Por Paola Robles Duarte (*)
La muerte de Liz es un mazazo al corazón. Es una herida honda que huele a podredumbre y soledad. La orfandad de su hijo de dos años, los juegos que ya no jugarán juntos, las charlas que no tendrán. No hay consuelo para la muerte de Liz. Realmente no hay consuelo.
Un montón de ignorantes que legislan abiertamente sobre éste y otros tantos temas importantes hicieron la diferencia que le garantizó a Liz, y a otras tantas que vendrán luego, una muerte segura: ¿dónde está el senador Alfredo De Ángeli, acompañando a Liz con panes caseros y plantas? ¿Dónde aquellos que abogaban por salvar las dos vidas? ¿Dónde los que celebraban como un triunfo del aborto clandestino por sobre la vida de las mujeres que abortan porque están perdidas, solas, desahuciadas, pobres, confundidas, angustiadas, porque no quieren, no pueden, no saben, porque fallaron los mecanismos de prevención, porque el Estado las abandonó y allí, sin reparo, sólo queda la oscuridad de la clandestinidad y la esperanza de no morirse? ¿Cómo no puede ser legal la esperanza de vivir?
Liz se murió convirtiéndose así en la primera mujer muerta por un aborto clandestino después de la sesión de senadores que atrasó decenas de años, aunque esto, los años de atraso, dependerá de los países del mundo con los que querramos trazar comparación. Liz es la primera de la que sabemos, la que nos impactó con esa corrosiva certeza de que vamos a tener nuevos nombres de mujeres muertas y de hijos huérfanos.
No pudo salvarse la vida de Liz ni tampoco del embrión que se gestaba en su cuerpo, como así tampoco se podrá salvar a otras mujeres y a otros embriones, porque mientras la práctica médica sea penada, mientras no sea segura y gratuita, serán muchas las mujeres que no tendrán a quién pedirle ayuda, las que no sabrán cómo hacerlo y las que se morirán apretando las manos a una camilla, a una mesa o al filo del inodoro de un baño, deseando que el tiempo pase pronto, rogando poder abrazar a alguien querido y simplemente vivir. Las que puedan pagar: las hijas, las hermanas, las esposas, las amantes, de los senadores que cobran sueldos inmorales para contarnos cuentos de Landriscina, con plantas y panes caseros, podrán pagarle a un médico que en un sanatorio privado le hará una práctica segura o le proveerá de misoprostol. Y sus hijas, hermanas, esposas y amantes no se morirán de clandestinidad ni de vergüenza.
Durante la mayor parte del debate en Senadores, me costó evitar conectarme con el tema desde un lugar que no fuera profundamente angustiante, me costó escribir, y también me costó encontrar el nudo que me ataba a ese dolor… ese fueguito que ardía hasta incendiarme el pecho. Entonces, indagué en mi maternidad, en las mujeres que conozco que han cursado embarazos no deseados y en sus posteriores maternidades, también en aquellas que me contaron que abortaron, en sus razones, en el después. Hasta que en algún momento de aquellos días del debate en Senadores, esperé -como inconsciente y habitualmente hago- el llamado de una amiga hermana querida para hablar de éste y tantos otros temas, de nuestros hijos, de nuestros proyectos, de las cosas que íbamos a hacer cuando nos viéramos… pero ese llamado nunca ocurrió. Ese llamado ya no ocurre.
Creo que era de noche cuando me enteré. Meses después, en una vereda color fuego, me abrace con un par de sus amigas que por extensión eran las mías, y hablamos largo y tendido de ella, como siempre hacemos cada vez que nos vemos; me contaron que estando sola, con sus otros hijos jugando afuera de la habitación, una noche de verano y asfixiante calor, ella había abortado. Había usado misoprostol pero sin ningún tipo de contención ni guía para hacerlo. Estaba sola en su habitación, con miedo, escuchando a sus hijos jugar en el comedor de su casa. Entonces, sin decírselo a nadie, mientras veía crecer una generosa mancha de sangre: abortó. El método anticonceptivo que habitualmente empleaba había fallado y su vida empezaba a parecerse a algo que tenía más que ver con lo que ella deseaba y con el ejercicio profundo de esa maternidad que yo tanto le admiraba. No les dijo a sus amigas queridas con las que era manada. Tampoco me lo dijo a mí, a quien acompañó a crecer, a soñar, a ser madre de mis hijos, a ser tía de mis sobrinos, a reírme sin parar, a craquear los dolores y a todas esas cosas indispensables que nos configuran para que seamos lo que somos.
