Por Julián Stoppello (*)
Algo del pasado viene a veces con el sabor de un caramelo fizz, el olor de una crema bronceadora o un cruce casual con personas que no irían a tu cumpleaños de 50, ni a tu velatorio. Que ni siquiera anotarías en una lista de todos los nombres que conocés en la ciudad. Vos podés llevar, también, en una mañana agobiada de enero una palada de infancia de vaya a saber quién. O de su peor día. Es difícil saber de qué historia te tocó ocupar el cargo de testigo lateral. Lo viste de afuera. Pero lo viste y el protagonista del hecho te vio y sabe que sabés y que no olvidaste.
Pero hay casos y casos, dice el peluquero y yo digo “¡y claro!”. Lo que me asombra es el tema de la identidad, tipos que andan por la calle y te saludan al pasar, sonriendo, con un nombre que es una suerte de contraseña. Yo, sin ir más lejos, he tenido unos diez nombres, algunos compartidos por otro. Un nombre para dos.
Ya pasaron por lo menos 20 años desde que nos reuníamos en la tribuna para ver a Echagüe en la Liga A y teníamos un jugador preferido para putear. Uno nuestro, que nos parecía desganado, egoísta, flojo. Era buen jugador, pero estaba en un equipo que se venía abajo y nosotros lo hacíamos responsable del fracaso general, de la zozobra, porque venía de lejos, con su trayectoria internacional y acá no hacía lo suficiente para sacarnos de la caída irremediable en el descenso.
“Guizañú y la puta que te parió”, arrancaba él y yo que estaba a tres metros me alegraba que alguien viera el básquet y la vida como yo. Guiñazú era el culpable, estaba claro. “Guiñazú poné huevo y la concha de la lora”. Promediando la temporada ya nos conocíamos y competíamos a ver quién lo puteaba más y mejor a Giñazú.
“¡Sacalo a Guiñazú!”, gritaba yo. Y mi colega me respondía: “Pero si todavía no lo puso”. “Pero mirá –señalaba yo- ya está calentando para entrar”. Nos reíamos.
Después puso un bar el puteador de Guiñazú y justo quedaba a la vuelta de mi casa. Yo iba seguido y nos saludábamos así: “¿Cómo va, Guiñazú?”, ¿Qué hacés, Guiñazú? ¿Me alcanzas una cerveza, Guiñazú?”. “Guiñazú no metes un triple y me debés 200 pesos”.
Cuando lo cruzo por la calle, todavía ahora, no saludamos así. “Ey, Guiñazú, ¿cómo va?”.
No es nada raro, hay un tipo al que le digo Scottie Pipen, porque tenía un supuesto parecido físico al alero de los Chicago Bulls y así lo llamaban cuando tenía 15 años. Ahora él anda de traje, se lo ve súper serio, pasa con chicas y yo le digo que haces Scottie, porque para mí su nombre es Scottie. También está el caso de Michael Jordan y Luismi, un vecino del barrio que cantaba de chico canciones románticas, pero en su caso el presagio se cumplió, porque se dedica a eso: canta latinos, en especial, de Luis Miguel.
Un compañero ocasional de picado, bastante más grande, me decía Guliermone por un jugador de Unión de Santa Fe y yo Gulliermino, por otro de la misma época.
-¿Lo conoces al Cuqui Gulliermino?, me preguntó un día un armador del El Diario, muy original en toda su concepción.
-Si claro, el Cuqui, gran judador ¿por?
-No, por nada, se la culiaba a mi hermana el Cuqui.
Cucaracha me decía boxeador, me dice boxeador. Yo tenía siete años, capaz ocho, cuando el Niño –uno pendenciero se ve- cumplió con la carta y me trajo unos guantes de boxeo y un puchingball. Cucaracha me entrenaba en el quincho del club. Pasaron más de 30 años y yo lo veo y recuerdo dos cosas: que él era el único maratonista amateur que había conocido hasta bien entrada la adolescencia y que yo había sido, por unos días, el boxeador. “Chau, boxeador”, me dice Cucaracha.
En mi casa tuve tres o cuatro nombres, el más polémico fue Noo. Una prima de Córdoba, cuando era un humanoide de 50 centímetros, me había puesto Noito. Eso se redujo a Noi y con el tiempo a Noo. Mi papá, cuando iba a verme a los partidos de básquet, caía en contradicciones que la gente no podía entender, como “Así Noo”, “Bien, Noo”, “Sí, Noo”, “Vamos. Noo”.
Fui Chuli en el club y Chulay en la escuela. Mi apellido a secas y Tito Pompey en otro equipo, por el volante de Vélez y Boca. Recibí algunos apodos mejores y otros bastante peores. Me guardo los vergonzantes, igual que vos que estás leyendo y pensás ahora en todos los nombres que has tenido y el modo en el que vuelven, con un aroma del pasado, cuando te cruzas con alguien en la calle que sabe tu identidad secreta o, por lo menos, aparentemente olvidada.
(*) De la Redacción de Entre Ríos Ahora