Este viernes sale a la venta «Sicarios de la caja»,  el libro número 16 del periodista Daniel Enz, fundador y director de la revista Análisis. A lo largo de más de 670 páginas, el libro cuenta en detalle cómo funcionó y funciona la corrupción en Entre Ríos en los últimos 35 años. Desde las cajas de alimentos de 1990 hasta la destitución de Cecilia Goyeneche. Aquí, un adelanto de parte del libro.

 

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Un sector importante del bustismo encontró la veta fácil entre 1989 y 1990 para resolver la demanda social creciente, ante un proceso hiperinflacionario que terminó acabando con el poder de Raúl Alfonsín y también sirvió para hacer caja política.

El grupo funcionaba como una especie de cooperativa. Pasó a ser una asociación con códigos propios que tenía conexiones suficientes para participar activamente de licitaciones o contrataciones directas en un área sensible como el Ministerio de Bienestar Social. Pero también podía hacerlo en la Secretaría de Salud, el Instituto de Obra Social de la Provincia de Entre Ríos (Iosper), la Imprenta Oficial, el Instituto Autárquico de Planeamiento y Vivienda (IAPV) y la Legislatura entrerriana. Eran conscientes de que desarrollarlo a través de las Cámaras de Senadores y de Diputados, podía generar algunos problemas políticos y jurisdiccionales, pero ante el reclamo de sus conductores, el gobernador Jorge Busti miró para otro lado y dio el visto bueno.

De esa manera, mantenía calmada a la tropa, que era una de sus virtudes. Busti sabía muy bien de la distribución de las porciones del negocio del Estado y de la necesidad del equilibrio. Era también el que tenía la última palabra y el que definía el acuerdo o el negocio. Por más grande o por más chico que fuera, debía contar con el aval de Busti. De lo contrario le podía salir muy caro a quien avanzara en algo que no tuviera el okey del concordiense.

El vicegobernador y presidente del Senado, Domingo Daniel Rossi y su par en Diputados, Orlando Víctor Engelmann eran hombres sedientos de poder, pero también estaban prestos a acumular dinero fácil del Estado entrerriano. Esa sumatoria de ideas y factores, más la imperiosa necesidad de la gente y el posible retorno del peronismo a nivel nacional a través de Carlos Menem, fue el caldo de cultivo para el desarrollo de los negociados con las denominadas cajas de alimentos, con licitaciones plagadas de desprolijidades y truchadas, que superaban muchas veces los 200.000 dólares y llegaban hasta el doble en algunas instancias.

Eran conscientes de algo: con gente afín al bustismo en la cúpula del Tribunal de Cuentas y en los juzgados de Instrucción o en la misma cúpula del Superior Tribunal de Justicia, no sería muy complejo avanzar en el plan de desvío de dinero y despilfarro. Busti no se destacaba, precisamente, por ser un hombre que le gustara achicar gastos o cuidar los fondos públicos obsesivamente. Sabía elegir a las personas exactas, las que más conocían de números, pero que también tenían un concepto social y peronista de la distribución del dinero del Estado.

No se iba a meter con una caja chica como la de la Legislatura. Sabía que ello tenía un gran poder de expansión territorial en innumerables localidades de la provincia. Y jugar de esa manera desde el sillón de Urquiza era parte de los entretelones del poder; era una forma de hacerlos sentir con alguna porción de mando y era necesario como intercambio ante los pedidos concretos de leyes que se precisaban por esos días. Busti dejaba que los legisladores nombraran a los jefes comunales o de Juntas de Fomento; que eligieran los jefes departamentales de Policía, los de cada Comisaría y a quienes debían estar como referentes de Salud o Educación en cada lugar. Pero a cambio debían cumplimentar a rajatablas las directivas emanadas desde la Gobernación a la hora de sancionar una determinada ley. Ese fue siempre el juego.

 

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Engelmann era lo más parecido a un actor de cine de la década del ’50: siempre de traje, pelo engominado, ojos claros y elegante andar. Llegó de Federación a la capital entrerriana con el primer gobierno de Jorge Busti. Era un referente de la política de esa zona, pero también un empresario de la madera, de buen pasar. Y llegó por pedido expreso del concordiense, después del armado provincial de la Renovación Peronista, que además de Busti tenía como líderes en la provincia a José Carlos Conde Ramos y lo que era la URP en Paraná (Unidad Renovadora Peronista) y algunos referentes aliados como Augusto Alasino (Concordia) y los hermanos Martínez Garbino en Gualeguaychú. Tenían un claro objetivo: desplazar a la ortodoxia peronista, representada por el exdiputado nacional Carlos Cristóbal Vairetti -junto a otros referentes, como Antonio Gino Cavallaro o el propio diputado nacional Héctor Maya, de Gualeguaychú- y ser los nuevos dueños del peronismo. El dirigente y escribano de Paraná era lo más moderado que podía exhibir ese viejo peronismo, pero la interna del ’86 lo sacó de la cúpula del poder del PJ y perdió ante un incipiente bustismo. El concordiense logró una amplia diferencia en septiembre del ’87 y se transformó en gobernador con apenas 40 años. Sabía que debía rodearse de referentes de su generación y muchos de los que llegaron a la primera y segunda línea de gobierno venían de sufrir cárcel en la dictadura. En esa decisión fue clave su mano derecha, Hernán Orduna, con quien había militado en Córdoba en la década del ’60. El Vasco estuvo preso casi toda la dictadura y era testigo de casamiento con su primera esposa.

Orduna estudió Ingeniería Metalúrgica en la Universidad Católica de la provincia mediterránea. Hijo de un reconocido dirigente del Sindicato de la Carne y de madre docente (expulsada por la Revolución Libertadora), abrazó la militancia peronista en tiempos de la escuela secundaria en Concordia. Cuando recaló en Córdoba para iniciar sus estudios universitarios se metió de lleno en la Juventud Peronista Revolucionaria, un grupo regional que funcionaba antes de que existiera Montoneros. Allí formó parte del Consejo Provincial del PJ y fue candidato a diputado nacional en el ’73, pero no llegó y fue nombrado funcionario de Obras Públicas de la comuna cordobesa. Docente universitario apenas recibido, se enfrentó con el lopezreguismo y a fines de 1974 empezó a militar en el Partido Auténtico (PA), considerado un órgano de superficie de Montoneros, en el que, entre otros, estaba Hugo Vaca Narvaja, hermano de Fernando, asesinado en esos días. Con el golpe de Estado del ’76 Orduna fue encarcelado y permaneció 2.250 días entre rejas, deambulando por las cárceles de Córdoba, Sierra Chica, Coronda y Rawson.

Buen provecho, decía la portada del semanario Análisis, el 17 de diciembre de 1992 y fue lo que destapó el escándalo. Hacía un año que gobernaba Mario Moine y el poder político estaba enfocado en otro tema más urticante: la denominada ley de ajuste y despidos 8.706, que debía sancionarse antes del inicio del ’93 por orden del gobierno nacional, a partir del informe firmado por el técnico Héctor Domenicone, que era funcionario del Ministerio del Interior, encabezado por Gustavo Béliz. Se denominaba Plan para la contingencia, que establecía que en la provincia había que cesantear a por lo menos 10.000 empleados. Esa cifra ya había aparecido en un informe del Ministerio de Economía de Entre Ríos, realizado en septiembre de 1991, que el entonces titular de la cartera, Eduardo Jorge Macri, prefirió cajonear bajo siete llaves. Ya era la etapa final del primer gobierno de Busti.

El informe inicial de Domenicone sugería una disminución de 20.000 agentes, aunque Moine acordó hacer un ajuste a la mitad, pese a las presiones de los ministerios de Economía e Interior de la Nación. El número descendió a 5.000 y finalmente no superó los 2.605 empleados. Moine venía de un duro enfrentamiento con Domingo Cavallo y la decisión de llevar adelante el ajuste, de algún modo, le sirvió para acercar posiciones con el reconocido técnico de la Fundación Mediterránea.

La disputa entre ambos se había producido pocos días antes del acto de asunción como gobernador. Fue el 20 de noviembre de 1991 cuando Moine sorprendió en la residencia de Olivos a los mandatarios electos con una frase que Cavallo nunca olvidó: «No nos venga a decir cómo tenemos que gobernar en nuestras provincias», le dijo, sin ponerse colorado. Pero lo que más le dolió al ministro fueron los conceptos publicados a fines de abril del ’92 en el diario Ambito Financiero. El exintendente paranaense le refregó públicamente a Cavallo que, pese a su insistencia telefónica, nunca lo atendía. El ministro se enojó de tal forma que hasta llegó a ordenarle a sus hombres de confianza que no lo dejaran ingresar a su despacho. En consecuencia, por un buen tiempo, Moine sólo pudo tratar con Juan Carlos Schiaretti (que era el titular de la Secretaría de Industria y Comercio) y Juan Carlos Pezoa (a cargo de la Subsecretaría de Provincias). Para colmo de males, ambos eran amigos personales de Busti a partir de haber militado juntos en el Integralismo peronista mientras estudiaron en Córdoba. Pezoa llegó incluso a desempeñar funciones en la Casa de Entre Ríos en Capital Federal durante una buena parte de la gestión del concordiense. No fue lo único: Pezoa, por pedido de Busti, nombró al inicio de la gestión menemista a Eduardo Lalo Macri en un área de su estructura. Macri, uno de los cajeros históricos de Busti, se encargó de hacerle la vida imposible a Moine. Más aún cuando se enteró que le había pedido una audiencia a Cavallo, el ministro de Economía no lo atendió y lo derivó a Pezoa. “Yo como gobernador hablo con los ministros y no con un cuarta línea”, le dijo el entonces gobernador a un secretario privado de Cavallo. A los dos minutos, Pezoa tuvo el dato y se lo cobró todo el tiempo a Moine. “Si quieren plata, echen gente”, le recriminaba y lo enviaba a hablar con Lalo Macri. Pero desde el bustismo entrerriano encabezaban la protesta en contra de los despidos.