No le dijo a nadie hasta después de todo.
Yo no lo supe. No pude ayudarla, no sostuve su mano, no acaricié su espalda, no le di un abrazo ni nada que pretendiera reparar la pérdida, porque no supe. No confió en mi, porque no confió en nadie. Estaba sola, como casi siempre lo estaba. Solo era ella y nadie más. No puedo dejar de pensarla ni un solo día. No puedo dejar de pensar en lo sola y vulnerable que ella estaba. No paro de pensar en su aborto despojado de todo derecho y de todo cuidado. Me arde en el pecho la bronca de saber que no encontró otra manera que no fuera abortar tirada en esa cama. Porque la vi ser madre en la más absoluta adversidad y porque con ella también aprendí a ser madre.
Es clandestino o legal. No es como quisiéramos que sea, es como es. Sin políticas públicas, no hay alternativa. Porque la raíz de ese aborto, la génesis de ese paso dado en el sentido de tomar la decisión sobre si esa mujer quiere gestar y luego parir, es tan profunda, que no se puede arrancar ni disuadir, ni nada. Es una convicción que no da lugar a otra posibilidad para un cuerpo que se reconoce libre y no objeto gestante. Es una convicción, incluso cuando duele o cuando se dice en voz alta, y alguien señala, acusa, juzga, condena, penaliza, castiga y así, mata.
Esto es independientemente de como queremos que sea. Puede ser más o menos intelectualizado, enunciarse mejor o peor, pero es y pasa, y las pibas se van a seguir muriendo por abortos clandestinos porque un puñado de legisladores medievales supusieron que podían seguir haciendo como si no es tan grave, como si pudiera ocultarse de toda luz este tipo de procesos que se disparan sin retorno en tantas mujeres que saben que no quieren o no pueden ser madres. En nombre de las creencias y de la religión, de la vida y del amor, nos empujan a un oscurantismo que no entiende de razones y que se alimenta de la hipocresía y la desigualdad.
¿Que las mujeres pobres no abortan? ¿Qué era Liz? Contame. ¿Que el aborto va a adoptarse como un método anticonceptivo? Dale. ¿Cuántos abortos clandestinos te practicaste para decir semejante animalada? ¿En serio vamos a hablar de la educación sexual y de la anticoncepción con los mismos que no garantizan estas herramientas en las escuelas? ¿De verdad tu argumento es que hay profilácticos en los dispensarios? La educación sexual y la anticoncepción también siguen siendo grandes temas en lucha, sobre los que se han dado pasos importantes, gracias al incansable andar del movimiento de mujeres que son la esperanza, la mano tendida, la piedra en el ojo de la hipocresía, la piedra filosa rasgando el corazón del patriarcado.
Hace unas semanas volví a encontrarme con un pañuelo verde. El mío, el que tenía muchos años andando, de encuentro en encuentro, fue a parar a las manos de otra mujer que se hizo gota en la inmensa marea. Entonces Jesu me dio su pañuelo y volví a atarlo a mi bolso negro y allí se quedará para siempre como señal para cualquier mujer que lo vea en la calle, para que sepa que no tiene que abortar sola mientras los chicos juegan afuera, que puede contar conmigo, sin culpas ni miedos ni toda esa mierda. Porque juntas también somos piedra y mucho más que multitud.
Liz debe haber tenido una amiga que hoy la llora y la extraña desesperadamente. Me duele Liz. Me duele esa amiga. Su hijito sin madre. Me duele que una mujer aborte sola en una habitación sin ninguna asistencia escuchando los ruidos de sus hijos amados jugar afuera. Me duele tanto, que necesitaba escribir sobre la mierda de la clandestinidad, la podredumbre, la soledad y el silencio.
(*) Periodista.
Fotos: Gentileza Virginia Serotkin Molinas.