dirá que llegó a su casa y se acostó a dormir, la única vecina que se asoma por la ventana de su casa, lo ve irse y, a los minutos, volver: mira a su amigo muerto, y se va para nunca decir la verdad sobre los últimos minutos en la vida de Pachita.

En realidad, sí lo cuenta. A los pibes de la plaza y a otras personas que saben lo que pasó y quién le disparó. Pero al momento de declarar en la Policía y en el Juzgado de Instrucción, nadie dice nada.

Lucas ensaya una versión que repetirá hasta el final: un hombre de remera blanca sale de la planta alta de una casa, se asoma por la escalera con una escopeta y dispara. Dice que no le vio la cara. La investigación apunta a Matías Villanueva, dueño del Ford Taunus, que vive en esa casa. Se cree que mató a Pachita para vengar el intento de robo del auto que no tiene nada de valor, ni siquiera funciona. Pero nada cierra: autopsia, trayectoria del disparo, dermotest, testigos, nada coincide con la declaración del principal testigo.

En la plaza ya no queda nadie. El grupo se separa y tal vez vuelven a juntarse algunas veces más. Ya saben lo fácil que se mata y se muere en estas tierras de nadie. La familia postiza que se reúne en una esquina, en los escalones de una especie de anfiteatro de la plaza del barrio Anacleto Medina o al lado del mástil, empieza a romperse.

Matar y morir será, en los años venideros, la regla ante diferencias, deshonras y broncas instantáneas, en este rincón de la ciudad  donde encuentra vigencia la reflexión del sociólogo Javier Auyero y la maestra María Fernanda Berti, quienes en su trabajo sobre la violencia en un barrio del conurbano de la provincia de Buenos Aires, documentado en el libro La violencia en los márgenes, sostuvieron que esa forma de resolver conflictos “no es producto de un comportamiento individual desviado sino de un contexto más amplio que diversos autores denominarían ‘violencia estructural’-contexto que incluye las perniciosas intervenciones estatales”.

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Ramón Fernando González llevaba el apellido de su madre. Pero era tan parecido a su padre que, pese a que nunca lo reconoció, le estamparon el mismo apodo, aunque en diminutivo.

Osvaldo Palacios es El Pacha, un peso pesado de la zona oeste de la ciudad. Sin ser empleado municipal, maneja buena parte del sindicato del sector. “Es empleado en planta permanente de la Caja de Jubilaciones de la provincia desde 2006, con una adscripción al Concejo Deliberante; primero fue subsecretario de Servicios Urbanos Ambientales de la comuna, con José Carlos Halle y después, coordinador de la Unidad Municipal 2”, refiere en el libro Las Cenizas del Narco, el periodista Daniel Enz, donde lo vincula a personajes y episodios delictivos. En Paraná hay cuatro unidades municipales, que se reparten un cuarto de la ciudad cada una. La número dos comprende todo el oeste, donde está la mayoría de los barrios más vulnerables, y concentra cientos de trabajadores que se encargan de las tareas de limpieza y mantenimiento general del sector.

“A Palacios siempre le gustó vivir bien. Se hizo construir una costosa vivienda en la zona de Lomas del Sol, a media cuadra de la cooperativa de agua. Allí tiene un cuarto de manzana (la construcción se habría concretado en tierras fiscales), con todo un paredón que rodea el predio, donde aparecen dos costosas propiedades con techos negros y una amplia pileta”, describe el periodista Enz en la investigación.

Cualquier candidato a la comuna necesita su número en la agenda del celular, aunque es más que un puntero para caminar los barrios durante una campaña. Palacios fue un mentor de la cultura del apriete y el patoterismo que se instaló en el ámbito municipal hace muchos años. Así lo evidencia el archivo periodístico que lo muestra en la primera fila de los conflictos gremiales con incidentes, donde no se reclama tanto por salarios o condiciones laborales como por contratos para sus allegados.