Si bien Moine se transformó, por un lado, en uno de los pocos gobernadores que cuestionaba las medidas de Cavallo, por el otro tuvo que ceder paulatinamente ante la embestida nacional. Aceptó pagar los sueldos a los docentes nacionales y que Carlos Menem se los incrementara con dinero de la provincia; el déficit ferroviario para fin de año; la quita de 3,6 millones de dólares al mes para solventar gastos de la ya desaparecida Dirección General Impositiva (DGI) -actual Administración Federal de Ingresos Públicos- y el agregado de escuelas terciarias a la transferencia de entidades educativas de la Nación a la provincia. «Si no hacemos esto, la provincia se cae», les señaló Moine a los legisladores del oficialismo, mientras exhibía una serie de números: «Tenemos 47.000 agentes en el Estado; se ha duplicado la planta de personal, cuando la población, en los últimos nueve años, sólo se incrementó entre un veinte y un veinticinco por ciento», afirmó, en clara referencia a los nombramientos de Busti en la estructura estatal. No fue lo único que les dijo. «Sepan que por tres años no entra ni un empleado más al Estado ni se regalan más categorías. Parece mentira, pero he tenido que esperar casi siete meses para saber cuál era la planta real de personal», les indicó. Varios de los legisladores agacharon la cabeza; eran los mismos que en menos de un año, en virtud de compromisos políticos, habían hecho ingresar a numerosos afiliados al justicialismo.

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La reacción de los diputados del PJ entrerriano no se hizo esperar. Más aún cuando se enteraron de que en el Tribunal de Cuentas ya estaban avanzando con la investigación de la otra compra de alimentos, por 27.300 cajas y que luego seguirían con la de 41.000, también plagada de irregularidades. El caso de las 27.300 cajas estaba en el Juzgado de Susana Medina de Rizzo, que en julio de 1991 asumió en ese lugar, luego de ser agente fiscal. Los diputados quedaron preocupados con el tenor de las preguntas que le fueron haciendo en Tribunales, a aquellos que habían terminado el mandato y no disponían de fueros.

Del otro lado del escritorio, a la hora de las preguntas, siempre estuvo la misma empleada judicial: Mónica Zunilda Torres, exsubsecretaria de Derechos Humanos de Jorge Busti, quien había retornado a su lugar de trabajo en la Justicia tras su paso por la función pública y había sido solicitada especialmente por Susana Medina para trabajar con ella. Por esos días nadie del peronismo quería hablar de su pasado de informante reservado del Batallón 601 -en tiempos de la última dictadura- y menos reconocerlo. Pocos le perdonaron ese error a Busti y en especial a Hernán Orduna, que fue quien la hizo nombrar al frente del área de Derechos Humanos de la provincia. Pero había que dejarlo pasar.

Los diputados apoyaron su estrategia legal en el experimentado Raúl Barrandeguy, quien había sido fiscal de Estado con Busti e interventor del Iosper con Moine, en los primeros meses, con el polifuncional José Félix Esquivel como gerente general del organismo, pese a que la distancia entre Barrandeguy y Esquivel venía de principios de la década del ’70, cuando estaban en dos bandos antagónicos del peronismo. Barrandeguy era referente de la Juventud Peronista Regional II que lideraba Jorge Obeid en la zona y Esquivel era integrante del grupo Tacuara, que en la región lideraba el seminarista Alberto Ezcurra Uriburu y que tenía como base operativa la sede del Seminario de Paraná, con el aval del entonces arzobispo Adolfo Servando Tortolo, que años después, con el golpe de Estado de 1976, llegó a convertirse en vicario castrense y en confesor del general Jorge Rafael Videla. Esquivel estuvo incluso preso por unos días por ser protagonista de situaciones violentas y fascistoides a fines de la década del ’60.

Esa decisión de Barrandeguy, de ser funcionario moinista, de alguna manera lo había alejado del bustismo. El exgobernador arrancó en muy malas relaciones con Moine -pese a que fue quien lo impulsó en 1990- y todo aquel que aceptaba ser funcionario del empresario paranaense, de alguna manera era tachado por el hombre fuerte de Concordia. “O se está de un lado o se está del otro”, remarcaba cada día, cuando iba viendo cómo Moine llenaba los casilleros del gobierno con algunos pocos hombres y mujeres que habían estado en la estructura del Estado entre 1987 y 1991. Entre ellos, además de Barrandeguy, los casos de Mario Mathieu y Pedro Guillermo Guastavino en la cúpula del IAFAS, como así también hubo algunos referentes en Salud.

A Barrandeguy le sirvió esa jugada de pizarrón para apoyar a los legisladores cuestionados, que provenían del riñón del bustismo y lograr una especie de acercamiento con el exgobernador. Fue a partir de ello que decidieron armar una Comisión Bicameral para investigar lo relacionado a las cajas de alimentos y al accionar del organismo de control, como así también toda una serie de temas urticantes que preocupaban al poder.

En paralelo, Engelmann decidió presentar una querella por calumnias e injurias contra el autor de este libro y el semanario Análisis, reclamando 50.000 dólares de indemnización y tres años de prisión condicional por el editor de la revista.

Estaban a escasos meses de las elecciones legislativas, el gobierno de Moine venía desgastado por las leyes de ajuste que llegarían y el escándalo de los diputados y senadores había generado una fuerte reacción adversa en la opinión pública entrerriana. En especial los exdiputados del PJ fueron quienes más embistieron. Incluso le pidieron a Moine que firmara una solicitada en apoyo a Engelmann -que estaba propiciada por los diputados José Jodor y Raúl Taleb-, pero el gobernador se negó a hacerlo. “Firmen ustedes una solicitada, si es que quieren”, les dijo.

Los diputados peronistas presentaron un proyecto de resolución, en el que trataron de ensuciar a su titular, Hugo Molina, por un episodio policial de 1981, del que fue absuelto de culpa y cargo por el juez Eduardo Lloveras. Lo grave del hecho fue que reflotaron una situación que había sucedido en el acceso del consultorio de la exesposa médica de Molina. Fue cuando llegó una mujer que perdía sangre, le golpeó la puerta de su consultorio en calle Uruguay y la ginecóloga la asistió en la entrada, porque se encontraba atendiendo a una paciente. Vio que perdía sangre y obligó al marido de la señora que la llevara urgente al Hospital San Martín. La médica fue en su vehículo personal, junto a Hugo Molina, para explicarles a los médicos del hospital lo que había sucedido. La mujer fue ingresada de urgencia al nosocomio, pero a los pocos minutos falleció.

La exmujer de Molina nunca fue siquiera imputada en la causa por el deceso, precisamente porque no tenía nada que ver. De todas maneras, Molina -que se había recibido como abogado en 1980-, contrató a dos letrados paranaenses para que atendieran el caso de su exesposa: Raúl Barrandeguy y Alberto De Torres. Mucha gente le había recomendado la seriedad y responsabilidad del trabajo que podía hacer Barrandeguy por esos días. Doce años después, quedó claro que fueron ellos mismos quienes desarchivaron un expediente que tenían como abogados, para ponerlo sobre la mesa de tortura contra Molina, que había sido el que los contrató en 1981. Quedó claro que no iba a haber límites y que estaban dispuestos al “todo vale”. Barrandeguy, como mentor principal de la Comisión Bicameral; De Torres, como secretario de la Cámara de Diputados y mano derecha de Engelmann.

Al parecer los legisladores oficialistas -la mayoría de ellos enrolados en el bustismo, aunque muchos ya se habían pasado al sector de Moine, por conveniencia política- olvidaron además que el titular del TdC es el hermano mayor de Carlos Isidoro Molina y cuñado de Blanca Osuna, ambos funcionarios de Busti en el primer gobierno. Los legisladores oficialistas también atacaron a la fiscal Bovier de Haenggi. Los diputados le cuestionaron su participación en la denominada Comisión Asesora Técnica, bajo el mando del mayor de Ejército Benjamín Cristoforetti y creada por el gobierno del general Juan Carlos Trimarco a partir del último golpe de Estado. «Constituyeron verdaderos Consejos de Guerra contra las autoridades de la Constitución, demostrando en toda su actuación un desprecio profundo por las instituciones de la democracia», consignaba el proyecto en uno de sus siete puntos. Los diputados no pudieron averiguar, evidentemente, que la fiscal Haenggi había sido nombrada por el gobierno justicialista de Enrique Tomás Cresto, de acuerdo a la resolución 023, del 18 de agosto de 1974, para desempeñar funciones en el Tribunal de Cuentas. Y que las comisiones asesoras técnicas no tenían nada que ver con los Consejos de Guerra de juzgamiento de detenidos políticos, que estaban integrados únicamente por personal militar del Ejército Argentino.

