Es una calle helada. Ese tramo de Buenos Aires, entre Laprida y Cervantes, tiene una relación distante con el sol, casi no se tocan. Pero hay que pasar por ahí y detenerse a mitad de cuadra, justo a mitad de cuadra, donde se eleva ese edificio histórico, apretado entre construcciones posteriores.
En el hall de ingreso está la escalera que conduce al segundo piso. El auditorio, que alguna vez recibió a Jorge Luis Borges, permanece vacío y a la espera de algún aporte decisivo que permita rehabilitar su funcionamiento. Pero está ahí, entre paréntesis. Lo que funciona con una vitalidad asombrosa es la sala del fondo, donde se alojan los libros.
La Biblioteca Popular de Paraná ha logrado un alcance que va a contramano de las postulaciones sobre lo poco que se lee, los chicos que no leen, los libros que no importan. En el biblioteca, hay cientos de gurises que leen, los libros importan y cada vez llega más gente y más libros.
No hay en la ciudad, otro hospedaje mejor para la literatura. Ahí está todo. O casi. No hay librería que contenga la notable cantidad de novedades y mucho menos de clásicos que alberga la biblioteca. Los voluntarios que atienden, por lo general, son buenos lectores y pueden acompañar al visitante en ese camino singularísimo y errabundo de la elección sobre qué leer.
Hay una mesa con las últimas compras, que se mueve a un ritmo vertiginoso, entre los lectores que la rodean y los que devuelven y se llevan libros. Pero después están todos los viejos anaqueles, ordenados por género y por iniciales, para revisar, buscar y anotar mentalmente lo que en esta visita quedará pendiente para la próxima. Es mucho y es barato. La cuota de la Biblioteca es de 70 pesos. Un libro de una editorial más o menos conocida no baja de los 300 pesos.
La oferta del espacio y sus volúmenes es superior a cualquier otra. Entre nuevos y viejos autores. Hace pocas semanas quería encontrar una novela de Hernán Ronsino, un escritor argentino de unos cuarenta y pocos, con cinco o seis novelas publicadas, referente entre los nuevos narradores nacionales. Me lo habían recomendado y quería leer a Ronsino. Fui a las cuatro librerías del centro de Paraná, incluyendo a la que pertenece a una cadena nacional. Nada, no había pistas del tal Ronsino. Dos empleados, por lo menos, tuvieron la amabilidad de anotar en un cuaderno el nombre del escritor y la editorial, para formular esos pedidos que pueden llegar en dos meses o nunca. Más factible es nunca, por lo general.
Fui a la biblioteca. Le pregunté a una de las voluntarias por Ronsino antes de elegir otro libro de Emanuel Carrere –tienen casi todo del escritor francés del momento-y me dijo, con naturalidad que sí, que claro, obvio. No tenían un libro de Ronsino, sino toda la producción del autor de Chivilicoy. Me llevé Glaxo, una novela corta para probar. Súper recomendable, Ronsino, Glaxo y más que nada ir a la biblioteca, entrar a ese edificio histórico en esa cuadra helada de Buenos Aires, asociarse, sumar un poco para sostener un lugar indispensable. Y leer, claro, en ese espacio que según Borges guarda parecido a algún tipo de paraíso posible.
Julián Stoppello de la Redacción de Entre Ríos Ahora