No estaba escuchando Billie Holiday anoche. Solo la escuché en su casa o tal vez en algún otro lugar sin darme cuenta. Pero seguro la escuché mientras Carlos hablaba, como parte de su universo, del clima de sus cosas móviles, animadas, en su casa repleta de objetos, de recuerdos, de arte y plantas desbordadas, con algún gato haragán retozando en el sillón.
Ahora sé, cuando me despierto con la noticia, lo que yo estaba haciendo a la hora que él cerraba los ojos, como si el episodio fuera mío también de alguna manera, aunque no es posible, porque era la hora de Carlos, una hora solo suya.
Cuando Fernando Cabrera empezó a cantar “Te abracé en la noche/ era un abrazo de despedida/ te ibas de mi vida/” no sabía, no podía saber, que se moría Carlos.
La oscuridad traga y no convida/quedé a la deriva.
Leo las notas que hicimos juntos, porque él hablaba y yo escribía sobre su forma de transcurrir en el arte. Lo hago para buscar las palabras, pero tengo solo sensaciones a mano y las palabras se quedan lejos, en esas notas, vibrantes y esquivas. No las puedo volver a tocar.
Tengo un llamado telefónico con esa voz tan joven, sin ninguna arruga. Una conversación en la puerta de El Diario hablando de zares. Otra más sobre su mamá. Un almuerzo con Gloria y Jorge. Me río en todos los recuerdos que vienen ahora subiendo por las patas de la mesa como luciérnagas trasnochadas. Me río como un pibe cuando le cuentan una historia inesperada y abre los ojos gigantes como platos y le muestra los dientes a la magia. Me río cuando estoy con él, porque su conversación viaja encantada.
Tal vez fue un derroche/los sentimientos más bendecidos/ flotan como idos
Tengo sus escritos en manuscritos, su letra imposible y bella, sus historias de Manucho, la imagen de su regreso a Paraná después de nadar los 60´en Buenos Aires, mirando descorazonado la cruz verde titilante de una farmacia en la calle apagada del pueblo.
Tengo su Diario de Ángeles y Gatos. Su Invitada. Su Mauricio Cárdenas, su Buenos Aires derruida. Su modo de recibir a las mujeres ataviadas a sus muestras, con una sonrisa de niño “estás cada vez más joven, bellísima”. Y ellas que se ríen de sus mentiras amorosas. Tengo la extensión inabarcable de su mirada que apunta a las estrellas de la pared descascarada.
Tengo las historias del taller 633, tengo su Gloria Montoya y su Cacho Aldama, su Stella Berduc, su Celia Schneider, su Rubén Ballesteros, su voz quebrada, sus sombreros, sus textos desolados. Qué se yo todo lo que puedo aprehender de Carlos y quedarme.
Él es de esos artistas alucinados por una curiosidad abierta que navega en el asombro y en la pena. Una pena existencial, sin final. Hay un niño en alguna parte que vuelve a subirse a un tren, que se vuelca a configurar el mundo que bulle interiormente con emergencia. Un niño que extraña a su madre y los paisajes perdidos.
Tengo la visión de él cuando habla con la gente que lo viene a ver, cuando narra una salida a comer, una conversación. Cuando escribe. Cuando recuerda. Cuando deja los puntos suspensivos y se le interrumpe la voz y envejece de repente.
Tengo acá, un nudo en la garganta y una gratitud enorme que él no sabe. Pero no importa. Mientras vos cerrabas los ojos Carlos, yo tarareaba “Te abracé en la noche/ era un abrazo de despedida/ te ibas de mi vida”.
Julián