Los diputados tampoco tomaron real conciencia que la contadora Bovier era la hermana de Elvy Bovier, abogada, casada con Hermo Luis Pesuto, que era aún secretario general de la Gobernación a mediados del ’93 y luego se transformó en ministro de Gobierno de Moine. Los dos, como abogados, habían sido de los pocos letrados de Paraná que presentaron habeas corpus para lograr la libertad y defender a los detenidos políticos y en especial del peronismo. Pesuto, formado en el seminario de Santa Fe, no ocultaba su enojo con algunos hombres del peronismo que estaban detrás de toda la maniobra contra su cuñada y en especial con Barrandeguy, que también había propiciado habeas corpus por detenidos en tiempos de la última dictadura. Pesuto no era de levantar el teléfono para recriminar tal o cual cuestión. Como hombre de Iglesia, siempre ligado a los curas del Tercer mundo (por lo cual incluso vivió con sacerdotes luchadores en el norte santafesino, durante un buen tiempo, haciendo tarea social) prefería el silencio y esperar pacientemente. O sea, todo lo contrario a Barrandeguy, que durante años fue un fuerte operador judicial, que ubicaba a gusto y paladar jueces y fiscales, en especial en el primer gobierno de Busti.

La fiscal Estela Bovier de Haenggi -que avanzó contra viento y marea en las causas, cumpliendo cabalmente con su deber- fue bastardeada con infundios y desplazada por otra funcionaria nombrada por los propios legisladores. La contadora pública, apenas recibida, había ingresado en la última etapa del gobierno militar y en la gestión de Montiel pasó a desempeñarse en la Dirección de Administración de la Gobernación, pero tuvo que volver al Tribunal de Cuentas a raíz de un cortocircuito con las autoridades políticas, originado en un sumario administrativo a un empleado. Cuando Busti llegó en 1987 no pasó mucho tiempo hasta que volvió al mismo cargo del cual la había desplazado Montiel, como una suerte de reivindicación por su tarea, pero a fines de 1990 fue nombrada fiscal del organismo de control.

 

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—Con esto lo matamos a Morel. No tendrá salida -dijo Hugo Berthet, cuando uno de sus asistentes en la Comisión Bicameral Investigadora encontró un dato que consideró determinante para denunciarlo. Se trataba de una ausencia injustificada del vocal José Rubén Morel, entre el 20 y el 29 de enero de 1993, viajando a Mar de Ajó, cuando tenía que estar de turno como funcionario de feria del Tribunal de Cuentas.

La denuncia la hizo el propio diputado Berthet, ante el Jurado de Enjuiciamiento, integrado por el vocal del Superior Tribunal de Justicia, Miguel Carlín (como presidente); Raúl Taleb, Julio César Berlari, Emilio Castrillón, Germán Carlomagno, Ignacio Esteban Díaz y Eduardo Fermín Tolomei.

Resultaba absurdo que algunos de ellos estuvieran en el jurado y no se apartaran por sus vinculaciones con el poder de turno en Entre Ríos o en especial del bustismo, cuyos legisladores eran los más cuestionados por las irregularidades en las operaciones de cajas de alimentos.

Carlín había sido presidente del bloque de senadores del PJ en el período de las irregularidades de las cajas de alimentos y llegó de la mano de Jorge Busti, con quien tenía una relación personal. Primero fue fiscal del STJ y luego vocal del alto cuerpo.

Taleb era asesor del bloque de diputados del PJ, también aparecía implicado y estaba cumpliendo mandato como legislador de la Cámara Baja entrerriana. De hecho, era el principal referente político del peronismo en Diamante, su ciudad de origen. Taleb, licenciado en Ciencias Políticas, había intentado excusarse del jurado que analizaría la conducta de Morel, pero desde la conducción política no lo dejaron.

Castrillón había asumido como senador provincial del PJ en 1991, como parte de un acuerdo con el exvicegobernador Domingo Daniel Rossi en La Paz, que había sido el firmante del pedido de las 25.000 cajas irregulares y se transformó en uno de los legisladores clave del oficialismo. Pasó a ser determinante a la hora de sostener las votaciones para las leyes de ajuste y emergencia impulsada por Moine.

Tanto Miguel Carlín como Carlomagno habían llegado al Superior Tribunal de la mano del peronismo. Carlomagno, oriundo de Concepción del Uruguay, era amigo personal de Juan Luis Gordo Puchulu, a su vez principal asesor político de Jorge Busti y tenía el aval del scelzismo en su terruño.

En octubre de 1993 los senadores radicales fustigaron duramente al oficialismo cuando el legislador Hugo Cettour (PJ-Uruguay) consiguió el apoyo a la figura de su copoblano Carlomagno para el STJ. En esa instancia el pliego fue inicialmente rechazado, volviendo a la Comisión de Acuerdos, aunque finalmente se aprobó en una votación que terminó empatada en ocho y tuvo que definir el vicegobernador y presidente del Senado, Hernán Orduna.

El abogado Ignacio Esteban Díaz siempre fue muy allegado a Raúl Barrandeguy, principal motorizador y asesor de la Comisión Investigadora Bicameral.

Estaba claro que Morel no tenía salida a la encerrona, pese a contar con Jorge Campos como abogado defensor, sin dudas uno de los profesionales del Derecho más reconocidos en Entre Ríos en los últimos 60 años. Campos, que había sido fiscal de Estado en el primer gobierno de Sergio Montiel y fue jefe de Redacción del matutino El Diario durante décadas, le consultó a Morel si quería recusar a varios de los integrantes del Jurado de Enjuiciamiento, pero el vocal prefirió no hacerlo.

—¿Para qué doctor? Si usted sabe que me lo van a rechazar por amplia mayoría -respondió el vocal.

Campos agachó la cabeza y le dejó solo una frase: “Bueno. Lo pelearemos hasta el final; cuerpo a cuerpo. Como se debe”. Campos, como exjugador de básquetbol -incluso de la selección entrerriana, en la década del ’50 y siempre vinculado a su club vecino, Recreativo-, no se iba a quedar de brazos cruzados.

Era evidente el objetivo de los legisladores oficialistas contra el Tribunal de Cuentas y el Poder Judicial. Había un claro mensaje desde el poder político. Primero había que quebrar la resistencia de los miembros de la cúpula del organismo de control y de alguna manera lo lograron. El Tribunal de Cuentas quedó entre la espada y la pared porque los diputados demostraron su poder y provocaron miedo. Lo que había pasado con Morel era suficiente.

Y algunas cosas generaban contradicciones.

Carlos Chiara Díaz había asumido como presidente del STJ (período 1994/95), para reemplazarlo a Jesús Solari. Chiara Díaz era un abogado de cuna peronista. Su padre había sido magistrado, pero la Revolución Libertadora lo dejó sin trabajo y le quitó el título. En tiempos de la última dictadura y, de alguna manera como castigo a su rol como juez de Instrucción en Paraná, la cúpula del gobierno conducido por el brigadier Rubén Di Bello lo ubicó a 200 kilómetros de la capital entrerriana, en Gualeguay, como camarista. Lo que más molestó al poder militar fue el avance que Chiara Díaz había logrado en la investigación por el crimen del militante de la JP-Regional II, Héctor Pichón Sánchez, por lo cual la SIDE e Inteligencia de la Armada le habían intervenido el teléfono del Juzgado. El joven, de 21 años, fue secuestrado en la esquina de Corrientes y Uruguay por una patota policial comandada por el entonces subjefe de la Policía de Entre Ríos, el comisario Álbaro Roldán, la noche del 20 de marzo de 1975, durante el gobierno constitucional de Enrique Tomás Cresto. El 23 de marzo el cuerpo del militante Pichón Sánchez apareció flotando sin vida, en muy mal estado. Tenía señales de haber sido salvajemente torturado; los dedos de los pies y de las manos eran muestra evidentes. Le habían arrancado casi todas las uñas, como buscando algún tipo de información que nunca se dio. Recién se pudieron ver tales detalles en la segunda autopsia judicial. La primera determinó que se había muerto ahogado. En el seno de la JP Regional II había dolor e impotencia. Sucedieron demasiadas cosas en meses anteriores. No le perdonaban al gobierno de Cresto la detención de tantos dirigentes juveniles, ya sea de la JP II como también de sectores más de izquierda, entre los cuales se encontraba Barrandeguy. La jefatura de Policía emitió un comunicado para negar cualquier vinculación con el secuestro y asesinato de Sánchez, pero los indicios y la investigación que se había realizado mostraban otra cosa.

El cuestionado subjefe de la Policía, Álvaro Roldán, considerado uno de los más duros en tiempos de lo que se produjo la derechización del peronismo -lo que se profundizó tras la muerte del general Juan Domingo Perón, el 1 de julio de 1974-, ocupaba una importante porción de poder en el gobierno de Enrique Tomás Cresto. Incluso fue quien llevó adelante personalmente las detenciones de presos políticos entrerrianos, la mayoría de ellos enrolados en la Juventud Peronista. Fue además uno de los fundadores del denominado Comando Paraná y lo lideró desde las sombras, en alianza con algunos personajes del peronismo enrolados en la ortodoxia, quienes se dedicaron a concretar atentados contra domicilios de dirigentes de izquierda, extorsionar comerciantes y amenazar permanentemente a quienes se oponían al pensamiento de Cresto. En la lista figuraban un atentado contra una liberaría de calle Colón y San Martín, propiedad del cura Julio De Zan de Gualeguaychú, a su vez titular del edificio Pio XII donde se reunía la JP Regional II. Colocaron una bomba al diario El Mundo entrerriano, también en otros dos domicilios de dirigentes disidentes al peronismo y tirotearon la sede del gremio de Soetap. Además explotaron bombas en los domicilios de los abogados Juan María Garayalde y Luis Agustín Brasesco, casi en forma simultánea durante la madrugada del 19 de noviembre del 75. Pese a los antecedentes de violencia y muerte, en el retorno a la democracia el entonces diputado nacional Antonio Cavallaro del PJ ortodoxo, puso al comisario Roldán en la cabeza de la lista de concejales y por ende, el policía retirado asumió en diciembre de 1983, cuando Humberto Cayetano Varisco inició su primera gestión como intendente. Roldán tuvo un penoso papel en el Concejo Deliberante, fue totalmente intrascendente y nadie se animó a pedirle demasiadas explicaciones.