Su rival ha sido siempre Daniel Celis, alias Tavi, quien ganó la pulseada electoral en 2015 cuando el radical Sergio Varisco venció a la justicialista Blanca Osuna por la intendencia. Un año y medio después, en una causa de la Justicia Federal, quedó de manifiesto el verdadero interés detrás de la disputa por dominar las Unidades Municipales y el sindicato: el uso de la estructura (personal, vehículos y recursos financieros) para el comercio de droga.

El nombre de Palacios inspira respeto en barrios de la zona oeste de Paraná: “Me hizo entrar en la Unidad 2”, “Consiguió chapas para una familia que se le quemó la casa”, “Trae alimentos”, “hizo asfaltar la cuadra”. Una especie de intermediario entre los más necesitados y el poder.

Ese espíritu paternal no lo tuvo con su hijo. No apareció en el juicio ni utilizó su poder e influencias para que se supiera la verdad. Ana González, la madre de Pachita, cuando declaró en el juicio contra Villanueva, pidió que le preguntaran a Palacios si sabía algo. “Conoce a mucha gente y seguro sabe quién mató a mi hijo”, dijo. Pero fue en vano. No hubo respuestas de parte de él.

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Hay que preguntar a no más de tres vecinos para llegar a la casa de Mirta. Está a la vuelta de la capilla San Martín de Porres, punto de referencia para cualquier cosa en el barrio Anacleto Medina. La calle Los Minuanes atraviesa una barranca: deja, a un lado, viviendas en altura, y al otro las que bajan hacia los bañados de la Laguna Escondida, más conocida como la laguna de Anacleto, y más allá el río Paraná. Los líquidos cloacales inundan las cunetas y parece que ya nadie reclama para que arreglen el alcantarillado. Un chico señala el domicilio de la tía de Pachita, acompaña hasta unas escaleras que suben a la vereda y señala la puerta. En realidad, es una chapa que se levanta manualmente y se corre para acceder al patio. Hay una casa de ladrillos, rodeada de escombros, palos y maderas. Varios cables para tender la ropa cruzan el espacio. Hacia el oeste, la precariedad se compensa con el paisaje que devuelven la laguna y el Paraná: en este balcón al río pasó sus últimos días Ramón González. Mirta casi no duda, acepta y comienza a hablar como si a su sobrino lo hubieran matado ayer. Se forma una ronda en la que están su hijo, su nuera, su sobrina y dos nietos que miden centímetros pero les alcanza para caminar y jugar. La mujer tiene 42 años, pero su voz, algo corroída por el cigarrillo, denota un cansancio que redobla ese tiempo. Así recuerda a Pachita y cuenta cómo es la vida después de su muerte.

¬ꟷLa madre viajó, quedaron los tres chiquitos conmigo y Ramón también. Pero ¿qué pasó? Ella le dio permiso para que se vaya a la casa de una amiga allá abajo para quedarse. Él me dijo: “Tía yo después vuelvo, quédate tranquila”. “No te vayas porque tu mamá se fue”, le digo yo. “Pero si mi mamá me dio permiso para quedarme en la casa de la Michi Troncoso”; dijo él. Yo le decía que no, que no fuera. Después vino a buscarlo Lucas Paniagua y se lo llevó.

Ese día yo me levanté a las 6 con un presentimiento raro. Lo llevé a los chiquitos, hermanitos de él, hasta la parada para ir a la Escuela Hogar, y por ahí había un nenito que me dice: “Doña, Doña ¿se enteró? Mataron a un chico de 14 años allá arriba”. “Decime quién es, cómo se llama’, ‘No se doña, sé que lo mataron’. Vine a mi casa, limpié todo y eran como las 10 y media cuando andaba una camioneta de Homicidios, preguntando por un chico que habían asesinado. En  ese momento yo salgo y les digo:“¿no saben el apellido?”. “No, no sabemos, está en la morgue. Tiene un lunar acá”. Cuando me dijo tiene un lunar acá dije: “¡Ay no!, es mi sobrino.” Entonces yo agarré, tenía una computadora que le dieron en la escuela a mi hijo, y tenía fotos de él. “¿Es él? Porque si tiene un lunar es él”, les decía yo. “No, señora, quédese tranquila que capaz que no es él”. “No”, les digo, y empecé a temblar entera. “Llevame, llévame”, le digo. Saqué el documento de él y me llevaron. Cuando llego a la morgue, era él. Quedó todo en la nada, porque no se hizo justicia por mi sobrino.

