Pánico y locura en los Tsáchilas
Por Maxi Sanguinetti
Ilustración :Mariela Arboatti
Veníamos de la costa con mi amigo Iván subiendo el mapa por la Panamericana. Ecuador nos mostraba su mejor cara: la de sus playas de pescadores ajenas muchas de ellas al formateo del turismo. Pero queríamos adentrarnos un poco en el país, irnos para el lado de la selva. De la hermosa Canoa rumbeamos para Portoviejo, en cuyo viaje, de noche, como una aparición, vimos pasar raudamente a nuestro lado una camioneta con un féretro chiquito, zarandeándose de un lado a otro. Cuando llegamos al pueblo, acomodados ya en un hotel bastante precario y desde un pequeño balcón sin baranda, observamos el cortejo fúnebre del mismo cajón que se nos había adelantado en la ruta horas antes. Portoviejo entero parecía acompañarlo, el duelo se percibía en el aire junto al aroma del río del mismo nombre. Debería ser el hijo de alguien muy querido, y su muerte, indudablemente, había sucedido en otro lado. Nunca lo supimos.
A la mañana, continuamos viaje y llegamos a Santo Domingo de los Colorados. Allí nos alojamos en un hotel sobre su calle principal, frente al cual se podía ver el movimiento de la calle, con los vendedores de frutas, verduras y animales. Era usual ver subir a los colectivos urbanos a gente sosteniendo gallinas vivas boca abajo y con el pico y las alas atados. En Santo Domingo seguimos atentamente las eliminatorias de Ecuador al mundial de 2002 y celebramos su clasificación con cervezas, y comprándonos remeras de la selección de recuerdo. Pero había algo más que nos había llevado allí: la cercanía a las tierras de los indios Tsáchilas. Como cualquiera que había leído a Castaneda, o a Kerouac, o a Mc Kenna, nosotros también andábamos, mochilas al hombro, tras nuestro propio viaje místico e iniciático.
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Y hacia allí fuimos. Tomamos un bus desde Santo Domingo rumbo al bosque que nos dejó entrando a la zona de las comunidades tsáchilas. Desde ahí, senderos a pie de tierra y rodeados de un olor a vegetación –el plátano como protagonista – y humedad tropical. Caminamos y caminamos hasta llegar a una zona de varias chozas de caña y paja. Había entrado la tarde y un par de tsáchilas con sus cabellos colorados –teñidos con el fruto del achiote- , corte taza, y con una falda de rayas azules en sus cinturas –su vestimenta típica- , salieron a recibirnos. Uno de ellos, Henry Calazacón, hablaba español y era antropólogo. Luego de recibirse en Quito, había vuelto a vivir y trabajar en y por su comunidad. Varios de sus compañeros jugaban al fútbol en un terreno bordeado por el río Baba. Antes de preguntarnos nada, nos invitaron a sumarnos. Así lo hicimos, durante un buen rato. Al terminar caímos en la cuenta que se jugaba por dinero. Nos había tocado ganar, aunque igual no aceptamos premio alguno. Para refrescarnos y bañarnos corrimos a zambullirnos al río.
Las mujeres –vestidas también con su falda rayada, y telas de colores cubriéndoles los pechos- habían estado viendo y alentando el partido sentadas a un costado sobre un banco largo. Así, vistas en fila, sólo una mujer desentonaba. Era menudita, rubia, de fisonomía claramente no indígena. Resultaba ser la esposa de nuestro anfitrión Henry. La había conocido en la pensión, era la hija de la dueña donde se alojaba cuando estudiante. Se habían enamorado y ahora vivía integrada a las demás compañeras.
El sol se ponía y Henry nos anticipó: “Esta noche, como todos los sábados, se hace el ritual del Nepe, nuestro Pelé Abraham Calazacón lo está preparando desde temprano”.
La tardecita sobrevino de la forma más hermosa que recuerde: con música tsáchila, interpretada en vivo, recurrente y embriagadora… quizás por la magia de la marimba.
Cerca de las nueve, nos fuimos a sentar en ronda bajo un techo colectivo, el más grande de la comunidad. De una de las chozas salió el chamán con un cuenco de coco en sus manos. Se hizo un breve silencio, pronunció unas palabras y la música se reanudó. El cuenco fue pasando en ronda, y todos sorbían un trago. Al llegar a nosotros, Henry nos dijo por lo bajo: “Está preparado suave, como cuando recibimos visitas”. Bebimos. La ceremonia duró unos minutos más hasta que el chamán Abraham se levantó y se retiró a su choza. Ahí la reunión se descontracturó, los músicos dejaron de tocar sus instrumentos y enseguida empezó a sonar de un equipo una música más comercial y dicharachera. Las botellas de cervezas aparecían de todos lados y se armó el baile, lo más parecido a un baile tropical. Era sábado y los jóvenes tsáchilas se divertían. Bailoteamos un rato y unos minutos después pedimos disculpas y nos retiramos a la carpa que habíamos armado en un descampado en el bosque, un poco alejado del resto de las chozas. Comenzábamos a sentirnos extraños.
Fue entrar a la carpa y toda la embriaguez se transformó en terror. Ambos sentíamos lo mismo: un puma, o un yaguareté o algún felino selvático desconocido para nosotros acechaba desde afuera. Algunos sonidos lo confirmaban. La tela de la carpa se movía en sitios específicos: lo atribuíamos al olfateo del animal, estudiando a sus presas, presto a pegarles el primer zarpazo. No sabíamos qué hacer. Nunca, en mi caso, había sentido tan cerca la posibilidad de morir. En la desesperación, entre mis cosas encontré mi walkman con un casete de The Clash que había estado escuchando días antes. Lo puse al palo en mis oídos. La familiaridad del sonido logró hacerme calmar. Mi amigo también estaba mejor: le había cambiado el semblante. No sabemos cuánto duró la alucinación, pero sí que fue muy vívida. Logramos dormirnos. Al otro día, unos pequeños tsáchilas nos trajeron un desayuno de galletitas Rex y agua mineral. Cuando le contamos a Henry de la alucinación, él sólo sonrió. Nos sacamos algunas fotos, charlamos mucho durante esa mañana, nos grabaron un CD con su música, a mí me regalaron una lanza hecha por ellos, y nos despedimos.
Jamás imaginé que The Clash me salvaría del pánico en plena selva del Ecuador, en una comunidad originaria con la que habíamos compartido uno de sus rituales sagrados. Ahora, quince años después, googleando para escribir estas líneas descubro que lo que ellos llamaban Nepe era un preparado en base a la ayahuasca. Igual, tomarla no te convierte ni en Castaneda ni en Kerouac ni en Jim Morrison; ni uno descubre la verdad última de las cosas. La verdad, se sabe, lo afirman los budistas y Los Licuados, está siempre en otro lugar.
Maxi Sanguinetti, 44 años, comunicador social y de a ratos humorista gráfico, docente terciario, co-editor de Abrazo Ediciones Paraná y jugador de hockey sobre patines.