Por Juan Martín Alfieri (*)
Pierdo cosas. Constantemente.
Pierdo cosas, sobre todo, cuando se me satura la cabeza. O sea, constantemente.
¿Un ejemplo? El año pasado, en momentos diferentes a lo largo de diez días, perdí dos tarjetas de crédito, una de débito -cinco minutos después de habilitarla en el cajero-, los anteojos, el DNI, una mochila vacía, un sobre con plata y las llaves de mi casa.
No discrimino.
Pierdo cosas de poco valor, como una tarjeta de colectivo sin saldo.
Pierdo cosas de mucho valor, como un paquete de mi viejo con las calificaciones de un semestre completo de Redacción I que olvidé arriba del techo del auto y arranqué.
Lo último que perdí fueron mis anteojos de sol. Busqué en mi casa, en Catalunya Paraná, en la oficina, en el auto, en la moto, en la casa de mis viejos. Le pregunté a cuanto amigo crucé el día en el que los perdí. Hasta le pregunté a Canelón. En fin, una cosa más a la lista.
Pierdo cosas, decía. Constantemente, decía. Y, por lo general, no las recupero.
Ayer, sí. Casi dos semanas después de haber ido a comprar unas cosas de ferretería (?), llamé a Bulonera del Litoral. “Mirá, consulto sólo para descartar todas las opciones porque ya no sé dónde buscar”, le dije y le comenté la situación. “Bancá un toque que me fijo”, respondió el tipo. Como no los atendían por interno, se fue caminando con el teléfono ‘abierto’ en la mano. Llegó al mostrador del fondo y trasladó la pregunta. “Ah, sí. Acá están”, aseguró al toque el vendedor. El otro ratificó lo escuchado: “Loco, los tenemos. Están envueltos, cuidados. Vení a buscarlos. Decime tu nombre que los dejo en caja, a mano”.
Las ganas de buscarlos tenían más que ver con ganarle a mi memoria que otra cosa. Los anteojos no eran el objetivo central. Pero, en ese afán, encontré un gesto tan simple como potente. Un gesto de calidad, de los que escasean.
Mi cuelgue no caduca. La honestidad de algunas personas, como la de los empleados de Bulonera del Litoral, tampoco.
Gracias, eternas, por eso.
(*) Licenciado en Comunicación Social.