Quedó en la nada. La vida en Anacleto no vale nada. Tenía 14 años. Eso fue una cama. Y el Lucas Paniagua nunca pagó nada porque él fue el que se lo llevó de acá. Son varios. Y el tipo que lo mató, nunca me olvido, varias veces lo vino a buscar acá, es un narco. Él es narco y vino varias veces a buscarlo acá, encapuchado. De la cara nunca me olvido. Un día le dije a mi hermana: “Fijate bien porque ese que está en la puerta buscándolo, que no sé para qué lo quiere, ese es narco, varias veces lo vino a buscar”. De la cara no me olvido nunca. Lo mandaba a mi sobrino a hacer cosas, a robar, y le tenía que traer a él. Yo no me explico todavía cómo están libres. Varias veces vinieron los que estuvieron en toda la muerte, como amenazando. Magallanes se me reía en la cara.

Después que pasó eso con mi sobrino, empezaron a robarme y a tirotearme la casa. Mirá la casualidad que a mi hijo le achacaron de que había robado un arma. Y después me vengo a enterar que con esa arma habían matado a mi sobrino. Y yo a esa arma la recuperé y la tuve en mis manos. Porque al que se la habían vendido le di la plata y la recuperé: “Dame eso -le dije-, que por eso me están haciendo problemas a mi hijo y me quieren matar a mí”. Después vino uno de acá atrás que le dijo a mi hijo: “Dame que la voy a probar”, la llevó y se las devolvió.

El 15 de septiembre van a ser siete años que lo mataron. A mí no me daban el cuerpo porque necesitaban la firma de mi hermana. Así que tuvimos que esperar que venga del viaje. Como a las 6 de la tarde vino, y como a las 10 de la noche nos entregaron el cuerpo, que yo lo velé en mi casa. Los que estuvieron con él esa noche, se borraron todos. Como siempre le digo a mi hijo, no hay amigos. No existen los amigos. Amigo es un hermano o tu padre y nadie más. Imaginate que cuando fui a reconocer el cuerpo, el policía me dijo: “¿Va a poder entrar?”. “Sí”, le digo, y cuando lo vi estaba golpeado, como si él rasguñaba la tierra para pedir auxilio, y con los ojos abiertos y sonriendo. Eso jamás me lo olvido yo. Mirá que he intentado ir a la psicóloga, pero me quedó para siempre. Encima con la locura que tenía yo ese día le decía: “Levantate, Ramón, vamos”. Porque estaba con los ojos abiertos y sonriendo. Eso no me lo saca nadie de mi cabeza. Mis días son un calvario desde ese día. Yo lo cuidaba como un hijo, le decía a mi hermana: “no lo dejes ¿para qué lo vas a dejar que se quede allá? Si acá tiene un lugar, siempre está conmigo”. Y él me dijo: “Tía quedate tranquila”. Yo lo esperé, siempre lo salía a buscar a las tres, cuatro de la mañana, y me lo traía. Ese día como yo estaba con los más chiquitos, no pude salir a buscarlo. Pero algo me decía que algo le iba a pasar. Yo salgo a acompañarlo a mi sobrino que vivía acá al lado también, sentí un fuerte dolor de pecho y ya no pude dormir.

Lucas Paniagua es el mismo que metieron preso ahora por el crimen de los Godoy. Y es el mismo que nunca dijo la verdad. A mí me quedaron muchas dudas, ahí ninguno dijo la verdad, te das cuenta. Me da para pensar muchas cosas porque cuando nos metieron en la misma piecita para declarar, él me vio y agachó la cabeza. ¿Por qué hizo así? Algo esconde.

