Pablo Huck es médico, usa un ambo celeste, trabaja en un hospital y ahora, por qué no, es paciente: lo acaban de medicar porque el cuerpo suele presentarle batallas.
Una siesta de invierno de 2015 -enfundado en una campera roja, el rostro sereno, la voz firme- se sentó a contar el horror, si es que el horror alguna vez se puede contar. Viajó desde su ciudad, Villaguay, a Paraná y denunció en la Justicia los abusos a los que lo sometió siendo un niño el cura Marcelino Ricardo Moya, su confesor, en la casa de Dios, la parroquia Santa Rosa de Lima.
Pasó años sentado en el consultorio de un terapeuta, tomó los pedazos de esa infancia y reconstruyó su destino. En algún tiempo fue víctima de abusos, ahora se reconoce como sobreviviente: sobrevivió al horror.
Cuatro años después de haberlo denunciado al cura Moya -que fue cura en la parroquia Santa Rosa de Lima, docente en el Colegio La Inmaculada, en Villaguay-, de haber sostenido un relato durísimo frente a una fiscal, Nadia Benedetti, de acudir al auxilio de dos abogados, Florencio Montiel, Juan Cosso, de reunir pruebas, aportar documentos, otra vez, contar el horror, el 5 de abril de 2019 un tribunal de Concepción del Uruguay lo condenó a 17 años de cárcel al hombre dizque representante de Dios.
Pero Moya no fue a la cárcel: dejó de estar al servicio de la Iglesia Católica y se fue a vivir a casa de sus padres, en María Grande. Un destierro de los altares y los confesionarios, pero no encerrado.
Allá está todavía. La cárcel para Moya todavía está demasiado lejos, esa distancia que ponen los vericuetos de la Justicia, ese entramado de burócratas y sabihondos, de pasadizos laberínticos, de indolencia bien ensayada.
Veinte meses después de aquella condena, un tribunal de segunda instancia, la Cámara de Casación Penal de Concordia, confirmó la condena a 17 años de cárcel. Pero Moya no fue a la cárcel. Ni antes ni ahora. El cura y sus abogados tienen todavía otra instancia para recurrir: la Sala Penal del Superior Tribunal de Justicia (STJ); al final, la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Moya espera que un juez firme la sentencia del olvido: espera la prescripción.
De momento eso no ocurre.
Moya carga con la condena, el señalamiento: un abusador con 17 años de cárcel.
Un juez de Casación, Darío Perroud, escribió esto:
«Es indiscutible que el menor víctima de abuso sexual es un sujeto especialmente vulnerable a quien el Estado le debe obligatoriamente deberes especiales, lo cual no puede ser neutralizado por un instituto de normativa interna (la prescripción) cuando tal niño, menoscabado en su dignidad, acude a la Justicia para que se brinde una respuesta a eventos que le sucedieron siendo chico y que hasta entonces no había podido poner en palabras. Y va de suyo que ninguna trascendencia tiene que aquel niño sea hoy adulto, puesto que por un lado se entiende desde lo fáctico la demora en la denuncia, y desde lo jurídico porque priorizar el interés del que habla la Convención de los Derechos del Niño es juzgar atendiendo a que lo que se decida tendrá incidencia no solo en quienes fueron niños al tiempo de los hechos -Pablo y Ernesto, individualmente- sino a todo el colectivo que forman los niños, niñas y adolescentes en general, el reconocimiento del plus de tutela se relaciona con eso, va más allá».
Pablo Huck y Ernesto Frutos denunciaron a Moya. Son los niños abusados que, cuando pudieron, acudieron a la Justicia.
Perroud, el juez, entiende que la Justicia nunca debe olvidar la «perspectiva de niñez» para juzgar los casos de abuso.
Pablo Huck, ambo celeste, el rostro cansado, mira a la lente del celular, y dice de la resolución de la Casación: «Es una espera de casi 20 meses en relación a la condena de primera instancia. Es una denuncia que tiene más de 5 años, en la que un abusador, un delincuente sexual como Marcelino Moya, está en la calle, en su casa, y eso es lo más preocupantes. Se encuentra en María Grande. Hay una clara vulnerabilidad de niños que allí habitan. Esa es la premura para que Moya esté donde tiene que estar, que es preso».
Se alegra Pablo Huck de que un juez hable de «perspectiva de niñez» porque no cree en la justicia del olvido. «Desde un lugar muy simple, la prescripción no debería tener lugar. Es decir, no debería tener que existir la posibilidad de no condenar al delincuente porque el tiempo pasó. No tiene ningún sustento. Para los sobrevivientes y las víctimas de abusos, el daño es constante, es permanente. Acá no hay un disparo sobre el cuerpo de una persona, el robo de una pertenencia. Estamos hablando de una lesión grave sobre la estructura psíquica de la persona. Y eso permanece en el tiempo. Quién puede decir cuándo se extingue ese daño. Nunca, nunca. Todos seguimos de alguna manera intentando reparar el daño que nos provocaron», asegura.
Vuelve la mirada sobre esos niños que fueron abusados y asegura que, siendo adultos, «hay gente que no sobrevive, que cae en el consumo de sustancias, que termina con su vida. Entonces, hablar de que el tiempo ha pasado para no generar una condenada en estos delitos demuestra que falta un montón, sobre todo entre quienes tienen que decidir una condena»
Hubo un primer fallo. Hubo un segundo fallo. Una vez, otra vez el cura Moya resultó condenado por abuso y corrupción de menores.
Pero no está en la cárcel: está libre.
«Lo importante es que Moya no siga libre -dice Pablo Huck-. Que no siga habiendo niños que estén expuestos al acecho de este ser nefasto». Pero después señala lo que la Justicia dijo: que el cura no pudo haber actuado con la impunidad que actuó sin el encubrimiento de la Iglesia. «No me parece un tema menor -señala-. Es un tema que se debe tener presente».
De la Redacción de Entre Ríos Ahora