
Por Julián Stoppello (*)
Hacer nada, con los ojos cerrados. Qué difícil: hacer nada y observar, con la atención volcada hacia adentro, sin rechazo, sin apego, sin abrir juicio, desidentificadamente. ¿Qué cosa es desidentificarse? Vaya, vaya, vaya con lo que se presenta ante la conciencia.
Qué es la buena muerte, Ecio. Qué es este dolor en la espalda, esta inquietud en el cuerpo, estos pensamientos que vuelven como una procesión de mosquitos a escocer la madrugada. Qué es esa luz y esa sensación de unidad casi eléctrica, qué es esta tristeza, qué es.
Meditamos bien. ¿Salimos de la meditación? ¿nos llevó un pensamiento, un deseo?, volvemos a meditar. Lo hacemos bien, siempre. Con los ojos cerrados, en silencio, nada.
Qué difícil hacer nada.
Su figura recortada en la luz fría de la mañana. Un reflejo cálido sobre el cabello y la barba cana, la lógica de su jardín en el rostro, casi al libre albedrio, pero casi. La agilidad del cuerpo, levemente encorvado en posición vertical, plegándose y hallando su conexión en la tierra, así, con todo su peso real. La calma que viaja en su voz y la risa como el salto de un arroyo, como una ocurrencia, también, de lo pequeño y fugaz que es el drama hermoso de respirar en el mundo. Vaya, vaya.
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Ecio se fue exiliado a España con Norma en plena dictadura, volvieron a la Toma Vieja. Hizo un huerto, fundó una empresa, enfermó de algunas tristezas, fue concejal, puso su palabra y el cuerpo para frenar la represa que intentaban implantar sobre este río. Hijo y nieto de constructores, con un abuelo loco que había buscado otro tipo de conexión y vestía, de vez en vez, una túnica naranja y atesoraba ese símbolo de equilibrio perfecto que es el triángulo y preside el salón de servicio abierto que Ecio había inventado.
Cómo salir al mundo hoy a la mañana, al mundo atormentado, tembloroso, al sismo del miedo que navega virtual, real, descontrolado. Cómo salir al mundo esta mañana, Ecio.
El camino propio, la misión, el propósito. “A mí me decían en la facultad que los ríos son fuentes de energía desaprovechadas”. Pero ya conocías profundamente el río y el sentido de ese ritmo en el espejo interior; la isla, la mirada atenta de los pescadores, fundidos en el aura de la costa como un pájaro o la mecha reposada de un sauce. Ya conocías el batir mínimo de alas y el tumulto acuoso de los remos: sonaba adentro, como una musiquita.
Surfear el mundo. ¿Nos caímos?, no pasa nada. Tanto para limpiar, en el fluir de la observación que va desde la cabeza a los pies y de los pies a la cabeza.
“He podido encontrar un camino que me va llevando hacia una mayor paz interna, para ir saliendo del conflicto y encontrar un sentido, más allá de contradicciones y cosas que puedan aparecer. Sé –decía- para adónde voy”.
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Los martes, un poco después de las 7 de la mañana, también en el atardecer, miércoles y jueves, Ecio compartía su lugar con personas que buscaban, en el silencio y la observación, otro modo de estar en el mundo. Que buscaban, también, su palabra, no como respuesta a los dolores del vivir, sino más bien como un rincón amable, de calma y afecto.
Ofrecía un servicio. Lo alegraba, especialmente, el interés de personas jóvenes y los avances que cada uno podía ir descubriendo en la experiencia de crear su propio camino.
Hace pocas semanas, cuando acompañó al profesor Gustavo Lambruschini en sus últimas horas y meditó junto a él, en un texto precioso y breve, Ecio habló del buen morir.
Cuando supe, anoche, que había fallecido, así, de un momento a otro, en ese acontecimiento inesperado que borronea la línea que creemos clara, que creemos fija, que creemos tensa, entre vivir y morir, se me vino encima aquella despedida: el buen morir, en paz, en calma, con la conciencia expandida y la peregrinación que sigue, de personas que hoy te piensan y te conversan y te extrañan -como decías de Gustavo-, habla de tu vida como un ejemplo de vida feliz. Pero hay otras cosas y está la pena ahí, también, zambullida de cabeza en el corazón.
Vaya, vaya, Ecio, vaya que veo y escucho personas tan tristes y tan profundamente agradecidas, diciendo tu nombre como se dice solo un nombre querido, eligiendo entre los recuerdos esas palabras tuyas que necesitan, que necesitamos, para creer que en efecto este mundo desquiciado se puede surfear, más o menos parecido, como lo hiciste vos.
(*) Julián Stoppello es escritor y periodista. Dirige la Editorial de la Municipalidad de Paraná.