Por Julián Stoppello (*)

 

El primer libro de mi hija se lo regaló una amiga mía varios meses antes de su nacimiento. El gato manchado y la golondrina sinha, de Jorge Amado. A los 3 o 4 años, Malena ya tenía una pequeña biblioteca, con variedad de títulos que iban desde clásicos de tapas dura, como Hansel y Gretel o Los músicos de Bremen, hasta la colección de Isol o Silvia Schujer.

A la noche leíamos algún cuento por vigésima sexta vez antes de dormir o se me ocurría alguno que inventaba de camino, que inventábamos de camino en realidad, porque ellos intervenían en la construcción, el poder de los personajes e incluso el desenlace.

Juntos creamos a Esteban King, el niño que imaginaba demasiado y viajaba junto a su amiga puerta (tipo alfombra voladora) a resolver problemas en el mundo y en galaxias vecinas. ¿Leemos o contamos uno de Esteban King? ¡Uno de Esteban King! Fue ganando, creo, justamente porque ellos participaban de la historia, incluso como personajes.

Ya no me acuerdo de las aventuras de Esteban King, pero sí de los cuentos de Isol por caso. Más adelante se durmieron con música, sobre todo Vicente. Hay una playlist que me sé de memoria: empieza con una canción de La Franela y termina con No te va a gustar.

Un amigo me dijo una vez que uno nunca sabe, o más bien desconoce absolutamente, con què parte se quedan los hijos de lo que uno da como padre, más allá del amor, el cuidado o los límites: lo que uno daría por sobreentendido en la crianza. Lo graficaba muy bien: sus hijos, que ya tienen más de 30, se acuerdan particularmente y con deleite de los sanguches que inventaba Jorge con cualquier cosa que tuviera en la heladera. Lo que en verdad era la resolución a los ponchazos de un problema de lo más común (qué darle de comer a estos gurises), con un poco de inventiva y una presentación épica, se transformaba en un acontecimiento. Y para asombro de Jorge: en un episodio memorable.

Yo no sé bien que van a atesorar mis hijos entre sus recuerdos de nuestras cosas. Es raro, pero no tengo ni idea. Quizás de Esteban King, por ahí del mago Chang Tun que hacía magias sin magia o quizás de cosas tan habituales y corrientes que uno ni siquiera tomaría en cuenta, que no registra.

Uno quisiera elegir, pero no se puede.

El viernes Vicente volvió de la escuela al mediodía y me contó orgulloso sobre un trabajo que había hecho para historia. La profesora le dio una consigna por el 24 de marzo para que respondieran en sus casas, pero como tuvieron un paréntesis de nada, él se tomó el rato libre y escribió su trabajo en la escuela. Me lo leyó: empezaba con una reflexión propia sobre la fecha. Yo lo escuchaba mientras cocinaba y me sonaba bien. Siguió con una frase que me resultó conocida y la siguiente también y la otra. “Eso es el alegato de Strassera”, le dije.

Vicente se río. Lo conoce de memoria, pero además entiende cada uno de los sentidos de lo que dijo el fiscal en el día final del Juicio a la Junta Militar. Después de ver 1985 6 o 7 veces, quiso ver La noche de los lápices, La historia oficial y cuanta película hablara sobre los años de la dictadura.

Hoy va a la marcha por la conmemoración del golpe, con dos amigas y un amigo. Malena también, claro. Y eso no tiene que ver estrictamente con su papá o con su mamá. Pero está ahí alojado, un sentido de humanidad y justicia, transmitido de algún modo, pero también absolutamente propio de los dos.

 

(*) Julián Stoppello es periodista y escritor.