Víctor Villarraza es odontólogo. Se recibió en la Universidad Nacional de Córdoba y un tiempo después regreso a Paraná a ejercer su profesión. Su casa familiar quedaba en lo que hace unos 30 años podía identificar como un borde urbano al sur de la ciudad, ante de las vías. Después cayó en la cuenta que Feliciano era, en realidad, casi pleno centro.
Su consultorio está a metros del Parque Urquiza y es frecuente para él, como para miles de personas en Paraná, cortar con las obligaciones en algún momento, buscar un jogging en el ropero y salir a trotar por la zona verde, con la compañía fresca del río en el perfil. En las sesiones de entrenamiento, también como tanto otros, Victor lleva auriculares incrustados en las orejas. En ese sentido, pasaría como un corredor cualquiera que elige una lista de temas que lo anime o un programa de radio como distracción del esfuerzo monótono del trote.
Pero no. Víctor está en otra parte, en La Mancha del Quijote o en el Tokio de Murakami. Escucha historias. Novelas. Audiolibros.
“Para mí la distracción es más fácil leyendo que escuchando, si te engancha el lector te concentrás más en la escucha que en la lectura. Está buenísimo para manejar o ir en transporte público, está buenos abstraerse en la escucha”, dice ahora.
El uso del audiolibro no es una novedad, aunque sí una oportunidad cada vez más a mano. Stephen King en “Mientras escribo”, un libro autobiográfico que revela también sus lecturas y métodos de trabajo, cuenta que un alto porcentaje de la literatura que alimenta su vida y su caudal creativo, proviene de los parlantes de su auto. Mientras la gente necesita ir cada vez más rápido, las ciudades se vuelven lentas y los tiempos muertos aumentan, el audiolibro aparece como una coartada para salir de la lógica de la ansiedad y el aburrimiento a través de una voz que cuenta un universo creado con la palabra.
Ahora bien, regresemos al personaje que corre y escucha.
Víctor aprendió a leer a los 4 años un poco a instancias de su abuela. En su casa había una biblioteca rotunda, con cientos de volúmenes, entre los que se contaban, a disposición de los niños, la colección Robin Hood completa y unas enciclopedias francesas que contenían obras de Alejandro Dumas y Julio Verne. Leyó los libros de casa y también escuchó, con mucha frecuencia, las historias camperas de su abuelo, que venían además con chistes que no estaba en edad de entender.
Había cursado primaria y secundaria en la Escuela Normal, también en pleno centro y cuando volvió a Paraná, después de completar sus estudios universitarios, siguió el camino previsto y comenzó a trabajar e instaló su propio consultorio. Pero en el viaje de los 30 a los 40 años, algún tipo de crisis de esas generan preguntas incómodas todo el tiempo, lo obligó a buscar otro tipo de motivaciones. En Córdoba había estado en contacto con grupos de artistas, sobre todo actores o actrices, pero no se veía involucrado más allá de su lugar de espectador atento. Eso cambió cuando vio, por primera vez, lo que hacía Paranatecuento. No era actuación, era otra cosa. Y él lo explica mejor.
“No somos actores, no es esa la vocación, sino el despojamiento de estar contando que no es lo mismo que estar produciendo imagen o transmitir a través de la vocación de una exhibición, de un trabajo distinto a nivel corporal. Después de un tiempo, de desarrollarnos en esto, entendemos que somos enamorados de la historia y no del personaje. Es como morder todos los personajes pero no anclar en ninguno y la mayoría de los actores quieren interpretar un personaje para encarnarlo. Nosotros nos enamora de la historia entera”.
Su función debut fue en la sala del subsuelo del Bersa, en Urquiza y San Martín, donde Paranatecuento se presentaba muy a menudo en los 90´. Eligió un cuento de Juan Carlos Onetti y hasta que el público concedió las primeras risas, le resultó más difícil contener el temblor de las piernas que memorizar su interpretación de la historia.
En la narración oral, que estaba en el origen después de todo, junto a la literatura, los chistes de su abuelo que ya de grande entendía y esa relación vital con la palabra, encontró otra vocación. Una de tipo, casi, adictiva.
Hace más de 15 años Victor Villarraza es narrador oral. Empezó en Parantecuento y después siguió trabajando con Malena Serrot y produciendo algunos espectáculos al año, donde le buscan la vuelta para introducir, cada vez, nuevas relaciones entre el texto y el público.
Pero hace cinco años, además, descubrió un oficio asociado, parecido pero distinto al de narrador que enfrenta a un público y le cuenta un cuento o una historia que nunca se extiende más allá de los 15 minutos. Empezó a escuchar libros, le vino perfecto para salir a correr o aprovechar los tiempos de stand by en el auto. Mientras escuchaba, claro, también le crecían ganas de probarse en el asunto de leer una historia larga. Ser la voz de una novela.
Investigando encontró la plataforma LibriVox (https://librivox.org), creada por un canadiense, Huge Mcguire, quien asumió el desafío de ofrecer para todo el mundo un espacio virtual donde descargar audiolibros ya sin derechos de autor, por haber transcurridos los años de vigencia de acuerdo a la legislación de cada país.
En LibriVox se pueden encontrar miles de clásicos y en diferentes lenguas. Pero se trata de una plataforma colaborativa y los visitantes pueden ser, también, lectores solidarios que suman su aporte, como si existiera la posibilidad de colocar una estrella más a la noche en una crisis de constelaciones.
“La página tiene un foro, vos te presentas, mandás un demo breve de 5 segundos. Te dan un instructivo de cómo grabar ese demo. Lo que más se tiene en cuenta es que no haya muchos ruidos en la grabación y que tenga un volumen constante. No importa si la voz es linda o fea, no es que tengas que ser profesional de nada”, explica Víctor.
Lo primero que leyó para LibriVox fue la Odisea. “Después me di cuenta que fue una odisea empezar por ahí. Al principio pensás que es pan comido, pero no, es todo un tema. Unos se cansa enseguida y al grabar en un ambiente casero hay mil quinientos ruidos que no sabías que existían y existen. Vas tomando conciencia”.
Hace cuatro años descubrió LIbriVox y ya aportó más de 30 novelas a la plataforma, que se pueden descargar seleccionando los audios en español. Eligió, entre otros, Frankenstein, la colección completa de Conan Doyle y varias historias de Julio Verne. Por estos días lee Las mil y una noches, que contiene 23 volúmenes: Víctor va por el tercero.
“Te vas volviendo medio obse, te enganchás y se te vuelve una adicción. Por ahí te preguntás ¿qué hago? Ni siquiera es algo comercial. Pero bueno, yo grabo cuatro horas por semana”.
El lector, claro, también tiene una devolución de sus escuchas. Hay notas de agradecimiento en la página y una sección de archivo que permite ver cuantas descargas tienen las historias que grabaste. Hay una aplicación a celular, también y allí, dice Víctor la reproducción de audiolibros “es muy potente”.
“Es otro yeite”, dice Víctor para definir fácil la diferencia de grabar novelas en comparación con narrar para público presente. “La narración echa con público tiene otro ritmo, porque parte del ritmo te lo da la gente que escucha”, explica. Sin embargo, las dos cosas producen un efecto similar en él, al menos en el fondo de la experiencia y en la huella interior.
Otra vez, Víctor lo explica mejor, ya para terminar. “Leer para grabar tienen la misma motivación que te lleva a ser narrador oral: es el amor a las historias”.
Julián Stoppello de la Redacción de Entre Ríos Ahora