Cuando se produjo el golpe de Estado, el entonces jefe de la represión en la provincia, el general Juan Carlos Trimarco, por un tiempo confirmó a Roldán en el cargo que tenía. Pero luego lo sacó y pasó a reportar al Batallón de Inteligencia 601, junto a varios personajes de la capital provincial.

Chiara Díaz tuvo un rol aceptable en Gualeguay; lo único que le provocó un alto costo político fue el enfrentamiento con la conducción del Colegio de Abogados de la ciudad. Y los legisladores radicales se opusieron a la designación de Chiara Díaz como vocal del STJ, apenas llegó Jorge Busti al poder, en diciembre de 1987. El ofrecimiento a Chiara Díaz se lo hizo el propio Barrandeguy. La relación entre ambos se fortificó en oportunidad de realizarse el Congreso Provincial de Derecho de 1984. Los dos fueron activos organizadores y se transformó en el ámbito donde el entonces gobernador Sergio Montiel propuso por primera vez la necesidad de llevar adelante la reforma de la Constitución de la provincia.

El magistrado venía de dos períodos consecutivos como presidente de la Asociación de Magistrados y Funcionarios Judiciales, pero tales lauros no le importaron a los senadores radicales cuando llegó a la Comisión de Acuerdos el pliego respectivo. No hubo objeciones a Daniel Carubia -exsocio del estudio jurídico de Busti en Concordia-, pero sí a Chiara Díaz, especialmente de parte del senador provincial Alberto Lagrenade (UCR-Gualeguay), a quien los abogados de su ciudad fueron a ver para recordarle el encontronazo que habían tenido con el entonces camarista. «No podemos tener un magistrado de la dictadura en la cúpula del Superior Tribunal», dijo el legislador, que también ejercía la profesión de abogado en su ciudad y era director del matutino Debate Pregón que, en esos días, tenía en sociedad con Arturo J. Etchevehere, propietario de El Diario. Barrandeguy tuvo que ir en persona a la comisión a solicitar la aprobación del pliego y finalmente lo consiguió.

 

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José Morel llegó al jury con la condena escrita de antemano. El vocal era un hombre de fe, pero sabía que esta vez no lo salvaba ni monseñor Estanislao Karlic. Con el arzobispo de Paraná había una buena relación familiar y en especial de su esposa, que era de visitarlo en su residencia del Parque Urquiza. Pero Morel no tenía dudas, más allá de las palmadas de su abogado defensor, el experimentado Jorge Campos, que tenía los días contados. En sus meses anteriores la había pasado muy mal, tanto él como su familia. A través del teléfono fijo recibió amenazas de muerte todos los días y por eso tuvo custodia policial permanente en su casa de calle Ayacucho. Los llamados anónimos alertaban de posibles bombas o que les iban a incendiar la vivienda si Morel no daba marcha atrás en las investigaciones contra los legisladores del PJ. Pese a la presencia policial, durante el período previo al juicio, ingresaron delincuentes a su casa en tres ocasiones. Dos veces los durmieron con un gas, según las pericias policiales. Nunca les llevaron nada de valor; solamente documentación. Era para amedrentar. Era el único objetivo. Quebrarlos. De hecho, la familia estaba muy angustiada por lo que sucedía. En especial la esposa de Morel, más allá de la fe. El vocal del TdC trataba de no hablar de lo que sucedía y evitaba el tema. Pero entre los aprietes telefónicos, los autos que se quedaban estacionados por horas en inmediaciones de la casa y la fuerte embestida de los legisladores oficialistas, el clima era de demasiada tensión. De hecho, tiempo después terminó en un divorcio.

Tras varios días de audiencia e incluso con una postergación, el Jurado de Enjuiciamiento hizo la audiencia de sentencia el 26 de mayo de 1995. Casi un año después del inicio de la Convención Nacional Constituyente, realizada en Paraná y Santa Fe. El jurado no fue el mismo que había formalizado la acusación. En esta instancia se sumaron Carlos Chiara Díaz -que presidía el Superior Tribunal de Justicia- y Juan Carlos Turano, también del alto cuerpo. Turano era abogado de la sucursal La Paz del Banco de Entre Ríos (BER) y allegado directo al padre del senador Emilio Castrillón (PJ-La Paz). Es decir, el escribano Emilio Castrillón, que era un hombre de mucho poder en toda la zona, además de ser históricamente el hacendado con mayor número de cabezas de ganado en la provincia. “Lo que decía don Emilio era palabra santa”, recuerdan.

Turano llegó propuesto por Moine, vía Castrillón. También se incorporaron los abogados Nallib Chémez (oriundo de Diamante, de origen radical, exsecretario y exvicepresidente de la Caja Forense de Entre Ríos) y Antonio Irigoytía, un reconocido letrado de Gualeguaychú. De la anterior composición quedaron Miguel Carlin, Raúl Taleb y el mencionado Castrillón. Los nuevos integrantes reemplazaron a Julio César Berlari, Germán Carlomagno, Ignacio Díaz y Eduardo Tolomei.

El fiscal del Jury, Héctor Daniel Morales -un hombre de una conducta intachable, siempre reconocido por su conducta, compromiso y honestidad- fue el acusador de Morel, quien confirmó los hechos denunciados por el entonces diputado provincial Hugo Berthet. El defensor del imputado, Jorge Campos, consideró que “fue un enero atípico, porque en el ámbito de la Administración Pública se había dictado el decreto 6253, el 11 de diciembre de 1992 y publicado el 27 de enero de 1993, por el cual se establecía receso administrativo con vacaciones obligatorias desde el 1 de enero de ese año hasta el 15 del mismo mes”. Indicó que el día 18 de enero se publicó el decreto 29 del Ministerio de Gobierno en el que se prorrogaba el receso administrativo hasta el 29 de enero. Y a la vez se establecía vacaciones obligatorias para el personal administrativo. Recordó que la esposa de Morel era empleada de la Administración Pública, con 22 años de antigüedad y se vio “alcanzada por esta decisión administrativa”. Campos acotó que la decisión del grupo familiar era “de no viajar” de vacaciones, pero el dictado del segundo decreto provocó cambios. “La esposa de Morel debió agotar su cupo de vacaciones, por lo cual resultaba imposible viajar en familia o con la familia en el mes de febrero”, indicó. Por eso fue, según Campos, que ante tales “vacaciones obligatorias”, Morel contrató el tour en fecha 10 de enero. “Ello demuestra la falacia de la acusación, en el sentido de que contrató el tour en conocimiento que no iba a estar en la feria”, dijo su abogado. Sostuvo además que entre el 1 de enero y el 15 de enero, Morel “concurrió todos los días al Tribunal de Cuentas, en el horario de 7 a 13, atendiendo su despacho y estudiando expedientes vinculados a su Vocalía”. Dijo además que Morel le planteó el tema administrativo respecto de la situación de su esposa y logró su consentimiento. “Por eso fue -dijo Morel- que acompañé a mi familia a Mar de Ajó el 20 de enero a la noche, por unos días, con la tranquilidad de que no existían ni existirían inconvenientes. No ha existido ánimo de obtener ventaja alguna, ya que durante el mes de febrero de 1993 no tuve ni pretendí compensación de feria de ninguna especie, prosiguiendo en plenitud con la atención de mis tareas”, agregó. Morel se alojó en el hotel Regina de Mar de Ajó y pagó 1.575 dólares, pagaderos en tres cuotas, cuya última vencía el 14 de abril, según lo confirmó un informe de la empresa Bartolo Basa de Paraná, que trasladó a toda la familia.

Cuando fue indagado Morel recordó “lo atípico” de ese enero de 1993, en función del dictado de la Ley 8706 del gobierno de Mario Moine, que determinó un fuerte ajuste en el Estado entrerriano y numerosos despidos de empleados estatales. Insistió en remarcar que el vocal Hugo Molina “consintió” su viaje y le dijo: “Andate tranquilo que yo me quedo”. Incluso se acordó modificar los turnos de feria en el organismo. Pero no quedó asentado en ningún papel. Morel recordó además que los empleados del TdC “estaban temerosos de estar en las listas de cesantes”. Morel remarcó que el acuerdo con el abogado Molina “fue verbal” y remarcó que entre enero y febrero solamente se ausentó “12 días hábiles”.

 

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En los días previos a la asunción de Jorge Busti existían situaciones de ansiedad y nerviosismo entre los colaboradores del concordiense. Había que designar a los funcionarios de la segunda y tercera línea; determinar fehacientemente la deuda que quedaba, pero también se planteaban otras marcadas prioridades.

-Tenemos que sentarnos a armar negocios con el Estado. Hay mucho por hacer -le dijo Eduardo Macri una tarde de principios de noviembre de 1995 al electo gobernador.

-Está bien. Algo ya hablé con el Pacha -contestó Busti.

Aunque nunca lo reconocían públicamente, la distancia entre Macri y Mori siempre existió. Justamente por los negociados que se concretaban o los que podían venir. Se peleaban por demostrarle a Busti quién era más eficiente y mejor recaudador. Hacían magia con los números, estaban todo el tiempo pendiente de oportunidades de negocios o licitaciones y no tenían límites. Siempre podían superarse y llegar a más; las cifras siempre iban a ser millonarias y favorecerían al gobernante y claro está, nunca iban a dar puntada sin hilo. La tajada también los comprendería; de lo contrario no valía el esfuerzo. Y eran conscientes que tanto uno como otro podían boicotearse. Eran quienes más conocían los vericuetos para hacer dinero fácil con el Estado. Y eso era sumamente valioso en cada administración.