Ramón estaba en un hogar en Viale. Yo iba a verlo siempre. Por adicciones, la madre lo metió ahí. A él le dieron salida y justo cayó para mi cumpleaños, después volvió y salió devuelta, le dijo a mi hermana: “Mami yo me voy a portar bien”. Vivía acá en mi casa y con la computadora de mi hijo se ponía a jugar. Me dijo: “Tía, pedile el documento a mi mamá así me anoto en la escuela”. Siempre hay que luchar por un hijo, yo tengo un hijo con adicciones, la peleo hasta el día de hoy. He buscado ayuda, ahora va a cumplir 22 años. El estuvo internado, salió re bien, re groso, hacía tallados de madera, y ahora tiene que empezar la escuela. Quiero un futuro para él, tiene un hijo, ella es la mujer. Hace mucho tiempo que dejó la junta. Salía con los amiguitos esos y me robaron a mí y hasta lo querían matar a él. No es fácil.

***

A Maxi Magallanes lo llevan desde la tumba de la Unidad Penal N° 1 de Paraná hasta el salón perfumado del Palacio Judicial. El contraste de la inversión estatal entre ambos lugares se expresa con mayor nitidez, más que en los cerámicos laqueados y las luces dicroicas, en los tres aires acondicionados para una sala de audiencias de no más de diez por cinco metros: uno cada 16 metros cuadrados. Pasaron cuatro años y un día del homicidio de Pachita González y el testigo se para frente al hombre de barba y las dos mujeres que representan al Poder Judicial.

ꟷ ¿Jura usted decir la verdad de todo lo que le fuera preguntado en esta audiencia?

ꟷSí.

A Maximiliano Jesús Magallanes esos formalismos no lo comprometen. Las preguntas van y vienen en torno a la madrugada del 15 de septiembre de 2011 en la plaza del barrio Anacleto Medina.

ꟷPrimero fuimos a la casa de la finada Cloti Pérez, que nos invitó a comer unos sánguches de milanesa. Después nos fuimos a la placita. Lo único que tenía Pachita era un destornillador, que le dicen chupete, para ´chupetear´. Estábamos todos relocos y ellos dijeron que tenían que hacer un hecho, iban a robar una moto.

Dice una y otra vez que no se acuerda de nada, que recién supo que mataron a Pachita al otro día cuando fueron los de Investigaciones a su casa, como si hubieran repartido el mismo libreto a todos los pibes que se reunieron en la plaza. Se excusa en que ha consumido tanta droga y tantas pastillas que le afectaron la memoria. El acta del testimonio en el juicio solo refiere: “Se le exhibe para que reconozca el destornillador secuestrado en autos y lo reconoce como el que llevaba Pachita ese día, aclaró que el mismo estaba gastado, estaba afilado para poder ‘chupetear’ motos, explicando que se usa como llave para arrancar la moto. Sirve también para abrir un auto, se usa poniendo en la cerradura del auto hasta que lo abren. Reconoció también la visera como la que llevaba Pachita, y dijo saber que andaba con esa visera porque le gustaba. No reconoció el paquete de cigarrillos ni el encendedor”.

El juicio recién empieza pero ya huele mal. Los jueces Elisa Zilli, Marcela Badano y Alejandro Grippo se impacientan. La fiscal Matilde Federik afila su cuestionario. El defensor Marcos Rodríguez Allende observa tranquilo.

Después que Maxi Magallanes sale del salón para volver a la cárcel, entra Lucas Nahuel Paniagua. El pibe del barrio San Jorge tiene 21 años, dice que era amigo de Pachita y la va a pasar mal: parece sentir vergüenza por confesar que, en la madrugada del 15 de setiembre de 2011, después de juntarse en la plaza del barrio Anacleto Medina, había salido a robar con Pachita. Pero quedará en evidencia que protege al imputado. Recuerda la recorrida desde la plaza hasta el barrio Padre Kolbe y el Ford Taunus estacionado en calle Patrono San Miguel:

ꟷProbamos y estaba abierto, sin llave. Cuando estábamos por entrar, salió de una casa un hombre con remera blanca y una escopeta, arriba de una escalera. Dijo: “¿Qué están haciendo ahí?” o “Quédense quietos ahí”. Salí corriendo y escuché el tiro. No sé si Ramón corrió atrás mío. Llegué a mi casa y me acosté a dormir. Al otro día me enteré que lo habían matado.

