Yo estaba en tercer grado cuando lo escuché por primera vez.
Se lo escuché decir a la directora de la escuela, que era una monja muy menonita que pensaba que el mundo se dividía entre la castidad y el pecado, los buenos y los malos, y que al medio sólo tenían cabida los que, indefectiblemente, eran vomitados por Dios.
No sé cómo hacía para ponerme a salvo de los vómitos celestiales.
Era toda una tarea.
La monja menonita, entonces, nos dijo que las chicas, cuando adolescentes, debían evitar subirse a una bicicleta o montar a caballo.
Que si lo hacían, se les rompía una telita y ya nada volvía a ser igual.
Pensé mucho tiempo en la telita.
Cuando llegué a la secundaria, no había una monja menonita sino una rectora de modos, digamos, preconciliares.
Pasé a una etapa superior de la telita, pero no mucho más.
Lo máximo que pude conocer en materia de sexo fue la germinación del poroto en un frasco con arena húmeda.
Del cuerpo, que todos empezábamos a descubrir bajo las sábanas, aprendí unas pocas líneas desde unas láminas asexuadas que pegaba en el pizarrón la profesora de física.
Nunca había nada en la entrepierna de esas figuras.
De modo que había que arreglárselas.
Por lo demás, lo que íbamos enterándonos era muy explícito, básico: el calzoncillo que se le transparentaba por el pantalón transparente al profesor de contabilidad, o las tetas exuberantes de la exuberante profesora de inglés.
Había, además, una profesora de educación cívica que se vestía de jipi y nos hacía escuchar radio nacional de la dictadura. Y una profesora de historia con una dentadura estrepitosa que hablaba con mucho goce del reinado de Felipe El Hermoso.
Seseaba de una manera molesta.
Nunca supimos qué tan hermoso había resultado Felipe: nos basábamos en sus relatos y en las figuritas que tenían los libros de José Astolfi.
Ahora lo googleo, y Felipe El Hermoso me parece una señora mayor, pero juraría que si estuviera viva, la profesora de historia de dentadura estrepitosa me llamaría al orden.
Vivíamos en el mundo de María Azucena.
En clase, no se hablaba de sexo.
Pero en el patio, sí. Y en las clases de educación física, también.
A educación física había que viajar hasta el Parque Berduc, en colectivo, enfundados en unos equipos de gimnasia tan ajustados que delataban la mínima erección.
Había que disimular: nos educaban en el arte de esconder, saber lo justo, y no preguntar demasiado.
Ahora, algo cambió.
Ahora, en secundaria, hay talleres en los que enseñan a colocar un preservativo, en los que dan herramientas para que los chicos sepan de anticoncepción, que conozcan su cuerpo y su sexualidad, encuentros en los que se corren muchos velos, y se sepultan mitos.
Y los chicos preguntan más, quieren saber más.
Pero salidos de la escuela, nos volvemos menonitas.
¿Qué hablamos cuando hablamos de sexo?
Por una extraña fascinación, nos gusta hablar de sexo como escándalo, y mirar todo desde la mirilla de la puerta: qué hace el vecino, con quién se acuesta, cómo lo hace, cuándo lo hace.
Cuando sucede algo, evitamos que los otros lo sepan, como en esa escena magistral de “Cien veces no debo”: la nena Andrea del Boca que se embaraza, y mamá Norma Aleandro que hace todo para que el barrio no se entere.
A fin de cuenta, pensamos, el sexo lo tienen los otros, y siempre es excitante hablar de lo que hacen los otros con el sexo.
El sexo, como materia de conversación, siempre es del sexo de los otros.
Nosotros, no.
Nada. No hacemos nada. No tenemos sexo. Ni nos masturbamos. No miramos porno ni jugamos en la ducha. No andamos desnudos por la casa. No nos acostamos desnudos.
Cerramos las cortinas, apagamos la luz.
No le robamos horas al sueño para destinarlo al sexo. No ocupamos parte de la mañana, ni de la siesta ni de la hora del crepúsculo para copular, o ratonearnos, o apurar una masturbación.
-¿Nunca lo hiciste en un lugar al aire libre?
-¿Qué preguntás? ¿Estás loco?
Somos célibes de la boca para afuera.
Casi todos hablamos del sexo de los otros.
Y cuando hablamos del sexo de los otros, apoyamos el mentón en el borde del tapial, ponemos mirada desviada, y decimos: Mirá qué turros,
A veces, nos volvemos un pueblo hostil, chismoso.

En “Una suerte pequeña”, Claudia Piñeiro construye una historia durísima.
La historia de Marilé, una mujer que abandona a su hijo y se va a radicar a Boston, Estados Unidos, y allá, en el frío del Norte, se inventa otra historia, y otro nombre, Mary.
Un modo de huir del chisme y las culpas que todos descargan en ella luego del accidente que le cuesta la vida al amigo de su hijo: ella manejando su auto, los dos chicos en el asiento de atrás, el auto que se detiene en un paso a nivel, el tren que se abalanza, la muerte segura del amigo de su hijo.
“No a todos les pasa, hay gente que nace, vive y muere sin que nadie ni nada ponga a prueba lo que son, quiénes son, o si están capacitados o no para serlo. Una madre cualquiera, por ejemplo, no tiene por qué pasar por circunstancias de tanta envergadura para demostrar que puede serlo. Pero a mí la vida decidió probarme, y yo, en muchos sentidos, no alcancé la meta necesaria”.
En este pueblo, todos estamos siempre a prueba. Y en el sexo, siempre somos reprobados por los otros.
Acá, el sexo es un asunto de los ángeles.
De nadie más.

Ricardo Leguizamón
De la Redacción de Entre Ríos Ahora.