Por Julián Stoppello (*)

Domingo 6,15. Soñé que metía los pies en una laguna y algo me mordía repetidamente sin llegar a hacerme daño. Un poco más que una cosquilla filosa.  Cuando sacaba los pies del agua, una especia de iguana estaba prendida como si mi talón fuera un anzuelo y la iguana, un bagre. Me desperté y la que mordisqueaba, con fin de despertarme, era Maidana, la gata de tres patas. Es que ayer estuve poco en la casa y ella extraña. Me persigue todo el día: va al baño conmigo; si me meto a la ducha, se queda al borde de la lluvia; si me voy a la cama, salta y se acomoda. Es una gata tóxica.

Salgo en el auto y el auto es un horno de panadería, donde yo sería el pan flauta o una baguette cocinándose despacito. En un semáforo, una señora me habla al oído sorpresivamente y pego un salto. “La taza está suelta, se le está por salir la taza”, dice. Un tornillo tengo suelto, pienso yo, la taza es lo de menos. Pero es verdad, la taza de la rueda trasera izquierda ya no encaja y está atada con un precinto. De eso hace ya dos meses. Incluso compré una taza nueva, pero hace dos meses que hace mucho calor y me parece una tarea imposible. Me sorprende menos mi fiaca que la solidaridad de los automovilistas con los desperfectos técnicos ajenos. Con mis hijos apostamos cuántas veces me van a advertir, por salida, que tengo la taza suelta. Hay gente más proclive a la alarma y me dicen que tengo la rueda suelta, lo que significaría un problema un tanto mayor. Un peligro. Pero con la taza no pasa nada y después de todo no está mal ser motivo de preocupación  de mucha gente. Es, diría, hasta reconfortante. Se preocupan por mí o más bien por el auto.

Lo del tornillo suelto es más complicado, sobre todo los sábados al atardecer y los domingos de febrero a la siesta. Cuando era chico me afectaba el domingo a las 6 de la tarde, sobre todo a partir de mediados de febrero, cuando la escuela era el horizonte cercano y todo lo bueno del verano estaba quedando indefectiblemente atrás. Tenía nostalgia a los 9 años y una nostalgia anticipada y ligeramente angustiosa. Venían nueve meses de guardapolvo y maestras que no conocía. Lo de ahora, del sábado al atardecer, no es nostalgia, es una inquietud creciente y tensa, pero sin horizonte. Justamente, sin horizonte o con la módica visión de un domingo lento y sofocante. Un domingo a las brasas.

Fumo un cigarrillo de esos en los que apretás una especie de botón y sale gusto a menta. Gran invento para infectar los pulmones con menos sensación de agravio. Fumo un cigarrillo es decir nada, la verdad es que fumo uno atrás de otro y pienso que tengo una taza suelta. Es un déficit. Hace un tiempo, tengo la sensación: los déficit se acumulan y la taza suelta es un símbolo. Íntimamente yo creo en la compensación. Es decir, algo tiene que andar mal para que lo importante funcione. O, si las cosas van demasiado bien, uf, hay que prestar atención a la zancadilla. En definitiva, ahora mismo, no me parece mal tener problemas como una taza suelta. Pero el mundo se da cuenta solo de eso y no te todo lo demás que está suelto.

Qué tal si salgo a dar vueltas en auto y cuando venga el próximo buen samaritano a avisarme lo que ya sé, le digo: “La taza suelta no me importa, tengo suelta la ansiedad”. O, podría ser: “Lo de la taza me chupa un huevo, ahora lo que no puedo resolver es la angustia, ¿vos qué decís?”.

Tener una taza suelta, por otro lado, puede ser una intención de liberación. Suelto la taza, suelto el sábado al atardecer, suelto el guardapolvo, le digo a Maidana que me suelte, suelto los recuerdos que me atormentan, la sonrisa de ella, la cerveza, el cigarrillo con botón, la teoría de la compensación, la narrativa invisible que escribí sobre la piel sin tatuajes y también el abrazo asfixiante de febrero.

Finalmente,  entonces, me decido y suelto la taza en una ceremonia de domingo, corto el precinto y la dejo caer en el asfalto para que se derrita en calle Colón. Lo demás viene conmigo en el tránsito lento y a la vez impredecible del andar: conmigo en la intemperie casi nublada, conmigo esperando la tormenta. No me suelta.

 

 

(*) Julián Stoppello es periodista y escritor.