Tanto Macri como Oscar Mori -fundamentalmente este último- pusieron como objetivo clave del nuevo gobierno bustista concretar negocios. Y si bien las cifras millonarias iban a ser manejadas pura y exclusivamente por no más de cinco hombres del Poder Ejecutivo -con pleno control del gobernador- el mismo mensaje se bajó a los legisladores del oficialismo. “A los muchachos también hay que participarlos”, dijo uno de los futuros funcionarios.

En ámbitos del Senado aún se recuerda esa primera reunión de legisladores, en la que uno de los hombres del bustismo fue claro en el concepto: “No tenemos que ser tontos ni ingenuos. Hay que apoyarlo al compañero gobernador y el premio llegará. Cuando terminemos la gestión cada uno verá que tiene no menos de un millón de dólares más en su patrimonio por levantar la mano”. La frase fue muy fuerte y dejó con la boca abierta a algunos que por primera vez se sentaban en una banca.

La falta de transparencia de varios de los colaboradores directos de Busti fue una de las primeras objeciones al mandatario electo. Pero poco importó, porque las ambiciones de poder eran muy superiores.

-¿Es cierto que en el gabinete estarán personas cuestionadas como Oscar Mori, Eduardo Macri o Raúl Rico? -le preguntó el periodista Alfredo Domingo Belotti, en los días del triunfo en la elección general, en un reportaje en la radio del Estado, LT14, de Paraná.

-¿Pero quién le da esa información a usted, el enemigo? No, para nada estará esa gente. –respondió.

Pero Busti no dudó en sumar a los tres mencionados como sus primeros colaboradores, además de Faustino Schiavoni y José Gervasio Laporte.

El entonces mandatario por segunda vez quería demostrarle a la sociedad que no era el mismo del ’87 y que estaba dispuesto a rodearse de colaboradores diferentes. Pero también estaba convencido de que podía sacar rápidamente a la provincia de la compleja situación en que había quedado tras el gobierno de Mario Moine. Tenía experiencia suficiente; sabía de tormentas y había recompuesto totalmente con los hombres del menemismo, en especial después de aquél favor de 1993 cuando acompañó al cordobés Juan Carlos Schiaretti a la Intervención de Santiago del Estero. Por ende, poco a poco, fue dejando de lado esos pruritos iniciales que tenía, para retornar a viejas fórmulas, que le habían servido en la primera administración, más allá de las críticas.

 

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Domingo Daniel Rossi vivía con lo puesto, no tenía ropa fina, no se compraba automóviles cero kilómetro -como hicieron muchos de los funcionarios-, no era de gastar en fiestas o agasajos y tenía una casa modesta, entregada por el Instituto Autárquico de Planeamiento y Vivienda (IAPV) y ubicada sobre calle de tierra en Santa Elena. Tampoco se le conocían inversiones fuera de su pueblo. Siempre dio la imagen de ser un tipo campechano y su tonada casi correntina a veces provocaba las más variadas humoradas en Casa de Gobierno o el mismo Senado. Rossi designó como secretario de la Cámara de Senadores a Perita González, oriundo de Santa Elena, un hombre mayor y muy limitado, que podía demorar más de media hora al leer el contenido de un proyecto. Era parte del folklore también, que quería imponer Rossi a poco de llegar.

Apenas llegó con su mujer, Isolina García y sus hijos pequeños, se instaló en un chalet en avenida Almafuerte, que pertenecía a un militar retirado. Estaba frente a lo que era la fábrica de Enrique Mizawak. Después alquiló una casa en calle Gualeguay (actualmente Arturo Illia), que actualmente funciona como geriátrico. La vivienda era amplia, con patio y un quincho, donde Rossi y sus colaboradores más directos hacían asados por lo menos tres veces a la semana. Rossi daba la orden en las primeras horas de la tarde y todo se ponía en marcha, obviamente con dineros de la Vicegobernación. “Guille, hay humo esta noche”, decía el vicegobernador y un pequeño grupito de gente iba directo al mercadito Norte, de calle Tucumán y retiraba kilos de asado, pan, verdura y buenos vinos, que un tal Velázquez buscaba, en un camioncito de Intendencia de Casa de Gobierno y enfilaba hacia calle Gualeguay. Rossi tenía asignado dos Ford Fairlane: uno color gris y otro rojo. Todos los fines de semana, uno de esos vehículos enfilaba para Santa Elena, con el baúl lleno de mercaderías para los familiares directos de Rossi e Isolina. También llevaba cientos de cheques con subsidios.

La mayoría de las veces los autos oficiales eran conducido por el chofer personal de Rossi, Juan Carlos Benítez, hermano de Raúl Benítez, el fiel amigo del exvicegobernador. Muchas veces le llovían cuestionamientos a Rossi, de la gente del garage oficial, de cómo su gente, los viernes, vaciaba en bidones de nafta el Fairlane que quedaba estacionado (que cargaba 75 litros), para trasladarlo a los vehículos particulares que tenían y de esa manera no gastar ni un peso en combustible. En Paraná, cuando no quería que se lo viera con autos oficiales, Rossi se manejaba con un Renault 12 color blanco o bien con un coupé Fuego que siempre le prestaba un amigo. Disponía de una custodia policial personal, que lo acompañaba en los viajes, como así también en su vivienda de Paraná o en Santa Elena. Algunas veces tuvo problemas particulares con algunos de ellos, por lo cual pidió que lo trasladaran, pero el jefe de la Custodia de Casa de Gobierno, el polémico comisario Fructuoso Pototo Romero disfrutaba de los enojos de Rossi y lo dejaba en las inmediaciones, para hacerle la vida imposible. Todos los días llegaba Rossi a la Casa Gris y veía que estaba uno de los policías cuestionados asignado a los alrededores de la sede oficial.

–¿No pedí que me sacaran de mi vista a este muchacho? ¿Me están tomando de pelotudo o qué? -repetía enojado.

–Si, se le manifestó a Romero que era una orden suya.

Pero el comisario Pototo no hacía lugar a las peticiones y sabía que, de alguna manera, estaba cubierto por Jorge Busti -a quien respondía directamente- y avalado también por el subjefe de la Custodia, el comisario Jorge Medel. El oficial diamantino falleció en enero de 2019, después de estar siempre cerca de Busti, en sus tres gobernaciones.

 

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Rossi manejaba el negocio del frigorífico Santa Elena, a gusto y paladar. De entrada tumbaron -con el aval del exgobernador- los decretos que había firmado Sergio Montiel, para entregar tierras que pertenecían a la empresa, con destino a la Policía y otras entidades. Algunos allegados directos fueron beneficiados con varias hectáreas de tierras. También había quienes sacaban camiones con grasa del frigorífico y los vendían a Buenos Aires. La planta tenía entre 8.000 a 10.000 cabezas de ganado, que estaban registrados. Pero no había datos sobre los terneros de ese número de ganado, que por lo general pasaban a manos de amigos cercanos.

Cuando Rossi se enteró de las intenciones de Busti de privatizar el frigorífico, lo primero que hizo fue convencer a un grupo de empresarios para lograr la explotación de la planta y mantener su porción de poder. El sabía que era un buen negocio. Así fue como nació Malleco Sociedad Anónima, donde las cabezas visibles eran los propietarios del frigorífico de Puerto Nuevo y la Exportadora Inter-Graff, cuyo titular vivía en Paraná. Algunos de los hombres cercanos al exvicegobernador revelaron que Rossi fue concreto con los empresarios: «Yo estoy en condiciones de lograr la licitación en el gobierno. Eso sí: tenemos que ver cómo arreglamos», les dijo. Las operaciones de Rossi en pos del control del frigorífico fueron muy evidentes. Uno de los hombres que más colaboró con la idea fue el abogado Carlos Alberto Neumann, representante de la Federación Agraria Ruralista de Entre Ríos (FARER) en el directorio del frigorífico, merced a un acuerdo corporativo que hizo Jorge Busti antes de asumir su mandato, por el cual el Estado asignaba lugares para la entidad en la planta industrial y en el Banco de Entre Ríos. Cuando se comenzó a trabajar en la privatización, Rossi y Neumann se hicieron amigos; el letrado, por su función, decidió abandonar su ciudad natal, Villaguay, y afincarse en Santa Elena. Neumann recorrió varios lugares del país para interiorizarse de los esquemas de privatizaciones de empresas del Estado.

La venta del gobierno a Malleco estuvo a punto de concretarse. Así lo determinó el Poder Ejecutivo. La operación se frustró por un dictamen del Tribunal de Cuentas de la provincia, firmado por su presidente, Hugo Alberto Molina, exasesor del bloque justicialista de senadores provinciales. El organismo consideró que la firma no tenía capital suficiente, carecía de trayectoria relevante, no existían balances y había sido creada, específicamente, para quedarse con el frigorífico. «Algún día se van a dar cuenta del error que cometieron con Malleco», dijo Rossi en un reportaje publicado por el semanario Análisis de la actualidad, a los pocos días de la marcha atrás del gobierno. Fue un punto de ruptura. El vicegobernador tuvo su primer enfrentamiento fuerte con Busti -porque, obviamente, el gobernador terminó avalando plenamente el informe del Tribunal de Cuentas y le frustró el negocio al Dani– y en esos días también hubo una dura pelea con Raúl Benítez, por supuestas cuestiones de repartos referidas al negocio de los cueros, por los cuales existían facturaciones de suma importancia. «Me cagaste», le dijo en la cara el Dani y no se volvieron a hablar por mucho tiempo. «Vos también me cagaste a mí», contestó su amigo de la infancia, que también se había visto beneficiado en el reparto de campos que pertenecían al frigorífico de Santa Elena.