Luego de evadir preguntas desde los tres flancos, Lucas se levanta de la silla y sale. Volverá al mismo salón de audiencias dentro de dos años y cinco meses, por haber matado a tiros a dos hombres en su barrio.

El testimonio de Rosario del Carmen Ríos desbarata la versión de Paniagua. La mujer vive en calle Montiel y la despertó el escopetazo. Se asomó con su marido por la ventana, miró hacia calle Patrono San Miguel, vio a alguien que pasó caminando, el mismo que unos instantes después regresó, se quedó mirando hacia el suelo del baldío donde yacía el muerto y se fue. Si el único que estaba con Pachita era Lucas, no solo volvió como para constatar la muerte, o tal vez despedirse, sino que lo hizo sin la prisa que describió en la presunta huida del dueño del Taunus.

Los otros pibes de la plaza que llevaron a declarar al juicio, aportaron más confusión. La versión de que Villanueva y Pachita se conocían, tampoco se corroboró. Leandro Aragón (Leo Becan) dice que no dijo lo que la madre de Pachita dice que le dijo. Iván Troncoso no tiene la cintura de Lucas y sus mentiras quedan a la luz de las dicroicas. La fiscal dice que el testigo se ha contradicho en muchas oportunidades y ha sido reticente por lo cual solicita su inmediata detención. El defensor comparte el pedido y agrega que el testigo no ha dicho todo lo que sabe. El Tribunal resuelve disponer la detención del testigo por la comisión en flagrancia del delito de falso testimonio, a disposición del fiscal en turno. “Lo que así se hace”, se puntualiza en el acta.

La madre de Pachita atestigua, más para presionar que para aportar pistas:

ꟷMi hijo era una criatura inocente ¿Dónde están las cosas que dicen que robó? Al lado suyo no había nada. El cuerpo tenía golpes en la cabeza, la cara y las piernas. Estos cuatro años fueron difíciles, el dolor por haber perdido a mi hijo lo voy a tener hasta mi entierro.

El festival de mentiras continúa con la presentación de Luisa Ledesma, quien dice que no sabe nada de nada. El tío de Pachita, José González, declaró que la mujer le había dicho, en la escuela donde trabajan, que alguien le contó que su sobrino y Villanueva se conocían. El Tribunal ordena un careo entre ambos. Enfrentan las sillas con el micrófono en el medio. El hombre le clama que diga la verdad:

ꟷYo no quería ponerla en esta situación, pero entienda que yo quiero saber qué pasó con mi sobrino. Usted tiene que hacerse cargo de lo que dijo como ciudadana y como creyente. Lamentablemente usted está mintiendo, Luisa.

Ledesma insiste en que no le dijo tal cosa, y arroja:

ꟷLa mentira se puede cambiar, pero la verdad no.

Nadie entiende la frase. La mujer que se presenta como predicadora religiosa, dice además que vive hace 40 años en el barrio Padre Kolbe, pero no conoce a nadie.

La fiscal acomoda sus apuntes y comienza su alegato. Federik lamenta no haber podido torcer el rumbo de una causa que llegó a su despacho herida de muerte:

ꟷEs un hecho terrible que nos ha afligido a todos durante el debate, porque se trató de la muerte de un niño de apenas 14 años, que recibió un disparo por la espalda, encontrándose desarmado. Lamentablemente no encontramos el grado de certeza en la prueba para sostener la acusación. Entiendo que el estado de inocencia de Villanueva no ha podido ser volteado. En este expediente tenemos una investigación absolutamente deficiente, extremadamente incompleta.

