La mañana está erizada y el sol modesto de las 10 no termina por entibiar aunque sea con su aliento el patio de la casa donde vive Sebastián Macchi, en Bajada Grande. Hay un limonero colmado y también naranjo y mandarino. Hay más plantas, arbolitos silvestres, un mamón y por allá, en una esquina, se ve un horno de barro donde se cocinarán unos pescados, entre conciertos y ensayos, algún día de estos.
El río, planchado y con reflejos anaranjados que centellean sobre el lomo oscuro del agua, integra el paisaje del mismo modo que el cielo pálido de invierno. Adentro, la luz entra cómoda en la cocina comedor, donde hay un espacio preferencial para el piano, tapado y en reposo. Un incienso baña de aroma dulce el ambiente y por encima, sobre la altura de los hombres y mujeres que pueden vivir o visitar el lugar, se ve un testimonio poético encuadrado. Un poema de Juan L. Ortiz impreso en ocasión del centenario de su natalicio en junio de 1996.
Sebastián Macchi viene de tocar hace muy pocos días en Café Vinilo, en Buenos Aires, especialmente la parte de su música que se hace en Piano Solito, como se llama el disco que compendia sus ceraciones en ese formato. Pero también hizo otro tanto con un repertorio litoraleño en compañía de talentosos amigos que se sumaron a acompañarlo.
Hay una trama de ida y vuelta, una intención de compartir música y proyectos, que mientras se hilvana el relato, con nombres propios, lugares y escenarios, va organizando un mapa común, tal vez un territorio, donde los músicos van creando lo que se llama, en algunas actividades, una carrera o, mejor aún, un trayecto. Un camino ancho. Una avenida.
Sebastián Macchi es un músico joven, pero estuvo en muchos lugares antes de estar aquí, haciendo sus canciones en el Sebastián Macchi Trío, junto a Gonzalo Díaz y Carlos el Negro Aguirre o tocando Piano Solito o sumado a otras músicas y otras voces, como ocurre en su ciclo “Noches de invierno”.
Para comenzar por el principio habría que poner en foco esta imagen que tiene Sebastián. “Cuando era chico, yo jugaba a hacer canciones, agarraba una paleta de frontón –como si fuera una guitarra- y hacia canciones. Mi mamá anotaba las letras, porque yo no sabía escribir. El impulso estaba muy en la esencia”, dice.
El trajín de la escuela y el roce que propone el mundo en el principio dejó como en stand by aquella intuición creativa. Ya rozando la adolescencia, sin embargo, emergió otra vez como una urgencia. Sebastián quería tocar guitarra, pero su madre le propuso que mejor comenzara por piano. Y como Fito Páez y Charly García tocaban piano, no le pareció nada mal a Sebastián empezar por ahí.
El artista conjuga en este caso dos sensibilidades expresivas y no solo en el ensayo o en escena, también cuando habla. Su mano derecha, mientras persigue las palabras para decir lo que quieren, generalmente, con fuerte presencia de una concepción poética del lenguaje, va tocando unas teclas que no existen sobre esta mesa rústica de madera.
Literatura y música, alguna vez, Sebastián las observó como caminos separados, paralelos, pero se han ido juntando. De ahí, justamente, nacen sus canciones. En esa comunión la poesía de Juan L. Ortiz resultó de una inspiración absoluta. Un principio ético.
Al filo del secundario le obsequiaron las obras de Juanele y el universo del poeta se le vino encima. Otras imágenes que Sebastián tiene por ahí en la memoria ayuda a ver toda la escena. Una es la de esa biblioteca que tenían sus abuelos, maestros normales, atiborrada de volúmenes y de historias claro. La otra es él mismo, Sebastián, leyendo en la cresta de una barranca del parque, sorbiendo de a traguitos, los paisajes de Juanele. Eso, justamente, quiso tocar ya como joven pianista que había recibido enseñanzas de grandes maestros y en algún momento, también, se había ido a estudiar a Avellaneda una carrera de música popular.
“Yo extrañaba mucho y la poesía era un vehículo para volver acá. Me impresionó mucho que el Mono Fontana –reconocido multinstrumentista porteño- tocaba sobre unas láminas de Van Gogh, tocaba lo que sugerían esas láminas. Entonces me puse a jugar y a hacer lo mismo con los poemas de Juanele, los copiaba en una hoja, los ponía en el atril sobre el piano. No buscando hacer canciones, sino tocar el paisaje. De ahí fueron brotando melodías y de repente se armaron las primeras canciones”.