Benítez cayó de la presidencia del frigorífico y ese lugar, aunque nunca tuvo mayor trascendencia pública, quedó en manos del abogado Neumann, que se transformó en un aliado incondicional de Rossi. Dos meses antes, el flamante titular del directorio de la planta industrial de Santa Elena abrió una cuenta en el Deutsche Bank, agencia Reconquista, con domicilio en Reconquista 150 de Capital Federal. Era la cuenta corriente número 2643911, subcuenta 600. El 21 de enero hizo un depósito de 2.555.000 australes. Allí también tenía una caja de seguridad, cuya llave era la número 1.599. El rol de Neumann -asesorado por Rossi- en la privatización volvió a ser clave. Una madrugada, su exmujer, Ana Yolanda Pemayón, que hacía una semana no lo veía por la casa, le preguntó:

-¿Tanto trabajo te está dando la privatización, que te la pasás en Buenos Aires?

-A nosotros por la privatización nos pagan muy bien. Vos quedate tranquila; ya vas a ver que con esto nos irá muy bien.

La señora nunca tuvo dudas de que detrás de esa frase se escondía un beneficio oculto. A los pocos días Neumann le mostró la boleta de depósito de 50.000 dólares, realizado en un banco de Buenos Aires. «La plata es para los chicos, para que la utilicen cuando sean grandes», le dijo. Al poco tiempo la retiró, compró un campo y lo puso a nombre de ella.

Los pliegos cambiaron en forma sustancial para la segunda privatización del frigorífico. Se retiraron algunas cláusulas significativas: se suprimió la cesión de acciones a la comuna de Santa Elena, al personal superior de la planta y al gremio de la carne, como así también el reaseguro de mantener el personal actual. Esos puntos fueron sugeridos por Rossi y avalados totalmente por el grupo Malleco. Los requisitos extraídos eran un pedido expreso de los empresarios de Euromarche Sociedad Anónima -basados en el poderío económico del grupo Citibank, liderado por Richard Handley- y el gobierno no dudó en acceder. Los otros interesados en la licitación fueron los miembros el grupo Gepsa (Grupo Expansión Panamá), integrado por empresarios árabes, quienes no alcanzaron a presentar la garantía de caución de 240.000 dólares. Los representantes diplomáticos árabes llegaron una semana antes a Entre Ríos, visitaron el frigorífico y les expresaron su interés en la operación a Busti y a Rossi. «La propuesta de Gepsa no es admisible y no es calificada». La frase apareció consignada en la última resolución firmada por el ministro de Economía, Mario Francisco Mathieu, el viernes 1 de septiembre de 1990.

El grupo Euromarche quedó como único interesado en la planta industrial de Santa Elena y se transformó en el elegido. Busti no veía la hora de sacarse de encima la planta, que desde 1984 le generó deudas al Estado -ante el Banco de Entre Ríos y el Banco Nacional de Desarrollo-, por noventa millones de dólares. Recién el 14 de marzo de 1991 los empresarios de Capital Federal se hicieron cargo, bajo la denominación Rioplatense. La planta no estaba en plena actividad y el personal trabajaba 70 horas quincenales. El acto de traspaso se hizo en el propio frigorífico y tuvo un invitado de honor: el presidente Carlos Menem, quien llegó acompañado, entre otros, por los diputados nacionales Alberto Pierri (PJ) y César Jaroslavsky (UCR), al igual que el titular de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), Hugo Anzorreguy. Todos se ubicaron en lugar preferencial junto a Menem y al nuevo dueño: Rodolfo Constantini. Rossi estaba eufórico. No dejaba de agitar su puño derecho en señal de victoria. Fue el primero que abrió la lista de los discursos. «Dios estuvo siempre al lado nuestro», dijo apenas arrancó. A pocos metros, una pancarta rezaba: «Dani cumple». Menem hizo otro vaticinio: «Van a faltar brazos», dijo. Nunca le preguntó a Constantini si su frase tenía relación con el proyecto empresario: a la hora del traspaso hubo una reducción de 630 operarios que fueron indemnizados por la provincia. Rossi no dudó en acercarse a Constantini. Ya era candidato a intendente de Santa Elena y estaba convencido de ganar otra vez; como en el ’83. La privatización del frigorífico era la garantía de triunfo y logró la vuelta a la comuna. Mientras ello ocurría, Constantini seguía reclamándole al Estado nacional diversos préstamos. Cuando se produjo el traspaso se le entregó un subsidio de nueve millones de dólares por un monto de cuota Hilton que exigió el empresario y perdió el Estado provincial durante la gestión bustista. También reclamó la marca internacional Safra sin cargo alguno y se la cedieron. «¿Todo esto es gratuito para el gobierno entrerriano?», preguntó uno de los funcionarios de la segunda línea de la primera gestión de Jorge Busti, cuando observaba lo que estaba ocurriendo. Nadie se animó a contestarle, pero las caras nerviosas transmitían un mensaje claro. Al poco tiempo, la presencia de uno de los hombres importantes del gobierno en las oficinas de Constantini, en Capital Federal, era, en principio, una respuesta.

 

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El fiscal Oscar Rovira se tomó vacaciones a fines de 2000, no sin antes concretar varias denuncias penales contra funcionarios y legisladores de la administración bustista, lo que generó la obvia polvareda. Cuando regresó no sólo se encontró con que las causas judiciales no habían tenido avance alguno en la justicia, sino que, además, un fallo de la Sala Penal del STJ dejó fuera de juego a la FIA, en su rol de querellante. Entre las denuncias se encontraban la que comprometía al exvicegobernador y diputado provincial del PJ, Héctor Alanis, por la falta de justificación de más de 20 millones de dólares en el Senado, en la administración anterior o las irregularidades detectadas en el manejo de los Aportes del Tesoro Nacional (ATN), enviados para la construcción de Puerto Ibicuy. La primera de ellas se encontraba en el Juzgado de Instrucción a cargo de Héctor Toloy; la restante, en el Juzgado de Instrucción de Ricardo González y tenía como principal denunciado al senador provincial Félix Abelardo Pacayut (PJ-Islas). Tampoco había avanzado la denuncia contra Jorge Busti por supuestas desprolijidades en el manejo de fondos del Banco de Entre Ríos Sociedad Anónima, a partir de un convenio firmado, que le permitía manejar libremente una importante suma de dinero. Rovira estaba muy enojado, porque entendía que “la unión de voluntades en el STJ” era “evidente” y que el propio Busti tenía una fuerte incidencia, en especial sobre Carubia y Carlín. Tenía buena relación con Chiara Díaz, pero con los otros dos vocales podía hablar telefónicamente de igual a igual, cuantas veces fuera necesario. Rovira cuestionó en su momento la designación de algunos hombres en la Justicia y consideró que ésta respondía “a los intereses políticos de cada sector dominante de turno”, indicando que “en Entre Ríos la Justicia no es profesional”, sino que “está signada por el partidismo en su composición principal”.

El fiscal general de la FIA entendía que existía “un pacto de impunidad” entre radicales y peronistas, que no solamente derivó en una parálisis de causas de corrupción, sino también en una marcada persecución para con el titular del nuevo organismo investigativo. “Nos avanzó Busti; nos avanzó el STJ en pleno; nos avanzaron los diputados y los senadores; nos avanzaron los jueces de Instrucción. No es fácil esta tarea”, reconoció alguien muy cercano a Rovira. Y no estaba equivocado. Los peronistas estaban al acecho todo el tiempo y los radicales no querían que nadie de la FIA moviera un dedo que los pudiera perjudicar en el manejo de fondos públicos, en especial en el Senado. Y en la Justicia penal había un marcado malestar: varios de los jueces y fiscales tenían una fuerte relación con el bustismo y no estaban dispuestos a dejar que Rovira avanzara con sus movimientos. No pocos se la tenían jurada, porque Rovira no era de dialogar con nadie de la justicia penal, ni levantar un teléfono para reclamar por tal o cual situación; pero tampoco se callaba. Si tenía un micrófono, no dejaba de señalarlo, con nombre y apellido. Y eso generaba mucha bronca entre los magistrados y fiscales.

Rovira se había molestado también por lo que había sucedido en la Cámara de Diputados de Entre Ríos, porque cuando quisieron investigar algunos temas, ni siquiera se dejó que la FIA observara los papeles de los legisladores. Los auditores enviados por Rovira únicamente pudieron acceder a determinada documentación de la gestión bustista, pero a ningún papel de la administración legislativa montielista. Nunca pudieron saber, por ejemplo, con cuántos empleados y contratados contaba la actual conducción de la Cámara de Diputados de la provincia.

Rovira molestaba al poder y había que destruirlo. O quebrarlo como fuera. Su pecado había sido el de meterse con los intereses de la caja política y con varios exfuncionarios bustistas e incluso el propio Busti. Pero, además, intentó avanzar contra el propio gobierno de Montiel, por contrataciones que se habían formalizado desde el Instituto deAyuda Financiera a la Acción Social (IAFAS).