Repasa las evidencias que socavan la teoría inicial de la Fiscalía y favorecen la versión del acusado: la autopsia indica que la víctima no se encontraba golpeada y los informes químicos acreditan que no estaba drogado ni bajo los efectos del alcohol. Tampoco se encontraba armado, las cintas de dermotest le dieron negativo, lo único que tenía en su poder era un destornillador. Surge de la pericia balística que el disparo fue efectuado a una distancia no inferior a cinco metros. El taco concentrador del cartucho se encontraba a dos metros y medio de donde yacía el cuerpo de Pachita en el descampado frente al domicilio de Villanueva. Ese taco fue peritado y de las conclusiones surge que es un componente interno de un cartucho para armas de fuego de ánima lisa (cuyo cañón no tiene marcas o estrías del lado interior) de calibre .20. Mediante los relevamientos y los testimonios se encuentra acreditada la absoluta oscuridad del lugar: había una sola farola en esa zona, a lo que se debe sumar la presencia de árboles en frente a la casa, con intenso follaje. No se encontraron huellas dactilares en el vehículo. El cuerpo de Pachita fue encontrado a quince metros del Taunus sobre calle Patrono San Miguel y las cerraduras del auto no se encontraban violentadas, no había rastros de vidrios rotos y no existían cosas de valor que hubieran justificado la apertura del mismo. Hubo muchas contradicciones en los testimonios de Maxi Magallanes y principalmente de Lucas Paniagua. Este último mintió cuando dijo que escuchó el disparo y salió corriendo y nunca más volvió, y al día siguiente se enteró de la muerte de su amigo; circunstancia que resulta totalmente inverosímil atento a la relación de amistad que tenía con la víctima. Emilce Troncoso (alias Michi), Georgina Rivero, Leo Aragón, Lucas Paniagua, Maxi Magallanes, y particularmente Pato Troncoso han sido reticentes en cuanto a la información que tienen y saben absolutamente mucho más de lo que dicen.

Rodríguez Allende ya ganó, pero igual entona su alegato:

ꟷPese al loable trabajo de la fiscalía y del Tribunal por tratar de llegar a un hilo conductor que nos dé una respuesta definitiva de lo que le pasó a Ramón, nos quedamos siempre a mitad de camino. Se trató de una investigación deficiente e incompleta. Es sorprendente la falta de probanzas, a tal punto que hubiese sido posible hacer una planimetría tomando como punto de referencia la escalera, hubiese sido útil saber si se podía disparar desde esa ubicación, y en cambio solo se cuenta con fotografías. Se podría haber secuestrado alguna prenda de vestir, tampoco se hizo. Paniagua dijo que podría reconocer a quien efectuó el disparo, pero el Juzgado de Instrucción no se tomó el trabajo de hacer una rueda de reconocimiento. Llama también la atención que Paniagua no se haya acercado nunca más a la familia de Ramón, que no haya intentado hablar con algún familiar luego de lo que pasó, eran amigos que estaban permanentemente juntos. Genera aún más dudas que después de la muerte de Ramón un amigo le haya disparado en la pierna a Paniagua en forma de venganza.

Pide la absolución de Villanueva.

El juicio termina. El Tribunal le da al imputado la última palabra:

ꟷYo no sé qué habrá pasado, pero yo no disparé ningún arma y no tengo nada que verꟷ, dice.

Ante la falta de acusación que impide condenar al acusado, la jueza Zilli adelanta el veredicto y dispone absolver a Villanueva por el delito de Homicidio simple por el beneficio de la duda.

Todos se paran. Villanueva se abraza con su abogado y sus familiares. Ana, Mirta y José González salen del salón con la amargura de la impunidad eterna. Federik levanta sus papeles y se retira angustiada.

***

Mirta monopoliza la palabra, y las dos chicas aportan al relato. Brian se para a un costado y mira al suelo. Esto se repite donde se entre a preguntar por un muerto: los varones han puesto la acción (corren, disparan, matan, mueren), pero las historias las cuentan las mujeres. Por eso, unos días después, hay que pedir hablar con Brian a solas. Mirta atiende, llama a su hijo y dice: “Cualquier cosa me avisan”. Tiene ganas de quedarse a hablar, pero se contiene y entra a la casa. Brian se sienta en el suelo, como resignado a responder.