El resultado total de ese diálogo con el poeta, que le costó un tiempo asumir en público justamente por ese principio ético que tiene el encuentro y por puro pudor también, es el hermoso disco que realizó en compañía de Federico Silva y Claudio Bolzani, editado por Shagrada Medra en 2006. Se llama Luz de agua.
Con el negro
Antes de Luz de agua, tal vez una década antes, cuando Sebastián cursaba el secundario, ya en los últimos tramos, con la energía puesta en el ejercicio sobre el piano pero también con un despertar de nociones políticas que confluían en la militancia estudiantil, ahí, justo cuando buscaba alguna una referencia que ayude y guíe, alguna referencia creíble, Sebastián lo conoció a Carlos Aguirre.
“Fue en una movilización contra la represa del Paraná Medio, estábamos en la marcha y el locutor anunció presencias importantes, entre ellas mencionó que estaba el Negro. Entonces me acerqué a hablar y charlamos, él fue divino y me invitó a tomar mates a su casa”.
Carlos Aguirre vivía a pocos metros del Colegio Nacional donde estudiaba Sebastián. Así, dice ahora el artista, “se generó un vínculo a la usanza oriental, como de maestro, yo estaba todo el día en su casa, iba a los ensayos, viajaba con él, los acompañaba o me quedaba en su casa”.
Hubo un trato, además, en el que según Sebastián el Negro “salió perdiendo como en la guerra”. Carlos se había comprado un terreno por el barrio mercantil, entonces quedaron en lo siguiente: Sebastián lo ayudaría a construir “algo” en ese lugar y el Negro le daría clases de piano sin costo. “Creo que fuimos dos veces al terreno y yo estudié piano con el Negro como tres años”, dice y se ríe, pero además concluye “al día de hoy somos familia, yo lo elegí en todo sentido como referente”.
Viajes
En vez de ir de viaje de fin de curso a Bariloche, por ofrecimiento de su padre en este caso y con muchas ganas y curiosidad, Sebastián se fue por dos meses a Cuba.
“Se me voló la cabeza. Me dediqué a estudiar todo el día. Había festivales de jazz, mucho torrente, hasta ese momento venía a una dinámica muy local y se me abrió el panorama. Vivía en un departamento en un barrio de La Habana y estudiaba con Georgina Jazán. A la vuelta ya tenía decidido que quería dedicarme a la música. Ese camino se priorizó, se hizo avenida”.
Se fue a estudiar a Buenos Aires y a la vez comenzó a tocar junto a Silvia Iriondo, así vinieron los viajes, pero también un trabajo en un hostel y el encuentro con otros músicos. Todo eso hasta que se enamoró y esa historia lo llevó volando a Rio de Janeiro durante tres años. En Rio, dice Sebastián, se fogueó al modo del músico que necesita, todos los días, conseguir sustento a través de lo que sabe hacer con su instrumento.
Tocó en hoteles, eventos sociales, obras de teatro y en el vip del aeropuerto de Rio, donde alguna vez lo vio en vivo Ivan Lins interpretando una obra de él. “Fue duro, me cagué a golpes, Rio es cerrado, en cambio San Pablo es más cosmopolita”.
Cuando se terminó la relación en Rio, comenzó a pensar en el regreso, entre el ruido permanente de la ciudad y una ronda de samba en la puerta de casa. Sebastián pegó la vuelta y resolvió que sería Paraná el lugar indicado. Más aún, en el invierno helado de 2010, eligió volver pero a una casita cerca del río en el silencio planchado de la costa, en Bajada Grande.
Sobrevino el tiempo de juntar las partes, cosas de allá, de acá cerca, de Buenos Aires, de Rio. Papeles y otras cuestiones. “Me enamoré de Paraná, el acento que tenemos acá, las palabras, el venir de hablar de otro idioma me hizo ver rasgos que me parecían fascinantes”.
En Bajada Grande, además, se comenzó a hacer más sólido ese diálogo entre música y poesía. Desde aquí nacen muchas canciones propias. “Parece que todo está perfectamente delineado”, se asombra Sebastián y dice que ahora confía más en eso.
“Lo que aparece es lo que tiene que aparecer”, dice el artista y recomienda, pero sobre todo se dice ¿no? habla para sí: “Transitalo”.
Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora
Foto de Maia Alcire