Por Santiago García (*)

 

Hola, ¿cómo estás?

Te preguntarás cómo voy a sostener una entrega semanal hablando sobre el mate. Compartimos inquietudes. Debo confesar que todo esto es una excusa. El título de este intercambio epistolar implica una mirada del clima de época desde un punto de vista muy íntimo. No tengo la menor idea de lo que está pasando con el mundo, pero sí puedo saber cómo me afecta a mí. Te podrá gustar mucho, poco o nada la forma en que analice la realidad (me gustaría que me lo hagas saber por las vías correspondientes), pero lo que te puedo asegurar es que voy a morir con las botas puestas como el ‘Malevo’ Ferreyra.

Uno de los disparadores de esta primera entrega es la jubilación de mi mate. Tengo un hermoso y sencillo porongo a mi lado que voy cebando con cierta regularidad mientras escribo estas líneas. Sin embargo, tiene apenas un mes desde que fue curado para reemplazar a una institución en mi vida. El mate jubilado. Vamos a llamarle así. Parece que sabe que hablamos de él, porque me mira con una sonrisa desde el estante de literatura latinoamericana de la biblioteca, donde le hice un altar delante de García Márquez y Rulfo. Es un ‘vaqueta’, tipo uruguayo, forrado en cuero y con la virola más gastada que las recetas del FMI. Los pliegues de la base se han desarmado tanto que le costaba mantenerse en pie en los últimos tiempos. El desencadenante de su retiro involuntario fue la pregunta de una amiga: ¿Seguís con ese mate? Lapidario. Aun así, tengo muchas razones para guardarlo.

Mabel, capitana sin cinta, me lo regaló para mi primer día del padre. Lo primero que quisiera destacar es que para los que abrazamos esta cultura regalar un mate es un acto de amor. No importa el precio ni el tipo de mate que regalemos. Sabemos que estamos obsequiando un objeto que implica conversación, encuentro, secretos y experiencias. Le estamos dando la oportunidad a nuestro homenajeado de seguir siendo persona en un mundo que busca lo contrario. Y lo otro que voy a reseñar es que el tipo me acompaña desde que me embarqué en el proyecto más importante de mi vida.

“Creo que ser padre es descubrir que existe algo bastante parecido al amor eterno. Ese que buscábamos inocentemente de chicos, nos sorprende por el lado menos esperado”, escribí hace más de diez años para el blog ‘Esta que te parió’ de la enorme escritora Ángeles Alemandi. Y en todo este camino de amor eterno (aunque no ideal) me acompañó el jubilado. Lo más difícil y lo más lindo que hice en mi vida en los últimos años es ser padre, y en ese hermoso quilombo me apoyé siempre en sus consejos silenciosos. Las mayores cagadas y los mayores aciertos los pergeñé junto a él. Las decisiones más importantes (cambiar de ciudad, de trabajo, separarme, juntarme y volver a separarme) las tomé mientras disfrutaba de sus infusiones.

 

Etimologías

El profesor Gustavo Lambruschini me hizo prestar atención por primera vez a la importancia del estudio de la etimología. Recuerdo que protestaba contra una errónea interpretación de la palabra ‘alumno’ que suele asociarse injustamente a ‘ausencia de luz’. Vaya este sencillo homenaje de alguien que se alimentó de su graciosa forma de transferir el conocimiento. Lo que nos convoca es el mate y, según Amaro Villanueva (referencia ineludible para hablar de esta costumbre), la palabra es una deformación castellana del quechua mati que significa vaso o recipiente para beber. Así llamaban nuestros pueblos originarios a la planta cucurbitácea de la que se obtienen las calabazas tradicionales que de acuerdo a su corte tienen diferentes nombres de los que nos ocuparemos en futuros intercambios. No sólo obtenían de la lagenaria vulgaris (según su nombre científico) vasijas para la costumbre de yerbear, sino todo tipo de utensilios. De hecho, lagena en latín significa botella. Gracias a esta planta que prospera en climas cálidos, quechuas, guaraníes y otras naciones, transportaron agua, leche, miel, o chicha. Los frutos alcanzan tamaños tan diversos que en sus presentaciones más exuberantes pueden almacenar hasta veinte litros de líquido. Hermosa damajuana.

La otra palabra que nos convoca es jubilado. Si acudimos al Diccionario de la Real Academia Española, ese libro cuyos mayores defensores suelen ser también quienes menos lo conocen, nos encontramos con la siguiente definición: de jubilar. Del latín iubilare, cruzado con jubileo. Y acá tenemos dos vertientes muy interesantes. El diccionario de latín Sopena (que descansa unos cincuenta centímetros a la derecha del altar del protagonista de este texto) refiere que iubilare es “aclamar, dar gritos de alegría”. Me imagino a un tipo alienado que coincidiendo con la famosa frase del viejo Natalia Natalia (“el que inventó el laburo es un hijo de puta”) festeja por dejar de sufrir el yugo de la esclavitud. Pienso en la jubilación de Joaquim, el protagonista de la nouvelle ‘La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua’ del escritor brasileño Jorge Amado. Ese sí que supo desquitarse.

En el caso de la palabra jubileo se trata, volviendo a la RAE, de una fiesta muy solemne que celebraban los israelitas cada cincuenta años. ‘Por extensión, dispensar a una persona por razón de su edad o decrepitud de ejercicios o cuidados que practicaban o le incumbían’. Pensar en cincuenta años de servicios me retrotrae a Natalia Natalia. Suena arcaico en aquellas sociedades en las que se discute la reducción de la jornada laboral. Y da miedo en estas latitudes en las que se está volviendo al ticket canasta. Pero quise ahondar un poco más y me fui al Levítico 25, el capítulo del Antiguo Testamento en el que se habla del Jubileo.

Y cuando tu hermano empobreciere y se acogiere a ti, tú lo ampararás; como forastero y extranjero vivirá contigo. No tomarás de él usura ni ganancia, sino tendrás temor de tu Dios, y tu hermano vivirá contigo. No le darás tu dinero a usura, ni tus víveres a ganancia.

Y cuando tu hermano empobreciere, estando contigo, y se vendiere a ti, no le harás servir como esclavo. Como criado, como extranjero estará contigo; hasta el año del jubileo te servirá. Entonces saldrá libre de tu casa; él y sus hijos consigo, y volverá a su familia, y a la posesión de sus padres se restituirá. Porque son mis siervos, los cuales saqué yo de la tierra de Egipto; no serán vendidos a manera de esclavos.

Aunque me coman los piojos esa es la vida que yo quiero para mi mate jubilado. No voy a permitir que venda sus ahorros para pagar la luz, ni mucho menos la yerba. Merece descansar a sus anchas después de tantos años de infatigable servicio. Y si yo llegara a plegarme a la moda de la crueldad, no tengan dudas de que el tipo se va a rebelar. Lleva años escuchando historias que tienen un mismo mensaje: la libertad, al igual que la felicidad, sólo es completa si la podemos compartir.

 

 

(*) Santiago García es periodista y escritor. Es autor de “Micaela García, la chica de la sonrisa eterna”. Corresponsal de Yerba es un newsletter que acaba de lanzar.