Cada oración tiene apenas un puñadito de palabras, que podrían introducir extensas anécdotas y complejas tramas de conflictos. Le salen escatimando el aire y quedan apenas en el piso. Y tienen el sello de estas tierras más rurales que conurbanas: suenan altas y prolongadas al inicio, declinan hacia el punto y dejan tácitas las últimas sílabas entre los dientes. Después revelará que él es más de escribir antes que hablar.

ꟷTodos esos que murieron, todos consumían. Pelota, Calengo, Darío, Chucky, Ramón, Patito, Caio. Todos hemos hecho eso. Después que lo mataron a mi primo, no me junté con nadie, andaba solo nomás. Con Ramón nos criamos juntos, siempre pateábamos para todos lados. Cuando estuvo encerrado en Viale lo fui a ver a todas las visitasꟷ. Es todo lo que Brian dirá de Pachita.

Prefiere contar las muertes que no le duelen tanto.

ꟷHay varios, hay. Chuky, Caio, Patito, Jiji, Pelota, Palavecino, Darío, Pachulo. Ese de acá arriba, lo mataron los Páez. De los galpones para adelante, al lado de la escuela nueva. Tenía 14 años también cuando lo mataron.

Los nombres se mezclan, rompen los esquemas de conflictos y rivalidades, no respetan cronologías ni secuencias. Son hechos que podrían haber sucedido antes, después o, con suerte, nunca; por una causa fortuita o una inesperada venganza.

ꟷA Darío lo mató Enzo Palavecino.

ꟷKantartsián.

ꟷKantartsián es la madre. Palavecino es el padre, José nunca los reconoció a ninguno. Si cada vez que nacían estaba chupado. Yo sacaba tierra con el padre del Enzo, y con el hermano que mataron, Pelota, también. Con ellos me junté como un año. Sacábamos tierra, si no llevábamos los caballos al campo. Si no nos íbamos a revisar basura.

ꟷ ¿Por qué lo mató?

ꟷY si el padre de Darío le mató al hermano. Estaba con la novia y le pegó en la espalda. Eran vecinos, acá derecho al final una cuadra antes vivía el remisero, el padre de Darío, y a la vuelta de la esquina vivía el Enzo, y se juntaban ahí. Después no se qué había pasado, hubo una discusión, estaban tomando, se pelearon y después se empezaron a tirar. Y Calengo le había robado al remisero unas herramientas del auto. Ahí empezó la bronca.

ꟷ ¿Y Pelota, el hermano de Enzo y Calengo?

ꟷA Pelota lo mataron por el hermano, por el Enzo que mató a Darío. Lo mató el Kevin Paniagua, el hermano de Maxi, le pegó un tiro con un 38. Pelota iba en el carro con la mujer y los hijos, y el otro estaba así. Le dice:“Esto es por tu hermano”, y no sale, y cuando se agacha Pelota para sacar un fierro le salió el tiro y le pegó acá en el cuello. Cayó arriba del anca del caballo. Después está el Chucky Vega, él le robó a la hermana del Peladito Gutiérrez una escalera y no sé qué más, lo mató el Peladito y el Pitu, lo arrastraron afuera de la casa de Maxi Paniagua. Era terrible, a cualquiera le robaba. El Jiji le quería pegar a la madre del Kevin. Le ofreció tiros, entonces Kevin se le hizo el amigo, dijo ya fue la bronca, lo durmió así. Estaban tomando y lo mataron afuera de la capilla de las monjas. Le pegó tiros por todos lados, en la cara, en el pecho, en las manos, en las piernas. Pero entre el Jiji y los Paniagua siempre hubo bronca. Ellos son los Catanga, y eso iba a pasar tarde o temprano. Los Palavecino se juntaron con los Catanga cuando los Paniagua les empezaron a tirar tiros. Acá en el barrio nadie los quería, ahora quedaron un par nomás, dos o tres.

