Quizá con bronca –no sé si también con algo de amargura–, seguro que con mucha decisión, decidimos que había que hablar del Día del Periodista, o del periodismo, o de los periodistas, o de nosotros y este oficio.
Estos no son buenos tiempos para el periodismo.
El periodismo es una profesión pauperizada: se escribe mal, se edita peor, se nos contrata como material descartable, se nos paga de modo antojadizo, y a veces se nos arrincona sin dignidad contra las cuerdas del desempleo. El último escalón es el sueldo en blanco, pero ahí nunca se está seguro del todo.
Como fuere que uno esté en ese último escalón, ahí también suceden cosas: el periodista pierde autonomía, decisión, opinión, soltura, lo acorralan las presiones, los miedos, las amenazas, las sugerencias, un llamado, los gritos. Nunca se está seguro de lo que se escribe, porque el texto escrito casi siempre tiene vedados ciertos terrenos, la prosa se limita, eso no, así dejalo nomás, ni lo nombres, mejor no, evitemos los líos, para qué recordar eso.
Siempre habrá alguien que lo diga.
No hay ya editores: hay cancerberos.
El periodismo es eso que ahora hay: no sé si eso es periodismo.
La Fundación Tomás Eloy Martínez publica un decálogo del periodista que, en estos tiempos, parece absurdo, impracticable, so pena de perder el puesto.
“Hay que defender ante los editores el tiempo que cada quien necesita para escribir un buen texto y el espacio que necesita dentro de la publicación”, dice el punto dos. Una llamada de alguna oficina de Gobierno puede echar por tierra con esa máxima, y sin hesitarse.
“No hay que escribir una sola palabra de la que no se esté seguro, ni dar una sola información de la que no se tenga plena certeza”. Pero a veces corremos atrás del tiempo, y trabajamos sin red: sólo con las redes, donde pretendemos hacer periodismo.
La muerte de un nene, en la puerta de la escuela, dispara el lugar común, y los periodistas usamos las redes para dar opinión, y no cuidamos las formas, ni los límites, ni el contenido, ni el continente: decimos cualquier cosa.
“Un periodista que publica todos los boletines de prensa que le dan, sin verificarlos, debería cambiar de profesión y dedicarse a ser mensajero”, escribió alguna vez Tomás Eloy Martínez en su decálogo.
No supo –no conoció—el raro maridaje que este siglo traería consigo entre empresas periodísticas y gobiernos de turno, y el peso decisivo que juega la publicidad del Estado en los medios.
Los gobiernos –los funcionarios, algunos, los muy chatos intelectualmente—compran medios y así creen comprar opinión pública, votos, voluntades. Los compran testaferros o los compran empresarios malcriados con la pauta oficial, y entonces los medios, los diarios, quedan así: siempre contando lo bien vestido que pasea por su reino el Rey Desnudo.
No sé qué es el periodismo: no me lo enseñó la facultad por la que pasé varios años de mi vida y de la que nunca pude sacar un título de grado. Me aburrió estudiar periodismo en la Universidad, y aunque he vuelto varias veces a esa facultad como periodista, siempre me sentí un extraño ahí adentro.
No sé definirlo, y me sentiría un perfecto ridículo dando un discurso sobre el periodismo y los periodistas.
Sólo sé hacer periodismo, y sé discernir esto que pasa ahora: no hay casi periodismo, y los periodistas, los pocos que quedan en los grandes medios –¿hay grandes medios en esta provincia tan provinciana?—están flexibilizados, mal pagos, descuidados.
(Texto publicado en 2014: nada ha cambiado)
Ricardo Leguizamón
De la Redacción de Entre Ríos Ahora