Por Julián Stoppello

 

Por circunstancias difíciles de explicar, hoy me acordé de Norma. De su nombre y su elástica figura derramándose en el suelo con la sabiduría de los que saben caer, aunque siempre un poco exagerado.

Hacían fila para bajarlo.

Norma atacaba por la izquierda pero era diestro y enganchaba hacia el medio, aunque casi nunca podía enganchar porque cuando estaba en eso, zás, lo cortaban como a un pedazo de pan viejo. Entonces, Norma ofrecía su espectáculo: caía, diría yo, infinitamente, de a poco, con los brazos extendidos como un atleta que busca la meta imposible de alcanzar o a veces de costado, en coreográfica sorpresa que subrayaba con un grito de ahogo, como si hubiera recibido más que una patada, una puñalada artera.

Norma siempre estaba cayendo.

Nos dimos cuenta cuando chicos, era un placer que uno no se podía negar: bajarlo a Norma como a un muñequito articulado, ser parte necesaria de su espléndida caída, te hacía chasquear la lengua de gusto.  Era una patada llena de regocijo, sin violencia extra, era como tomar el papel de un asesino que sabe torcer el cuello y matar en dos segundos, con prolijidad y sin sangre. Un asesino a medida de la víctima.

Norma se llamaba de otra forma, pero en el grupo fue rebautizado así, como la actriz Norma Aleandro. Nadie caía como él, llegara la patada, el roce o el amague. Con la sensación de fricción ya era suficiente para verlo volar, planeando como un tuyango pero a 40 centímetros del suelo.

No sé de razones, pero estoy seguro de que no era miedo al golpe. Ni tampoco miedo al destino, como interpretaba el «Pájaro» Heredia en sus diatribas filosóficas. “Norma tiene miedo a pasar, a quedar en situación de ventaja, tiene miedo a lo que vendrá y por eso cae, cae porque no puede enfrentar el campo abierto, tiene miedo a crecer y a la responsabilidad de afrontar su destino de crak”.

-Crak le va a hacer la pierna al pelotudo este, si sigue así, porque alguno se la va a pegar en serio- respondía Altuna, casi siempre con una nube de eléctricas descargas entre ceja y ceja.

Pero era otra cosa. Para mí era otra cosa y de algún modo, creo yo, se fue dilucidando, en principio gracias a la intervención del Grueso Rivera, cuando Norma ya había quedado confinado al banco de suplentes, cansado el DT, de sus finísimas simulaciones. Y era una baja sensible la de Norma, porque el tipo veía las situaciones dos segundos antes, sabía tocar, tiraba los centros como mensajes de gol, sabía arrastrar marcas, entendía el juego. Pero cuando tenía que encarar, caía, indefectible y maravillosamente caía, con prestancia, con arte.

“Dejate de actuar Norma y la puta que te parió”, se escuchaba desde el banco y la tribuna, casi al unísono y lo sabían los árbitros y lo sabían los rivales y lo sabían las novias de los rivales y el que vendía girasoles. Norma iba a caer.

La amistad con el Grueso parecía cosa rara, por la incompatibilidad aparente de caracteres. Rivera era un tres impaciente y un tipo con dificultades para comunicarse, tanto es así que un amigo le dio trabajo en una fiambrería por un tiempo, pero no pudo sostenerlo mucho más allá de un par de semanas porque la gente que iba a comprar le tenía terror. Había en él una actitud de agresividad desbocada sin finalidad alguna. Para hacerlo gráfico: le pagaban con 100 pesos y Rivera echaba el cuerpo hacia adelante, se le instalaba un gesto de amenaza inconciente en la mirada, apretaba los dientes y abría los brazos como en reclamo a un árbitro injusto por una falta que no fue. “¿No tenés monedas?”.

Y la clientela se veía amedrentada, las señoras se asustaban y salían sin pedir el cambio, los tipos empezaban a tantearse los bolsillos para satisfacer al cajero y Rivera golpeaba la mesa con los dedos, ansioso. Los gurises salían, directamente, corriendo. Era una bola de nervios el Grueso, nada más que eso. En la cancha, sin embargo, podía atenuar su locura, aunque de vez en cuando se le salía la cadena y rompía un rival. Ocurría cuando el tipo insistía en dejarlo pagando. Dos o tres veces lo podía soportar, cuatro nunca.