A fines de diciembre del 2002 Busti denunció a Rovira ante la Justicia por supuestas irregularidades administrativas, ya que “por resoluciones propias se adhiere al cobro de viáticos y pago del alquiler de la vivienda que habita en Paraná, violando la norma que establece que su única remuneración a recibir es la suma de 5.060 pesos en todo concepto”, según explicó. En la presentación agregó que “si bien Rovira no percibe ese sueldo porque cobra su jubilación como juez, no le corresponde cobrar viáticos y desarraigo”. Según Busti, “si bien el funcionario hizo uso de la opción prevista en la Ley de Jubilaciones -se encuentra jubilado como magistrado-, y sigue cobrando el haber jubilatorio, tal comportamiento no lo exime, de manera alguna, de lo establecido por el artículo 4 de la ley 9245”, lo que consideró “improcedente”. “Constituye un perjuicio y un delito el dictado de la resolución número 028 emanada del propio titular de dicho organismo, mediante la cual en su artículo primero dispone el pago de una compensación por residencia para el titular y con los alcances previstos en los artículos 8, 9 y 13 del Decreto 770/00”, añadió Busti. La denuncia quedó radicada en el Juzgado de Instrucción a cargo de Héctor Eduardo Toloy y la fiscal Estela Bonazzola decidió el requerimiento fiscal, luego del ingreso de un dictamen de Sergio Avero, quien consideró que era erróneo lo que estaba haciendo Rovira. A muchos les quedó claro que la opinión de Avero era una clara directiva del propio Sergio Montiel, para ponerle freno a Rovira.

Rovira terminó su mandato como titular de la FIA tapado de denuncias penales, pero no todas tuvieron la misma suerte en Tribunales.

 

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El hombre moreno y corpulento rompió en lágrimas el día que hizo la elevación a juicio, pero no se lo quiso contar a nadie. Prefirió emocionarse en silencio y confiar en que su trabajo había llegado a buen puerto. De hecho, esa condición de tipo reservado siempre lo destacó en su carrera. Ese trabajo final presentado en octubre de 2003, después de casi seis años de trabajo intenso, soportando las más variadas presiones y amenazas, había sido lo más importante, en sus 18 años de carrera. El fiscal Enrique Martínez era consciente también que nadie o casi nadie se lo iba a reconocer. Ni en la ciudad de La Paz, donde hacía ya mucho tiempo estaba ni en Paraná o el resto de la provincia. Es más: consideraba que su decisión por llegar hasta el final con la acusación a Domingo Daniel Rossi por enriquecimiento ilícito, en función de sus cuentas millonarias en el Uruguay, le iban a costar caro políticamente. Nadie que se mantiene con la firmeza y convicción en su trabajo, asciende en su carrera en Entre Ríos. O le pasa a unos pocos elegidos, que logran saltear esa capa de mediocridad o envidia que siempre supera lo meritorio. Y eso le ocurrió. Martínez se terminó jubilando como fiscal, cuando tranquilamente podía haber ocupado cargos superiores, en función de su trayectoria, pasión de trabajo, inteligencia y honorabilidad. Nadie más quiso saber de su nombre y menos de su historia, marcando un hito en la jurisprudencia, al lograr que una jueza del vecino país ordene la apertura de las cuentas bancarias del exvicegobernador, aún antes de su procesamiento judicial. Y Martínez lo logró.

La larga tarea de investigación iniciada a poco de producirse la revelación de la revista Análisis, en julio de 1997, tuvo sinsabores, amenazas y costos personales para el fiscal Martínez. El primer abogado de Domingo Daniel Rossi fue el Pompi Olivera, un hombre de extrema confianza del exvicegobernador. La primera vez que llegó Rossi con Olivera a la oficina del fiscal, para ponerse a consideración de la justicia, le fue directo a Martínez, sin eufemismo.

—¿Qué necesita para archivar la causa y así solucionamos todo de una vez? -preguntó Rossi.

—Que me traiga un certificado del banco uruguayo Surinvest, que demuestre que ni usted ni sus familiares más directos tienen cuenta alguna en esa entidad.

—¿Nada más que eso? ¿No precisa otra cosa, doctor? -insistió Rossi.

—No preciso nada más, señor Rossi.

Rossi se dio media vuelta y se adelantó para salir de la pequeña oficina del edificio judicial de La Paz. Olivera partió detrás del exvice, pero hizo tres pasos y retornó hasta donde estaba el fiscal Martínez.

—Doctor, 100 mil dólares estaba dispuesto a darle a usted mi cliente, a cambio de que archive y no se avance más -le dijo.

—A mi no me compra nadie. Ni Rossi, ni usted, ni nadie. ¿Entendió? -respondió Martínez, levantando un poco la voz.

Olivera volvió a girar y esta vez se marchó. Sabía que no tenía más nada que decir. Martínez no quiso denunciarlo a Rossi y al abogado, porque lo iban a apartar de la causa. Y el fiscal estaba decidido a llegar hasta las últimas consecuencias. Tenía pruebas suficientes para demostrar que Rossi era un corrupto y se había hecho millonario con dineros públicos. Al poco tiempo Olivera se apartó de la defensa -después de una conocida pelea- y asumió en su lugar Carlos Neumann, un abogado inescrupuloso, sin filtro, que casi todos los días decía barbaridades del fiscal Martínez por las radios de Santa Elena y La Paz. Era una forma de amedrentarlo, de asustarlo y hacerle tirar la toalla. O sea, una vieja técnica de Rossi que siempre aplicó en su vida, de modo personal o a través de abogados defensores que no dudan en seguirle el juego perverso de la mentira, la locura y la impunidad. Pero estaba equivocado con Martínez.

En una oportunidad, Rossi, Olivera y el entonces diputado provincial Emilio Aroldo Castrillón (PJ) se encontraban en una mesa del bar, pegado a la ventana, frente a la plaza principal de La Paz. Cuando Martínez pasó despacio con su automóvil, Rossi se envalentonó y le gritó algunas barbaridades. Martínez escuchó perfectamente lo que le había dicho. Detuvo su vehículo en medio de la calle, se bajó y fue hasta la mesa. “Rossi, si usted me tiene que decir algo en la cara, sale afuera y me la dice. Pero salga solito, porque yo estoy solo”. Rossi quedó más pálido que de costumbre. No dijo una palabra y agachó la cabeza. Martínez saludó verbalmente y se fue. El único que le dijo “hasta luego, doctor”, fue Castrillón.

El legislador peronista iba todas las semanas a verlo a Martínez, como queriendo interesarse por el devenir de la causa. Estaba claro que iba enviado por Rossi, para filtrar algunos datos que le pudieran servir. El fiscal siempre le dio datos falsos, que siempre le llegaban, tal cual él se los había pasado a Castrillón. Era un momento de divertimento para Martínez. Le quedaba claro el rol absurdo de Castrillón.

Al fiscal, el grupo de tareas de Rossi le hacía seguimiento todo el tiempo. Había una persona en el juzgado que les avisaba dónde iba cada día y cuáles eran los movimientos del expediente. Y eran muy precisos para indicarle la vez que se llevaba el expediente de la causa Rossi, desde Fiscalía, para intentar alguna maniobra de coacción.

Martínez estuvo los primeros seis meses de la causa sin poder ver a sus hijos, porque no quería que nadie pudiera determinar dónde vivían después de la separación del fiscal con su madre. No obstante, los chicos eran custodiados por personal civil de la Policía de Entre Ríos, a la entrada y a la salida de la escuela en La Paz, por cuestiones de seguridad. Porque las amenazas no eran solamente para el fiscal, sino también para cada uno de los integrantes de su familia, con lujo de detalles de movimientos y horarios. Cada vez que retiraba el expediente era seguido minuciosamente por una o dos personas. Sabían que el fiscal era de tomar testimoniales a altas horas de la noche o la medianoche, para que nadie se entere quién era el testigo que declaraba y pudiera así evitar las presiones. Una vez intentaron provocarle un accidente automovilístico, cuando venía de Paraná, después de reunirse con el fiscal general del Superior Tribunal de Justicia, Daniel Morales. Sabían perfectamente a qué hora había salido del edificio de Tribunales de la capital entrerriana y lo esperaron, en horas de la noche, en la intersección de la ruta a La Paz y Santa Elena. Martínez venía solo con el expediente de la causa Rossi y cuando pasó, salió un coche y se le puso atrás, muy pegado al suyo. Era un Renaul 19, color blanco. Martínez aminoró la marcha y el Renault 19 lo pasó, para ponerse bien delante del fiscal. Martínez decidió pasarlo y minutos después el Renault 19 volvió a ponerse delante, tratando de provocar alguna mala maniobra para morder la banquina o desestabilizarlo. El fiscal calculó cuánto quedaba para el acceso a La Paz, volvió a pasarlo y aceleró la marcha. El Renault también trató de alcanzarlo, pero Martínez se metió en la estación de servicio y detuvo el vehículo frente a un surtidor. El perseguidor nunca bajó la velocidad y así pasó junto al coche del fiscal, generando preocupación entre los trabajadores de la estación y luego tomó la ruta a Feliciano.

—¿Usted venía corriendo con ese tipo? -le preguntó el playero.

—No, no sé quién es. Pero quedó claro que era un tarado -respondió el fiscal, sin aportarle ningún otro dato.