La voz apacible se estremece junto a la paciencia de Brian. Su hijo y otro niño que apenas camina se disputan un juguete.

ꟷ ¡Quedate quieto Ian! Fijate que se están peleando ꟷle reclama a su parejaꟷ. Andá que te cambia el pañal Mamáꟷ, le ordena, y sigue el relato con una síntesis de los últimos siete u ocho años: ꟷTodos se juntaban con todos y después cambió.

ꟷ ¿Por qué se matan? No es algo simple ir y matar a alguien.

ꟷ Si no los partís, te parten ellos. No la tenés que pensar cuando hay bronca.

ꟷ ¿Cómo consiguen las armas?

ꟷSe consiguen. Si tenés la plata, conseguís en cualquier lado. Ahora están más caras, un 22 que ande bien no baja de seis mil pesos. Las balas las tenés que comprar aparte. Todo clandestino, nada legal, sin papeles. Siempre sale uno con: “Tengo un fierro para vender”. Si no tumbera nomás, con un caño como ese ꟷseñala uno tirado en su patioꟷ, son re fáciles de armar.

Brian sigue el repaso de las historias, desde los Paniagua hasta los Condorito, y termina con el recuerdo de un pibe audaz:

ꟷCampanita hizo una revolución en Anacleto. Si dormías con él hasta las ganas de comer te sacaba. Te robaba los focos y dejaba la luz prendida.

Al final, Brian demuestra tener buen humor. Se afloja y cuenta su historia:

ꟷEstuve en Casa Lázaro. Tuve una internación ahí para dejar la droga. Yo escribía con birome y un cuaderno, desde el año en que nací hasta lo que tengo memoria. Escribía porque no hablaba con nadie, ni con el psicólogo. Ahora me voy a conseguir un cuaderno y hay que escribir devuelta. Ahí había uno que estaba por una condena que le dieron, porque al padre y al hermano lo mataron los milicos delante de él, José no se cuánto era, está internado allá hasta agosto que se termine la condena a dos años, lleva un año y siete meses. Era flor de delincuente, está re cambiado. Pero no le dan salida, porque en una que tuvo salió con plata y tuvo una recaída, llegó alcoholizado. Y no lo dejan ir a la casa de la madre por el tema que la madre toma alcohol. Yo estuve tres semanas nomás, pero aprendí de todo. Armé una verdulería. Ahora estoy de albañil nomás, con mi tío. A lo primero hacía bancos, tallado de madera, pero no tengo madera, con tarima nomás, vendí un par de bancos.

En este balcón al río, cruzado de cables para tender la ropa, con escombros y algunos caños sueltos en el patio que rodea la casa de ladrillos, una fronda al fondo cual medianera que separa del vecino, un pitbull atado con ganas de comer a un desconocido; en este enclave del margen oeste de la ciudad, donde todo cuesta mil veces más y no hay tiempo ni ganas para recordar porque hay que subsistir, es el único lugar donde no olvidan a Pachita. Lo olvidó su padre desde el vientre de su madre, su amigo en un terreno baldío, la Justicia que debía investigar, los testigos en el juicio. Sin embargo, en la vivienda de calle Los Minuanes, parece que fue anoche cuando lo vieron a Ramón salir por la puerta hacia el lugar donde empezó una seguidilla de chicos muertos a balazos.

***

(*) El texto que reproducimos es el Capítulo I de “Crónicas despolicializadas: crecer, matar y morir en el oeste de Paraná”, de José Amado y Ramiro García, trabajo que fue presentado por sus autores en 2019 como tesis de producción para la Licenciatura en Comunicación Social de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos. La directora de la tesis fue Aixa Boeykens, el ilustrador del libro fue Santiago Gallo y se imprimió en Aliso. Los textos cobrarán forma de libro, y se publicará en breve, cuando la pandemia sea recuerdo y se den las condiciones para la industria editorial. Este texto trata sobre el crimen de Ramón «Pachita» González en 2011 en barrio Padre Kolbe, un homicidio que quedó impune y que de alguna manera inauguró la época que busca retratar el libro.