Yo los vi entrenando en la placita hundida atrás de la Terminal y me quedé distante para observar qué estaban haciendo esos dos ahí. Y era eso, entrenaban: Norma encaraba y Rivera salía a cortar, entonces el delantero esmirriado y elástico intentaba pasar al defensor y caía. El ejercicio empezaba otra vez. Norma caía con su estilo, como un pájaro herido por un gomerazo. Me quedé 15 minutos, de las siete veces que jugaron el uno contra uno, Norma pasó dos veces trastabillando –algo que era parte de su actuación porque el otro no le había arrimado el pie- y cayó cada vez que Rivera le puso el cuerpo, es decir las otras cinco ocasiones Pero seguían. Rivera, además de ansioso, era un tipo obstinado.

No sé calcular en semanas o meses, porque pasó mucho tiempo ya. Pero lo cierto es que fue en un partido de esos que no tienen arreglo. De puro debate anodino en mitad de cancha, de imprecisión y desatino. De cero a cero cantado.

En el entretiempo, cuando el DT dibujaba la cancha para ver si podíamos vislumbrar un espacio en alguna parte, Rivera pidió la palabra. No hablaba mucho Rivera, se lo impedían los nervios, pero cuando lo hacía era en ese tono de amenaza, que enmarcado en su figura robusta, inspiraba respeto.

“Ponelo a Norma, a ver si puede hacer algo”, dijo Rivera. Y el entrenador trató de hacer como si nada. “¿No me escuchaste? –se paró Rivera-. Ponelo a Norma, hace dos meses que no juega, a lo mejor puede hacer algo”. El entrenador asintió y Rivera se volvió a sentar. Todos miramos entonces al sector donde estaba Norma, pero el delantero parecía ausente o ya completamente ajeno a la chance de volver a la cancha: miraba el piso, con las manos reunidas como en un rezo y aparentemente interesado en las rajaduras de las baldosas del vestuario.

Volvimos a la cancha, Norma siguió en el banco y el partido no cambió en nada su aspecto de laberinto sin gracia. En el minuto 20 lo vimos al delantero calentando y cinco minutos después llegó el recambio. Norma se ubicó en el lateral izquierdo y empezó a correr como si los meses en el banco hubieran sido años en prisión. Subía y bajaba antes que nadie, la pedía, tocaba de primera, picaba, encontraba espacios que parecía inventar; abría la cancha, gritaba, exigía la pelota. Era el mismo pero con un par de pulmones extras y un motor en la espalda.

Era un avión, pero un avión, sabíamos, con tendencia a los aterrizajes forzosos. Un avión y un piloto a la vez que adoraba los descensos. Un artista del aire y la caída. La primera vez que encaró ya percibimos algo más raro que de costumbre: el dos rival se acercó para cruzarlo y Norma intentó saltarlo pero le cayó encima y la jugada quedó en puntos suspensivos.

La segunda vez, milagrosamente, pasó casi sin trastabillar y tiró un centro perfecto que el Cabezón Menescardi se perdió de atolondrado. Pero lo que vino después, yo no lo había visto antes, ni creo que lo vuelva a ver: Norma recibió el pase adelantado por la izquierda, amagó con seguir por la línea pero enganchó hacia el medio, se la quitaban o caía, esa era la consecución lógica. Se la quitaban o caía. En ese momento o quizás un segundo antes –aunque yo junto los recuerdos-, se escuchó el grito del fondo “hacela Rubén”. Rubén era el nombre real de Norma Aleandro. Y Rubén la hizo: ante el defensor que ya casi rozaba la pelota y parte de su pie derecho, el delantero se dejó caer, como era de esperar, pero se dejó caer con el bolo asegurado entre sus pies, dio la vuelta carnero apoyando su cabeza y la espalda en el piso dejando que el esférico siga su curso hacia adelante.

Con agilidad felina, esa que usaba para zambullirse en el pasto, Norma giró en el suelo y salió perfecto y erguido. Y adelante quedaba el arquero, el arquero y la gloria. Norma amenazó con el disparo al primer palo y el guardametas se abrió en cuatro partes para ocultarle la red y el destino, pero Norma la tiró para adelante, siguió por la misma y quedó sólo frente al arco. Entonces  quiso completar su obra: la empujó un poco más y se tiró al ras del suelo para empujarla con el envión y de cabeza. Así entró trotando el bolo a la red, con Norma en el suelo, una vez más en el suelo y con la cara hundida en el pasto, gritando el gol en la tierra de sus sueños.