El fiscal Martínez viajó tres veces a Paysandú, a reunirse con las autoridades judiciales del vecino país. Siempre iba cambiando la forma de llegar al Uruguay. A veces iba en colectivo, saliendo desde Paraná, pero las dos últimas veces optó por ir en avión desde la capital entrerriana, por cuestiones de seguridad. Tenía temor de que algo le pasara e intentaran robarle el expediente. Sucedían demasiadas cosas raras a su alrededor. Y no quería dejar nada librado al azar. Iba hasta Aeroparque Jorge Newbery, en Capital Federal y allí lo esperaba un exjefe de Prefectura Naval, que había estado destinado en La Paz años anteriores y tenía una agencia de seguridad en Buenos Aires. Era de suma confianza del fiscal. Llegaba al aeropuerto y lo esperaban dos guardaespaldas, que lo escoltaban hasta tomar el avión a Montevideo. Ya en Uruguay, Martínez tomaba un colectivo a Paysandú y regresaba por el mismo camino. Llegaba a Aeroparque, lo aguardaban otros dos guardaespaldas, que quedaban junto a él hasta que tomara el avión a Paraná. La última vez que viajó, cuando la justicia uruguaya decidió abrir el secreto bancario de las seis cuentas de Rossi -desde 1990 hasta mediados de 1997-, el juez uruguayo dejó el original del expediente en su caja fuerte y se lo mandó por correo diplomático. «Usted, por ahora, solamente lleve fotocopia», le dijo.

Martínez se tomó un colectivo en el mismísimo Paysandú, que lo trajo hasta la capital entrerriana y Martínez fue directo a verlo a Morales a su despacho en Tribunales. “Esta es la copia de la documentación, Daniel. La original llega a La Paz por correo diplomático. Consideramos que era lo más conveniente”, le indicó. Morales lo felicitó por lo realizado y fue muy escueto en su comentario. “Tarea cumplida, Enrique”, le indicó, con una sonrisa en los labios.

Morales no podía creer lo que tenía en sus manos. En la documentación se veían claramente los movimientos de Rossi en todas sus cuentas. Eran cerca de 48 millones de dólares que transitaron por las diferentes cuentas bancarias del exvicegobernador, entre 1990 y 1997. El mayor movimiento aparecía registrado en tiempos del proceso licitatorio del frigorífico regional Santa Elena. Es decir, entre 1990 y 1993, fundamentalmente, en que hubo dos grupos empresarios girando alrededor de los intereses de Rossi y de Busti. Estaba claro que ingresaba dinero en dólares de cuentas equis, supuestamente vinculadas a los negocios empresariales y en pos de lograr determinados beneficios a la hora de la primera o la segunda licitación concretada con el frigorífico. “Es pura ingeniería contable”, dijo un perito del Poder Judicial, cuando Morales se lo mostró al día siguiente. Incluso, hasta se detectó cómo se desviaban fondos también hacia una cuenta con sede en un banco de Nueva York, a la que la justicia nunca pudo llegar. Tampoco se intentó, porque ello iba a demorar más la causa. Con lo que tenían en documentación eran suficiente y contundente para cercarlo a Rossi y dejar al descubierto todas sus mentiras. Porque el exvice seguía negando todo, pese a la cuantiosa documentación lograda en bancos uruguayos, por la propia justicia de dicho país. Pero para Rossi era “toda una mentira para perjudicarlo”. O sea, la negación por la negación misma, para seguir engañando a todo un pueblo al que siempre le mintió. Tanto él, como los que estuvieron a su alrededor y apostaron a seguir con el circo, como si nada importara.

 

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Ese día de septiembre de 2018, lo sucedido fue lo más parecido a una implosión. En Casa de Gobierno y en especial en la Legislatura, donde se concentraba el eje de la problemática. Lo que pasaba y lo que iría a suceder de allí en más. Nadie imaginaba hasta dónde iban a llegar las esquirlas sobre los contratos legislativos, una vieja modalidad que sucedía hacía más de 30 años -con mayor y con menor intensidad-; con referentes políticos más y menos corruptos. Con legisladores de los dos partidos mayoritarios, en esa suerte de hipocresía de que las cajas políticas -como estas- jamás se tocan, pero donde nadie tampoco se hace cargo de lo que desvían o dejan de desviar. Cada peso que se gastaba, siempre debía estar justificado, por más que ese trámite haya sido una mentira. Podía cobrar tal persona, pero ese hombre o mujer, de antemano debía saber que el dinero no le pertenecía y solamente obtendría una mínima parte de lo que le figuraba en el recibo. Sucedió en cada uno de los gobiernos, desde 1987 a esta parte (incluido el segundo mandato de Sergio Montiel) y era responsabilidad de los legisladores o de las conducciones de cada Cámara y nadie del Poder Ejecutivo podía decir una palabra. “Pero esta vez, a los muchachos se les fue la mano. Instauraron un sistema perverso, de mucho dinero que se desviaba, con cientos de personas por mes, donde eran unos pocos los que se hacían millonarios a costa de ejecutores de guantes blancos y un ejército de recaudadores, que se aceitó y profundizó a partir de la llegada de Sergio Urribarri al poder”, indicó un conocedor. Y no estaba para nada equivocado.

Todo eso empezó a quedar al descubierto a partir del accionar del policía César García, quien se plantó ante una situación irregular que venía observando hacía por lo menos dos meses, en el cajero automático del Banco de Entre Ríos Sociedad Anónima, sucursal Don Bosco. O sea, en plena avenida Ramírez, entre Colón y La Paz. Eran dos mujeres y un hombre que se metían en el habitáculo y permanecían por varios minutos. Era como que se adueñaban por un espacio irregular de tiempo, cubriéndose unos a otros, para que nadie pudiera ver desde afuera cómo iban colocando diversas tarjetas, retiraban cifras importantes de dinero y las iban guardando en el bolso de una de las mujeres. Y quedaba claro que a ninguno le importaba las camaritas que podían haber estado filmando. Daba la sensación de que se sentían tranquilos o impunes y vivían ese momento con totalidad normalidad (…).

Los pormenores del inicio del millonario fraude al Estado entrerriano quedaron al descubierto en los ocho cuadernos contables encontrados en la vivienda que habitaban Mena y Beckman, con anotaciones casi diarias de las recaudaciones. Los cuadernos eran sencillos, casi como de almacén: nombres, importes, número de los cheques, descuentos, aportes, fechas de pago e identidades de cada uno de los cobradores de esos cheques, lo que hubo que instrumentar a poco de iniciado el sistema, cuando algunos pícaros de los contratados se empezaron a fugar con el dinero de los cheques, sin dejarlos en su totalidad en los jefes de la banda.

Apenas cortó la comunicación con Mena el contador Pérez agarró su automóvil y fue urgente hasta la casa de su mano derecha, domiciliado en la zona de la Toma Vieja y le entregó dos discos duros.

–Esto de Mena y compañía me parece que se va a complicar. Acá te dejo toda una documental. Si nos agarran con esto, vamos presos de por vida –le dijo.

Ese encuentro fue con Alfredo Bilbao, uno de los principales hacedores del mecanismo de recaudación y con fluidos contactos con conocidos abogados penalistas y algunos jueces de Paraná. De hecho, por lo menos seis integrantes de ese selecto grupo, tenían la denominada “peña de los miércoles”, que se extendió incluso con los años siguientes, aunque con la ausencia de Bilbao y se iban rotando los anfitriones. Era una forma de intercambiar informaciones y consolidar algunos códigos -en especial de parte de esos magistrados que podían participar- en determinadas causas, donde no había ningún tipo de excusación. No era necesario quedar al descubierto de esos encuentros amistosos.

Hay quienes sostienen que esos dos discos duros, Bilbao lo dejó en manos de un abogado de su estrecha confianza, para su resguardo y para que nadie lo pudiera encontrar en la investigación judicial. Porque era información clave y determinante para dejar todo el mecanismo perverso al descubierto (…).

La justicia siguió avanzando y fue encontrando elementos para llenar casilleros donde iban apareciendo actores con diferentes roles y responsabilidades. El 3 de octubre volvieron a hacerse allanamientos en Paraná. En principio acudieron a la vivienda de calle El Ñapindá 1650, en la zona de la Toma Vieja. Allí reside Alfredo Bilbao, quien figuraba como empresario, a quien se le secuestraron computadoras, notebooks, una carpeta con documentación y un celular Samsung S8.

Bilbao era quien más aparecía vinculado al grupo de recaudadores que lideraba la dupla Mena-Beckman y se conocía con Pérez desde tiempos en que trabajaban en la sede del Banco Francés de Paraná. Los investigadores pudieron determinar que el “hombre de números y negocios”, como lo definían, también contaba con una oficina en el edificio de Alameda de la Federación 290, esquina Córdoba, en el cuarto piso, donde trabajaba junto a Roberto Ariel Faure. Bilbao se trasladó hasta ese lugar después de que lo asaltaron meses antes y le llevaron una cuantiosa cifra de dinero, al parecer vinculada a la recaudación de los contratos. Pero Bilbao prefirió no denunciarlo ante la Policía o la justicia. Le dieron la orden de que no había que hacerlo, porque ello podría determinar ciertas pistas a la Policía. Pero estaba claro que ese robo no fue casual; los que cometieron el atraco sabían en detalle los movimientos de Bilbao, el dinero que disponía y de dónde provenía.

Tanto Bilbao como Faure también figuraban como asesores de Guastavino en el Senado, con sueldos de entre 61.000 y 52.000 pesos mensuales, respectivamente. En la oficina de calle Alameda y Córdoba ya no había nada cuando llegaron los fiscales. En la oficina de al lado, en ese cuarto piso del edificio, tiene su oficina el abogado Guillermo Mulet, quien por ser vecinos -tanto en el barrio, en la zona de la Toma Vieja, como en el edificio-conocía muy bien a Bilbao. Y cuando le preguntaron al respecto dijo que no sabía nada de los movimientos del recaudador político y menos qué había sucedido con el estudio lindante. Lo cierto es que cuando los policías llegaron al lugar, la oficina de Bilbao estaba totalmente vacía. Nunca encontraron, por ejemplo, aquellos discos duros que Pérez le había llevado a Bilbao a su casa. Ya estaban guardados en una escribanía fuera de Paraná.